28 de diciembre de 2012

El mito del “buen civilizado”

El ser humano moderno presume a menudo de serlo y se vanagloria continuamente sin darse cuenta de que no hay nadie distinto a él que escuche tan altivas demostraciones. Por supuesto, tal grado de presunción va dirigido a sí mismo (ésta es, según Nietzsche, la forma más común de engaño). Dicho sea de paso que no ha habido jamás en ninguna parte -que se sepa- tamaña demostración de arrogancia. En efecto, el ser humano actual utiliza varios recursos para justificar dicha demostración. Uno de ellos estriba en hacer denigrante cualquier época pasada -cuanto más lejana más denigrante-, arguyendo con esto que la única vía posible para el ser humano es la del progreso hacia no se sabe dónde, justificando asimismo que para que la idea del progreso fuera válida y además creíble, necesariamente el pasado siempre ha de ser peor. Esta proposición que tanto vende y a la vez arraiga en la mente de las personas es, profundamente analizada, de una estupidez majestuosa, además de que muchas veces resulta falsa. También debemos ser rigurosos y descartar aquello de que “cualquier tiempo pasado fue mejor” -cualquiera no, pero muchos sí-. Ahora el ser humano tiene la excelentísima cualidad de que se va mejorando a sí mismo (en estupidez, por supuesto).

Una de las designaciones más usuales que utiliza el hombre moderno es la de atribuir a todo lo anacrónico como algo primitivo, dándole con esto un sentido peyorativo, es decir, bruto, zafio y retrasado, mientras que ser moderno es estar a la última y además ¡ser más inteligente! Esto es además una señal de inequívoca ingenuidad por la autoprivación que se hace el hombre moderno en cuanto a lo que su pasado puede enseñarle. Concretamente en esta entrada hablaremos no del pasado más reciente sino del más remoto, aquel del que menos se sabe por la propia lejanía, pero del que probablemente tengamos más que aprender: nuestro pasado primitivo previo al gran salto de la civilización, pero eso sí, esta vez al margen de interpretaciones subjetivas.

Son pocos los autores que han hablado del hombre salvaje como un ejemplo a seguir, siendo lo más común presentar la vida primitiva como si fuera mala por naturaleza. Pero al igual que en el mito del buen salvaje atribuido a Rousseau, el resto de acusaciones vertidas por los fieles al progreso sobre la supuesta depravación del mundo salvaje, siempre en comparación con los adelantos de la época civilizada, tienen, examinados profundamente, igual o mayor grado de mito.

En efecto, presentar el mundo salvaje previo al Neolítico como un mundo idílico no podía ser más que una idealización, aunque los nuevos estudios antropológicos tienden a desmentir en parte su naturaleza. Por otro lado, poco o ningún esfuerzo se hizo por entender la obra de Rousseau ni a donde quería llegar con ella. Su especial dedicación en ahondar en las desigualdades sociales le hizo escarbar necesariamente en los inicios de la civilización y en las grandes diferencias que trajo ésta con respecto al mundo salvaje del que evolucionó. El resultado de sus pesquisas, quizás, cierto es, exagerado por sus motivaciones románticas, fue presentar estas diferencias entre uno y otro mundo con el objeto de arrojar algo de luz sobre el origen de las desigualdades. Para él no había duda de que dichas desigualdades surgían de la vida en sociedad y no de la vida salvaje. Suyas son estas palabras que definen muy bien esta postura: ...los vicios que vuelven necesarias las instituciones sociales son los mismos que vuelven inevitable el abuso. Así, estos vicios, lejos de ser propios de la naturaleza humana como nos hizo ver Hobbes afirmando que “el hombre era un lobo para el hombre”, nacen de la vida en sociedad. Rousseau le objetó a Hobbes que cometió este error porque no había escarbado lo suficiente en el tiempo.

Pero cabe mencionar algunos de los cambios básicos que introdujo el mundo civilizado con respecto al mundo salvaje y que un primitivista declarado como John Zerzan se ha dedicado a analizar en esencia, tratando de demostrar que estos grandes cambios son el motor de la degradación de la sociedad. Estos cambios simultáneos unos de otros y acaecidos en cadena tras un largo periodo de estabilidad, comienzan a perfeccionarse tras la llegada definitiva de la agricultura, motivada posiblemente por un incremento previo del sedentarismo y de la población de los grupos primitivos. Cómo y porqué tras un periodo larguísimo de tiempo paleolítico en el que la obtención de recursos se mantuvo estacionaria gracias a la recolección, la caza y la pesca, se dieron las circunstancias para tan drástico cambio es algo difícil de saber. Pero el resultado es que tras este periodo en el que el hombre era una parte integrante más del medio y como tal desarrolló un gran conocimiento del mismo y de sus formas de vida, se vio truncado por culpa de dichos cambios.

La gran cadena de la civilización acababa de comenzar. La nueva era se caracterizaba por una noción básica: el hombre ya no necesitaría ser una parte integrante de la naturaleza porque había aprendido a dominarla. Así, a la vez que se hizo sedentario, descubrió el enorme poder de cultivar la tierra y domesticar animales. En el momento en que empezó a delimitar los terrenos dedicados al cultivo y al pastoreo afianzó las propiedades y los privilegios, potenciando a su vez un sistema de jerarquías cada vez más complejo y la demostración de dicho poder mediante la fuerza; al multiplicar los alimentos, la población creció inevitablemente, se estableció y desarrolló mejores herramientas que posibilitaron la especialización laboral, incrementando el tiempo dedicado al trabajo.

Todos estos grandes cambios acaecidos en cadena necesariamente debían conducir a nuevas formas de dominación que se convertirían en un círculo vicioso. Así, a medida que el hombre creaba más y más trabajos, cada vez más complejos según las necesidades, se hacía necesario a su vez mejorar las técnicas, incrementando la eficacia y aumentando todavía más la población. Y a medida que aumentaba la población, se hacía necesario incrementar dicha eficacia mediante la mejora de las técnicas. Esto a priori no representaría ningún problema de distribución de los recursos y podría pensarse que la igualdad de las personas estaba garantizada. Por supuesto no podía ser así porque la noción de dominación no solo se dirigía a la naturaleza sino también hacia los propios humanos. El sistema de jerarquías que había seguido a la creciente administración de la propiedad propició la instauración de los privilegios como por ley divina y todo el montaje que siguió después para su justificación. Así, poco a poco y según aparecían las primeras ciudades, oligarcas y súbditos empiezan a constituirse en clases. A partir de aquí, la cadena empezaba a declinar en una secuencia imparable de justificaciones que traerían los funestos resultados de la civilización en forma de esclavitud, patriarcado, religiones, militarismo, imperios y conquistas. Es en este momento cuando el poder, corrupto por naturaleza, empieza su particular carrera de perfeccionamiento.

Schopenhauer no es conocido por escribir sobre primitivismo, pero en uno de sus libros dijo algo significativo al respecto: los salvajes se devoran entre sí y los civilizados se engañan mutuamente. La primera de las aserciones podía referirse al canibalismo practicado por algunos grupos minoritarios y motivados por circunstancias especiales; por lo demás nada que se pudiera generalizar a todos los grupos. Pero la segunda no puede ser más acertada. El poder, una vez institucionalizado, no sabe hacer otra cosa que engañar a sus súbditos para justificarse, extendiendo esta práctica entre todos e imponiendo un modo de vida supuestamente cooperativo entre los individuos, pero que no deja de ser una cooperación motivada por el interés personal. El medio usado es el de la mentira mutua y la competitividad por ver quién es el más eficaz. Este es el verdadero legado del “buen civilizado”.

Son muchos los que podrán recurrir al avance tecnológico y la ciencia como signo de progreso. Empezando porque todos estos avances surgen y se extienden gracias al poder y porque a este le interesa, es decir, son impuestos por la violencia para incrementar el control social, aquellos no son más que eslabones de la propia cadena trazada por la civilización. Las supuestas comodidades que dichos avances nos han proporcionado no son más que necesidades inventadas por la civilización y desarrolladas hasta el extremo por el mundo moderno. Recurrir a ellas para vanagloriar el presente no es más que admitir la victoria del poder.

En la actualidad, el mundo ficticio que ha montado este periodo relativamente corto en comparación con el del hombre primitivo amenaza con destruir sino totalmente, al menos parcial e irreversiblemente la naturaleza que el ser humano se ha empeñado en dominar. Mediante un sistema económico imperante que ha desarrollado un modo de vida basado en el consumismo desenfrenado, el despilfarro y el agotamiento de los recursos, una sociedad que no da importancia alguna a que la población crezca de forma desorbitada, y una filosofía absurda por la que el humanismo más obtuso es justificado por la casi totalidad de la humanidad, privándose a su vez cualquier progreso de tipo moral y racional, el resultado es que ahora más que nunca los estragos en la naturaleza y en las formas de vida -tanto humana como animal- son infinitamente mayores que cualquier otra época. Lo extraordinario es que el impacto es tanto mayor a medida que avanzamos en el tiempo. Por tanto, permítaseme justificar que si el estado salvaje que describió Rousseau era un mito en parte, el estado civilizado lo es totalmente.

Marshall Sahlins es un antropólogo que ha estudiado de forma amplia el mundo salvaje previo a la civilización además de los grupos actuales y sus conclusiones van en esta misma línea. Según afirma nunca en la historia ha habido un periodo de hambre como el de la actualidad, hasta el punto de que ésta aumenta según evoluciona la cultura. Él se ha centrado en la cuestión del hambre en el sentido de que no deja de ser un acto criminal el hecho de que más de un tercio de la humanidad pase hambre mientras otros pocos viven en la opulencia. No obstante, la misma regla se le puede aplicar a todos los males derivados de la civilización.

Otro gran estudioso de la condición humana en la historia y la cultura como Lewis Mumford desmonta con pruebas convincentes “el mito de la máquina” para desmentir la teoría oficial por la que durante años se le ha atribuido a la invención de herramientas y a la mecanización una importancia infundada en detrimento del lenguaje o los rituales, incluso afirmando el hecho de que el uso de herramientas no podía haberse desarrollado sin la organización social y la magia atribuidas a los hombres primitivos.

Lejos de los prejuicios primitivos difundidos por la antropología clásica y los apologistas del progreso, la vida salvaje fue una época de integración en el medio, de conocimiento y sabiduría en lugar de inteligencia, de bienestar y moderación en vez de progreso, de equilibrio natural y de austeridad en vez de derroche. Tampoco debemos dejar de omitir que los estudios evidencian la importancia de la mujer, ya que hombre y mujer vivían en el respeto mutuo, que el tiempo dedicado al trabajo era menor y el dedicado al ocio y al cultivo del conocimiento era por consiguiente mayor, que los animales cazados eran venerados, que la propiedad no tenía sentido cuando no había nada que guardar ni cosas de gran valor, y que los únicos líderes a los que había que seguir eran los hombres más longevos de la tribu que transmitían sabiduría al grupo.

Con todo, no podemos a la vez presentar este estado como un mundo de color de rosas, a pesar de que queramos soñar con él como lo hizo Rousseau. Ni existe ni es deseable un mundo idílico hedonista donde todos los individuos sean felices. Evidentemente, la vida no pudo ser tan fácil en la época glaciar en donde  tan solo el frío era un enemigo a combatir, en donde la caza era una práctica arriesgada que en muchas ocasiones dejaba muertos y heridos, y en donde los distintos pueblos al vivir tan separados unos de otros no podían dejar de temerse entre ellos, dando lugar a inevitables conflictos por defender lo propio frente a lo desconocido, pero que ni mucho menos se pueden comparar a las deliberadas guerras e invasiones del mundo civilizado. Kaczynski, de forma sorprendente, escribió un breve ensayo en donde aportaba pruebas para desmitificar el mundo salvaje con el que soñaban los primitivistas como Zerzan, pero incluso en el mismo admite que aún así aquel mundo tuvo que ser mejor en muchos aspectos que el actual.

Lo más importante de esta historia es extraer los elementos más positivos de cada uno de los dos mundos, porque aunque uno evoluciona del otro, los cambios son tan profundos que se diría que son antagónicos. Uno no tiene más que ver cómo viven las tribus actuales para corroborar este dato. Aunque mucha de la información del pasado no es más que mera conjetura, del presente podemos extraer conclusiones reales. Los apologistas del progreso podrán seguir empeñados en hacernos creer que la vida civilizada no solo es mejor que cualquier otra vida pasada sino que es la única posible -este hecho, por otra parte, ha servido para engullir cualquier resquicio primitivo, sometido a la voluntad de las nuevas formas de vida dominantes-. Por desgracia, no se dan cuenta que lo único que consiguen con esto es borrar una parte de nuestro pasado, que sin duda durante mucho tiempo fue mejor en términos generales, privándonos así la posibilidad de aprender todo su legado.

17 de diciembre de 2012

Historia de una difamación

Con toda seguridad, no hay concepto en la lengua castellana más difamado  y calumniado como el del anarquismo. Desde que esta ideología empezara a forjarse entre las conciencias de los oprimidos, el poder burgués de aquélla época y el liberalismo económico empezaron a temer seriamente por la consecuencias que podría tener para sus intereses el hecho de que esta ideología se extendiese como la pólvora. Fueron los primeros teóricos anarquistas como Proudhon o Bakunin quienes recopilaron en libros el conjunto de las ideas que preconizaban las clases trabajadoras, cuya base era la destrucción del estado como premisa clave para acabar con las injusticias sociales. Por ello y en vista de lo cuál fue necesario una política de desacreditación urgente y represión contra estas “peligrosas” ideas, que además tenía la peculiaridad de que escarbaba directamente en el origen de las desigualdades. Lo que nos lleva a preguntar cómo una ideología que reclama la abolición de toda forma de autoridad es calumniada antes siquiera de poder llevarse a la práctica. Es evidente que la amenaza era demasiado patente. Esta es la historia de la gran difamación que ha perpetrado durante siglo y medio el poder burgués en contra de la ideología más renovadora de toda la historia, la que basaba toda su razón de ser en el ejercicio de la libertad suprema, la que podría habernos evitado caer definitivamente en el infantilismo en el que nos ha sumido el tiempo de la máquina y la era digital.

Esta difamación, tan silenciada como olvidada por las nuevas generaciones de ultracapitalistas y prosistemas, está presente en el lenguaje como primer objetivo de desterrar al anarquismo hacia formas degradantes y antisociales. Así, aunque la palabra anarquía conservara etimológicamente su significado inicial (del griego an-arquía: no gobierno), y que a su vez guardaba parentesco directo con la acracia (del griego a-cracia: ausencia de autoridad) se expusieron como formas problemáticas de llevar a la práctica solo por el hecho de definirse a sí mismas como la ausencia de todo poder o autoridad. Por tanto, si el establecimiento del poder y por ende del gobierno eran signo de estabilidad y orden, el no gobierno debía ser todo lo contrario: caos y desorden. He aquí la primera de las calumnias, la cuál se plasmó de forma oficial con su inclusión injusta en el diccionario de la real academia de la lengua. Con los años, esta premeditada y falsa definición se apoderó de las personas que la empezaron a utilizar tal y como venía en el diccionario. Así, en prensa, en televisión y hasta en la literatura podemos encontrar multitud de referencias hacia ella que demuestran el poder inmenso de la seducción de las palabras y de la manipulación de las personas que ocupan el poder.

El otro gran objetivo de la difamación y más importante si cabe se focalizaba en la vida social, en donde el movimiento obrero anarquista, en paralelo muchas veces con las ideas comunistas y socialistas hasta que las evidentes disensiones los separaron definitivamente, emergía de forma esperanzadora a partir de la mitad del siglo XIX y hasta bien entrado el XX en contra de la clase dominante. Sabedora ésta de las aplastantes verdades que aportaba dicho movimiento renovador y de las amenazas reales de echar por tierra sus planes, debía hacerse una política de demonización contra el mismo para impedir toda proliferación, y si era necesario hacerlo inventando las más lamentables argucias para su descrédito. Su oportunidad clave fue el aprovechar la corriente más radical y violenta del movimiento con el fin de generalizarlo y como se dice de forma coloquial “meterlo todo en el mismo saco”, para convencer a la opinión pública de que éstas ideas fomentaban la violencia e iban contra toda estabilidad social.

Alrededor de 1880, coincidiendo con un período de miseria generalizado de la vida rural, en el movimiento obrero se empezó a difundir  “la acción directa” como forma de lucha contra el poder. Si bien esto no era asociado a actuar de forma violenta, algunos anarquistas decidieron que la violencia como defensa propia sí era legítima en algunos casos. Así, los actos terroristas que fueron perpetrados contra ciertos cargos políticos -nunca contra civiles-, fueron actos individuales que cometieron algunos anarquistas, motivados por venganzas personales o intentos de extender entre el pueblo que la violencia era el único medio efectivo para derrocar al poder, pero éstos no representaban al conjunto del movimiento. Algunos se dieron cuenta de que lo relevante no era determinar si la violencia era legítima, sino si era útil para conseguir los fines. De forma paralela, se iba fraguando otra corriente del anarquismo pacifista, promovida por pensadores pacifistas como Thoureau o Tolstoi, que abogaban siempre por la resistencia no violenta y que más tarde serían las ideas que inspiraron a Gandhi.

Independientemente del uso de la violencia que haya ejercido alguna facción del anarquismo en el pasado, es indudable que éste supuso el golpe definitivo que necesitaba el poder para condenar las ideas anarquistas al terrorismo más sanguinario. Aún así, los actos que hayan podido cometer los anarquistas representan una minoría del total de los actos terroristas cometidos por infinidad de grupos en la historia: comunistas, republicanos, fascistas, cristianos, mahometanos, budistas también cometieron actos terroristas y no han sido difamados como lo fue el anarquismo. Con todo, si tenemos que nombrar al mayor de todos los terroristas sin duda éste ha sido y es el estado, a pesar de su autodefinición de “legítimo” que al parecer le dota de total impunidad. A este terrorismo histórico se le ha sumado en la actualidad otro igual de peligroso, si no más, como es el terrorismo patronal.

Y qué mejor que exponer varios ejemplos que corroboren el sentido de la difamación urdida contra el anarquismo:

Uno de los primeros es aquél que sucedió con el caso de la supuesta organización anarquista y secreta “La Mano Negra” en la Andalucía de finales del XIX. La supuesta organización surgiría a principios de la década de 1880 por las extremas condiciones de miseria que padecía el campesinado andaluz y la consiguiente tensión social contra los terratenientes. Según el gobierno, ésta organización terrorista quería imponer sus ideas anarquistas a base del asesinato de las esferas del poder. Por ello, se inició una intensa investigación y persecución de los supuestos integrantes a los que se les atribuía diversos asesinatos ocurridos por aquellos años. Con ello, se inicia un intenso proceso de inculpación en el que se aportan pruebas absurdas, testimonios dudosos, y falsas acusaciones, que culminaron con la condena a muerte de quince acusados, de las que siete fueron ejecuciones en público. Hoy, casi todos los historiadores coinciden en que todo esto fue un invento perfectamente maquinado por parte del gobierno como una clarísima pretensión de asestar un gran golpe y desacreditar al movimiento anarquista.

Otro caso de gran impacto social y de calumnias fue el de la condena a muerte de Sacco y Vanzetti, dos inmigrantes italianos anarquistas que fueron ajusticiados en la silla eléctrica en 1927 por parte del gobierno de los EEUU después incluso de saber éste que eran inocentes. Los dos inculpados, utilizados como cabeza de turco, fueron acusados de robo y asesinato de dos personas. Tras un juicio largo y polémico lleno de dudas, el veredicto del jurado, sospechoso de parcialidad y xenofobia, dictó la pena capital para los dos acusados. Lo dramático del caso es que antes de que dicha condena se produjera, el gobierno supo de la inocencia de los acusados ya que los verdaderos culpables confesaron su autoría. Aún así, ni las siguientes apelaciones por parte de la defensa, ni los millones de voces en todo el mundo que pedían el indulto y la libertad para los dos italianos, el gobierno, temeroso de que una retractación hiciera mostrar su debilidad, decidió continuar con la sentencia. Como ellos mismos dijeron antes de morir, la injusticia que rodeaba todo su proceso haría más fuerte al movimiento libertario en todo el mundo y así, sin saberlo, se convirtieron en dos símbolos de la causa anarquista.

El último caso que queremos contar es el que sucedió de vuelta en España con el fusilamiento de otro cabeza de turco, el pedagogo Francisco Ferrer y Guardia, acaecido tras los sucesos de la Semana Trágica en Barcelona, en los que se le relacionaron injustamente con ciertos delitos, ya que ni siquiera se hallaba en el lugar de los hechos. Entre otras cosas se le acusó falsamente de quemar conventos e iglesias. Además, en su juicio se prohibió el testimonio de personas que pudieran proclamar su inocencia. Todo respondía a una evidente reacción por parte del gobierno que tenía como objetivo eliminar del mapa a un enemigo peligroso para el poder cerrando definitivamente su proyecto libertario y dar ejemplo con ello. Su “delito” fue haber fundado la Escuela Moderna, en la que se impartía un método de enseñanza renovador, libre de adoctrinamiento y competitividad, en la que la libertad era considerada la base de toda educación y que pronto se ganó el desprecio del estado y de la Iglesia.

Estos son solo tres ejemplos de la incesante búsqueda de chivos expiatorios por parte del poder para justificar sus acusaciones sobre el anarquismo y mostrarlo a la opinión pública como un grupo de locos sin ideales y con ganas de sembrar el terror.

Pero lejos de toda esta serie de interminables calumnias injustificadas en contra de los ideales y la práctica del anarquismo, éste siempre se ha mantenido al margen de todo y ha tratado dentro  de lo posible desmitificar las falsas acusaciones que históricamente han sido difundidas en su contra, utilizando simplemente la fidelidad a la verdad que siempre le ha caracterizado.

Al respecto, el anarquismo basa toda su razón de ser en la realización de la libertad plena del individuo para que pueda desarrollar toda su capacidad y autonomía. Como tal,  no quiere decir ni mucho menos que cada cuál haga lo que le dé la gana, idea falsamente difundida también  entre la sociedad. El anarquismo es asociación entre individuos iguales, organizados en asambleas donde se deciden acuerdos mutuos y coherentes encaminados a crear una sociedad estable, libre e igualitaria, que nada tiene que ver tampoco con crear una sociedad perfecta.

El anarquismo se declara antiautoritario porque considera que toda forma de autoridad se basa en la anulación y el dominio de una voluntad sobre otra que es obligada a obedecer. Así, toda forma de dominación tiende a la explotación y al esclavismo, y por tanto es degradante e inmoral. Todas las formas de poder, llámense gobiernos, municipios o partidos políticos son formas de autoridad y dominación que sin embargo ofrecen una cara falsa de libertad por el ejercicio de la representación disfrazada últimamente con la careta de la democracia. Como sistemas de jerarquías impuestos por la fuerza en el pasado, no dejan  de ser más que obstáculos que impiden la realización de toda libertad tanto individual como colectiva.

En el nivel más práctico, la sociedad anarquista es sinónimo de igualdad económica y social. Los medios de producción al servicio del capitalismo, que es el sistema actual, suponen la apropiación de los mismos por parte de un puñado de personas en detrimento de la mayoría. Así, la igualdad plena solo se puede obtener por la liberación de los medios productivos puestos al servicio del pueblo, es decir, comunes. La solidaridad es la clave para hacer efectiva la cooperación entre los trabajadores y sus necesidades. El trabajo deja de ser esclavo y la jornada es reducida al mínimo.

En cuanto a otros ámbitos como la educación, lejos de ser un método de adoctrinamiento y preparación para la vida futura empresarial, se basa en el libre pensamiento, el desarrollo de conocimientos, y la elección libre de enseñanza. El ocio es considerado una parte muy importante para las personas, que buscan el placer mediante el juego o la creación artística, sin caer en el vicio. Las religiones tradicionales como formas de culto (al igual que las modernas) se hacen innecesarias. El planeta y los animales son vistos como algo que hay que proteger y cuidar, por tanto se rechaza cualquier razonamiento antropocéntrico como una forma más de dominación.

Con todo, y a pesar de que los principios básicos que propugna esta ideología se mantienen vigentes y son válidos para su aplicación en cualquier contexto histórico es posible que sea  necesaria una reformulación del anarquismo en relación al contexto actual en el que nos encontramos. Nuevas corrientes del ecologismo profundo o del anarcoprimitivismo advierten que las causas del problema son mucho más complejas de lo que nos imaginamos, que el modo de vida actual repercute directamente en el impacto del hombre en el planeta y en su escala de valores y que solo escarbando en la raíz podremos hallar los orígenes de nuestro comportamiento destructivo. En cualquier caso, a los hechos nos remitimos: la sociedad actual, desbordada por el sistema capitalista, la centralización, la urbanización, el imparable crecimiento demográfico, la masificación, la degradación de lo social y el infantilismo del avance tecnológico es por entero incompatible con el ejercicio de la libertad y la autonomía de los individuos.

4 de diciembre de 2012

Falacias del militarismo

Los primeros estados trajeron consigo la nefasta consolidación de los ejércitos permanentes y con ello la necesidad de estar preparados siempre para cualquier conflicto bélico eventual. Tanto es así que hoy nos encontramos ante la paradoja de que mucha gente que afirma estar en contra de las guerras, defiende el mantenimiento de los ejércitos como algo necesario, cayendo en una contradicción de términos. En primer lugar conviene recordar que todos los ejércitos fueron constituidos por los estados sin el consentimiento mayoritario de la población y que sus posibles funciones futuras no solo se dirigen a defender a la propia nación de ataques de otras naciones, sino sobre todo a sofocar cualquier tipo de revuelta interior por parte de una descontenta población por la política del gobierno, o dicho de otro modo, defender el poder establecido y por el cual se mantiene el statu quo en contra de cualquier intento revolucionario que amenace su disolución.

Es importante recalcar que no es concebible un mundo sin guerras mientras sigan existiendo y se mantengan los ejércitos. Tal vez suene utópico pensar en un mundo sin ejércitos pero es necesario comprender que para que existan guerras tienen que existir los ejércitos y no al revés, porque de hecho la experiencia nos demuestra que siempre ha sido así. Las causas de las guerras son el mantenimiento y proliferación de los ejércitos y el consentimiento de los ciudadanos para con los mismos. Por tanto, mientras sigamos pagando con nuestros impuestos todos los gastos militares, las guerras seguirán siendo una realidad, que si bien no será una constante en todos los lugares del globo, siempre estará presente en forma de amenaza explotada por los países más poderosos. Esta amenaza intencionada genera la desconfianza mutua entre países, los cuales realizan continuos esfuerzos para superar en armamento al resto, entrando así en una competición absurda e intimidando de esta forma a aquellos países que puedan tener presuntas pretensiones de ataque.

A menudo se nos suele decir que los ejércitos existen para velar por nuestra seguridad, por mantener el orden y la cohesión social y como tal su mantenimiento es esencial para la vida en sociedad. Pero en realidad, la manutención de los ejércitos supone siempre un detrimento importante de otras necesidades que sí son vitales y tradicionales como la educación (por supuesto no el método de adoctrinamiento actual), la sanidad o el ocio. Ya que todo funciona con dinero y este está siempre limitado, todo lo que se invierta en gastos militares, es decir gastos para entrenar a personas a matar o para fabricar armas, será sustraído de todo aquello que sirve para cosas que contribuyan al progreso moral de los ciudadanos y por tanto éste siempre se verá mermado y obstaculizado mientras se invierta tanto dinero en gastos militares. Si los gobiernos estuvieran interesados en el progreso moral de sus naciones, lo coherente es que tendieran al desarme y la eliminación progresiva de los ejércitos, pero es evidente que si no lo hacen es por motivos obvios. Esto nos debe dar una pista de cuál es la verdadera naturaleza de aquéllos que argumentan que los ejércitos son esenciales en nuestras vidas.

Pero debemos ser justos recordando que hace ya unos cuantos años se consiguió la supresión del servicio militar obligatorio, que más que un logro supuso una concesión por parte del estado que respondía a fines prácticos. Es razonable admitir que este cambio supuso un avance en cuestión de libertades, pero a la vez es importante captar la doble moral que esconde este hecho, ya que si bien los llamados estados “democráticos” lo aprovecharon para apuntarse un tanto en materia de libertades, también lo hicieron para hacer de ello algo meramente circunstancial, ya que la cuestión principal, la del mantenimiento del ejército, seguía vivía, solo que en vez de obligatoria era voluntaria. Además, descartado el carácter obligatorio, el movimiento por la insumisión ya no tendría razón de ser, con lo que se conseguía eliminar si no del todo, sí una buena parte de la lucha antimilitarista postergando a la otra hacia el inevitable descenso, como efectivamente ha ocurrido. Sin importar el hecho de la obligatoriedad o el voluntarismo para el alistamiento en el ejército, la lucha antimilitarista debe retomarse como una parte fundamental de todo progreso moral.

En la actualidad, el concepto militarista se ha visto en la necesidad de potenciar su justificación por parte de los estados más poderosos. Mediante grandes falacias extienden entre la gente el necesario fortalecimiento de todo lo militar en defensa de un supuesto enemigo que casi siempre es inventado para difundir el miedo, y en consecuencia avivar el apoyo incondicional para el mantenimiento de los gastos militares. El mejor ejemplo lo constituye sin duda el de los EEUU. La trayectoria de esta tendencia en el último siglo es evidente: los primeros enemigos fueron los alemanes en las dos grandes guerras mundiales, posteriormente los rusos en la Guerra Fría, y por último los terroristas islámicos en la década de los 90. Hoy por hoy, estas invenciones tienen tan poco fundamento que incluso muchos estadounidenses se muestran escépticos. Si bien el miedo es uno de los motivos principales, el militarismo influyente recurre a toda clase de tácticas viables para su perpetuación. Esto nos hace pensar que independientemente de los motivos reales, ya sean petróleo, oro, coltán o diamantes, por los que algunos estados nos llevan a la guerra irremisiblemente, y los cuáles no son del interés de esta reflexión, existe un evidente interés por parte de muchos estados de mantener el espíritu militarista siempre vivo entre la población, que es la consecuencia directa del sentimiento nacionalista y del exclusivismo xenófobo. He aquí una de las grandes falacias del estado del bienestar que continuamente nos habla de paz entre los estados cuando en realidad nos siguen preparando para la guerra.

Pero no debemos sorprendernos, pues la guerra ha sido desde hace tiempo una las actividades más provechosas para aumentar el poder potencial y real de las naciones, además de un suculento negocio para la industria armamentística. Las dos grandes guerras del siglo XX lo fueron. ¿Por qué se ha llegado a esto? ¿Cuáles son los verdaderos propósitos de la maquinaria militar? Históricamente, la guerra  ha formado parte integral de la civilización y como tal ha sido elevada por los poderes soberanos no solo como un mal necesario, sino en algunas ocasiones hasta natural, argumentando a su favor que la guerra no era más que un remanente de la lucha por la existencia que se da en el reino natural. Sin embargo, estas ideas absurdas no quisieron ver lo que realmente representaba la lucha por la supervivencia de los animales: un mal necesario lleno de violencia, pero desprovisto del grado de belicosidad y odio que conllevan la esencia de las guerras entre los seres humanos. Comparar éstas formas de lucha para justificar cualquier demostración de fuerza no es más que una forma absurda de irracionalidad, pues mientras que la lucha entre presas y depredadores son rasgos biológicos, la guerra no es más que una nefasta invención cultural.

En tiempos de supuesta paz, o mejor decir, de ausencia bélica temporal en una parte del globo, no se debería nunca bajar la guardia, pues la actividad de los ejércitos es continua. Es en estos períodos cuando los estados aprovechan para modernizar y hacer más sofisticado todo lo relacionado con la tecnología militar y el armamento, lo que aumenta el riesgo de las consecuencias de las guerras futuras. Recordemos que los grandes acontecimientos bélicos del siglo XX estuvieron precedidos por largos períodos de grandes inversiones en armamento. La competitividad entre los estados para aumentar desenfrenadamente su poderío militar no hace más que continuar de forma absurda la tendencia del pasado, incluso aunque se tuviera la certeza de que ya no existieran amenazas reales de conflictos, pero sobre todo contribuye en gran medida al aumento considerable de la industria armamentística, que obtiene con ello pingües beneficios. En la actualidad, el avance tecnológico y científico, que paradójicamente siempre han estado al servicio de todo avance militar, multiplican por mil el riesgo y el desarrollo en materia nuclear entre las naciones más poderosas, y nos advierten de alguna forma que el día que llegara la tercera guerra mundial, toda la destrucción que produjeron las dos primeras nos sabría a poco.

Pero además, los gastos militares de muchos de los gobiernos suelen ser utilizados para otro tipo de negocio relacionado con el tráfico internacional de armamento y que como no, reporta enormes sumas de dinero a las multinacionales de las armas. El objetivo es en muchas ocasiones países en guerra que necesitan grandes cantidades de armas o que sin estarlo permanecen en tensión prebélica continua. Con esto y nuevamente sin nuestro consentimiento muchas veces se nos hace partícipes sin saberlo de una guerra que se libra a miles de kilómetros y con la que no tenemos nada que ver. Pero el ocultismo que existe alrededor de este asunto, la falta de transparencia y los numerosos intermediarios que sacan tajada del botín, hace que la mayoría de las veces nunca se sepa con claridad dónde ha ido a parar exactamente el contingente de armas. Aún así, es sabido que existen numerosas denuncias por parte de diversas ONGs sobre este problema y que atestiguan la realidad del mismo. Países como República Democrática del Congo, Uganda, Ruanda, Afganistán, Irak o Pakistán son varios de los objetivos.

De lo anterior podemos inferir que el tráfico de armas supuestamente legal es en muchas ocasiones más dañino que el ilegal, pues aquél siempre tendrá más capacidad para burlar los ineficaces y blandos tratados internacionales. No obstante, no es nuestro objetivo hablar de las diferencias que existen entre uno y otro tráfico -de ese tipo de falacias interesadas ya se encargan los propios gobiernos de cada país- pues al final cualquiera sirve para lo mismo, en mayor o menor grado. Lo que pretendemos con esto es cuestionar el uso de las armas como tal y por extensión de todo lo militar.

Otra falacia más es la que tiene que ver con el uso del lenguaje para mostrar a los medios una cara distinta de lo que se supone que es el ejército: en las últimas décadas los militares se han atribuido nuevas funciones como las que nos hablan de ayudas humanitarias, o misiones en nombre de la paz. Por supuesto, esto solo tiene el objetivo de hacer más humanitario todo lo militar y obtener el beneplácito de la ciudadanía. Así, el ejército ya no tiene esa función tradicional de ser un cuerpo de chalaos preparados para el combate, sino que son personas honestas y solidarias que acuden en ayuda de desplazados o refugiados. Como tales, estas mentiras en forma de eufemismos son parte de la nueva careta que quiere mostrar el militarismo, que en ausencia de guerra interna busca la acción exterior para justificar de alguna forma el mantenimiento del mismo y darle mayor credibilidad. El lenguaje utilizado sobre todo por los medios oficiales en televisión y prensa, en este sentido juega un rol fundamental, ya que permite disfrazar de alguna forma agradable lo que pudiera suponer un rechazo general. Entonces así, las invasiones en toda regla son intervenciones militares, los muertos civiles son daños colaterales, mientras que las guerras sin razón aparente son guerras preventivas.

Hemos tratado de desentrañar la incongruencia que implica el consentimiento de lo militar en una sociedad que no desea que haya más guerras, además de esclarecer algunas de las falacias de las que se sirven los gobiernos para justificar todo el poderío de sus ejércitos. El militarismo como tal es una forma muy sutil de institucionalizar la violencia y hacerla legítima, pero en realidad solo sirve para perpetuar los estados y su voluntad eterna de poder. Vivimos en un mundo que se sustenta gracias a la violencia, tanto física como psíquica, y esta es una de las mayores lacras que arrastra el ser humano. No debemos autoengañarnos: si se desea vivir en un mundo donde de verdad reine la paz debemos decir no a todo avance y mantenimiento militar, como una de las formas de violencia más destructiva que existen, de la misma forma que debemos rechazar todo acto de dominación hacia las diferentes formas de vida.


23 de noviembre de 2012

El ecologismo usurpado

En sus relaciones con la Naturaleza, se puede afirmar con certeza que el ser humano civilizado ha roto prácticamente toda oportunidad de volver a participar del equilibrio natural que un día gozó. Con este modo de vida de crecimiento y desarrollo ilimitado, ha creado un distanciamiento tal con el medio natural, que es más que probable que éste sea ya irreversible. Y es que pretender esquilmar la Naturaleza como si de un pozo sin fondo se tratara sin pensar que ésta sufrirá ninguna alteración es una idea cuando menos estúpida. Sin embargo, todas las acciones tienen por lo común una raíz, y estas no son menos. La inevitable crisis ecológica no es más que una consecuencia directa de la crisis de las conciencias.

Alertados por el posible desastre, hace unas décadas, el ecologismo acudió como una vía de apoyo en lo que pretendía ser la panacea para todos los problemas ecológicos. Pero no se podía esperar gran cosa cuando éste fue pautado por los estados y las multinacionales. Lejos de admitir que la raíz del problema estaba en el sistema de valores y en el modo de vida impuesto, se difundió la idea de que lo principal era cambiar los métodos, haciéndolos más saludables, contaminando menos y buscando fuentes alternativas de energía. En definitiva, hacer un mundo sostenible sin cambiar los pilares que han llevado irreparablemente a esta situación. No se mencionaba por ningún lado los problemas de la sobrepoblación, las inmensas desigualdades sociales, la repercusión tecnológica, el pésimo reparto de los recursos, la ganadería industrial, el desequilibrio natural o la aniquilación de miles de especies. Y por supuesto menos sobre los problemas de la economía del crecimiento, el control social y la alienación de las masas, la distorsión de los valores morales, el adoctrinamiento educativo, etc.etc. Es decir, el objetivo principal era básicamente seguir creciendo económicamente pero de una forma más limpia. Pero, ¿de qué sirve tener un mundo exterior limpio si por dentro estamos contaminados hasta la médula? ¿Qué sentido tiene mejorar las condiciones ambientales para unos cuantos, mientras la mayoría de las personas sigue condenada a la miseria y al hambre? El ecologismo debe de ser un puente de retorno del ser humano en sus relaciones con la Naturaleza y las distintas formas de vida o no será siempre más que una falacia al servicio de los estados y de su idea enfermiza de desarrollo infinito.

Pese a las buenas intenciones que pudieran surgir en ciertos sectores del movimiento ecologista con vistas a poner remedios a la catástrofe alcanzada, al ponerse el grueso de éste al servicio del sistema, es absorbido por intereses ajenos que lejos de comprender la dimensión real del problema, lo convierten en una oportunidad de negocio más, una forma de crear ideas innovadoras para difundir una imagen renovadora pero a la vez conservadora, que respete a su vez los preceptos meramente reformistas y burocráticos. La moda verde se ha extendido entre el mundo corporativo y es aprovechada como filón para multiplicar los beneficios, sin que hayan comprendido que la protección del medio-ambiente es totalmente incompatible con el modo de vida que nos han impuesto. Por otra parte, el recurso de acudir a la técnica y a la ciencia como forma de ayuda que logre resolver todos los problemas es tan necio como ineficaz, pues ignora el hecho de que es precisamente el desmedido uso de éstas lo que ha llevado a la crisis de las conciencias y por ende, a la crisis ecológica. Pero lo peor no es eso: el mundo hipertecnologizado del que solo se aprovecha una mínima parte de la población mundial está desaprovechando energía y recursos que bien podrían paliar una buena parte de la miseria, el hambre y las guerras provocadas por el exceso de consumo.

La crisis de la energía fósil es otra cara más de la moneda. Pero si lo llaman crisis es por su posible agotamiento, más que por el despilfarro que provoca y las formas de vida que extermina a su paso. Estas formas de energía, que suponían una auténtica mina de oro para las empresas, debido a su fácil obtención y transporte, su bajo coste y su aparente inagotabilidad, fue una forma fácil de hacer beneficios en poco tiempo, sin importar para nada el daño que pudiera causar. La presunta escasez del petróleo, que podía haber servido para empezar a plantearse otras fuentes de energía más limpias y sostenibles, no solo supuso un impedimento sino que fue un regalo para multiplicar los beneficios. Así, descubiertas ya muchas alternativas, el objetivo de las grandes multinacionales de la energía era impedir su estudio y comercialización. Como siempre, el beneficio manda sobre cualquier cosa. Aún así, petróleo queda para un rato, aunque éste será cada vez más difícil de extraer, pues se encuentra en lugares muy profundos bajo el mar. El daño al planeta será mayor y los precios seguirán subiendo. Y por si fuera poco el imparable ascenso poblacional no hará otra cosa que aumentar la demanda: más personas, más tecnología, más energía, más contaminación, más agotamiento de los recursos. Es una cadena lógica.

Ante este panorama, el ecologismo de estado no sirve más que para poner algún que otro parche mientras que los problemas de fondo son desestimados. Nuevamente, el sistema se encarga de engullir cualquier movimiento que cuestiona sus métodos y lo moldea a su imagen y semejanza para convertirlo en otra oportunidad de crecimiento. Así, surgen las grandes multinacionales del ecologismo, bancos de socios que son controlados íntegramente por los propios estados, estableciendo las normas a seguir siempre en la misma dirección que las normas del mercado. Realmente este es el ecologismo de bandera.

Uno de los preceptos interesadamente difundidos es el del conservacionismo de especies, lo que podríamos entender como una forma un tanto egoísta de conservar la Naturaleza para poder seguir explotándola. Este precepto se ocupa solo de las especies en su sentido abstracto, pero no de los individuos, algo del todo incongruente. Pero debemos incluso matizar que se preocupa exclusivamente de las especies en peligro de extinción y solamente por este hecho. En este sentido, esta mentalidad supuestamente ecologista es claramente antropocéntrica, pues solo se preocupa de la conservación de ciertas partes del planeta pensando exclusivamente en el futuro del progreso humano, salvo el caso de las especies protegidas. Así, incomprensiblemente no rechaza la caza selectiva de otras especies consideradas “invasoras”, ni la que se practicada por deporte de las especies animales, por ejemplo.

En otra cuestión que no tiene mucho que ver pero que también dice mucho del falso ecologismo, uno de los principales problemas que afectan al medioambiente -sino el que más- y que aquél ha olvidado por completo es el de la ganadería industrial. El crecimiento imparable desde la Segunda Guerra Mundial del consumo de carne en todo el mundo motivó el aumento de la producción a escalas descomunales y el empeoramiento de las condiciones  provocó el consecuente desastre ecológico. Solo la ganadería industrial produce más dióxido de carbono que todos los transportes juntos. Además, produce gran cantidad de gases igual o más contaminantes como el metano de los animales o el ácido nitroso asociados con el calentamiento global y la disminución del ozono. Por otra parte, contribuye a su vez a la degradación del suelo, y la contaminación de las aguas subterráneas, ríos y mares. Finalmente, la ganadería industrial desaprovecha una inmensidad de los recursos del planeta en forma de grano y agua que bien podrían alimentar a una gran parte de la población mundial en riesgo de hambre. Y por si no fuera poco, las previsiones según la FAO no son nada halagüeñas, pues se prevé que el consumo de carne siga in crescendo. La conclusión que podemos extraer de esto es que son demasiados los intereses que explican el porqué el ecologismo no ha abordado ya este problema real con soluciones reales.

Con todo lo dicho, una visión diferente del verdadero ecologismo -practicada ya por grupos minoritarios- sería aquella que rechazara en primer lugar cualquier disposición tendente a ser absorbida y en consecuencia controlada por los estados, que no son más que un obstáculo permanente para redefinir el camino que debe seguir la protección del medioambiente y sus formas de vida. En segundo lugar, se haría necesario establecer los lazos de unión de la defensa de la ecología con los aspectos sociales y demográficos, además de replantear como medida indispensable los principios éticos universales asociados a la ecología, no como ciencia, sino como elemento clave que permita avanzar en la transformación social y como puente hacia la esencia de lo natural, de lo humano.  En tercer lugar, debemos recordar con insistencia que la llamada crisis ecológica es una consecuencia directa de los valores que rigen nuestras conciencias, y que si no tratamos de modificar éstos antes que nada, todas las prioridades que se quieran establecer para hacer un mundo más limpio serán absorbidas una vez más por los mismos vicios del sistema.

10 de noviembre de 2012

La borrachera tecnológica

Otro de los dogmas que se han impuesto en la sociedad de masas sin que nadie se haya dado cuenta es el que se refiere a la necesidad primaria de todo avance tecnológico. Tan joven como la idea del progreso, al cual está estrechamente ligado, el avance tecnológico surgió de forma explosiva y paralela a la Revolución Industrial, y con el tiempo ha ido adquiriendo un inmenso poder. Es conocido el dicho de que la tecnología sirvió y sirve aún para hacernos la vida más cómoda, con la inclusión de supuestas ventajas en las tareas más básicas. Sin embargo y a la vez, también sirve para inventar una infinidad de nuevas necesidades que paradójicamente eran innecesarias antes de su propia invención. En la actualidad, el dicho se ha convertido en una devoción, y aún se vanaglorian todas las ventajas que supuestamente acumula, pero pocas son las veces que se mencionan las consecuencias, no tanto a nivel individual, sino sobre todo a nivel social. En esta crítica no nos centraremos en el problema de la adicción tecnológica de individuos concretos, sino la que afecta al conjunto de la sociedad, a lo que llamaremos tecnofilia social.

Desde la máquina hasta la robótica, pasando por la automatización o la informática, cualquier forma de técnología crea una atracción irresistible e irreversible en la necesidad de inventar primero e innovar después. La explosión industrial trajo consigo la invención de innumerables nuevas máquinas y aparatos que en principio tenían una utilidad práctica más que otra cosa. Otros inventos -no sabemos si inventados con un fin en sí mismos-, además tienen la cualidad de crear fatales relaciones de dependencia y restringir libertades en los individuos. No es lo mismo un frigorífico que una televisión; una lavadora que una videoconsola. En estos ejemplos encontramos evidentes diferencias entre ellos, pero todos comparten una característica común, la de que a medida que se innova, se hacen cada vez más complejos, accesibles solo para las mentes más preparadas y capaces. Una de las diferencias más notables es el grado de dependencia que resulta en cada uno de ellos. Así, la tecnología del entretenimiento experimenta los mayores grados de dependencia y por tanto mayor pérdida de libertad. Este grado de adicción que esconde esta industria es tan potencial como peligroso y además constituye un instrumento inequívoco de control social.

Inventadas ya miles de máquinas y aparatos, el avance tecnológico se centra primordialmente en la innovación, es decir, en el perfeccionamiento del aparato en cuestión para su mayor sofisticación. Pero la innovación es un recorrido que no tiene fin. Con la puesta en marcha de una nueva idea innovadora que supuestamente cubre una necesidad más en un producto ya inventado, se crean diez o más añadidas, lo que hace crecer el sistema de forma geométrica, y siempre manteniendo un poder de atracción y tentación sin igual entre los consumidores que constituyen la meta final en el proceso.

El ejemplo más claro de complejidad técnica es el de la informática, ya que si bien es ideada en un principio para simplificar las posibilidades en todos los ámbitos, a la vez crea un mundo virtual controlado por los números y cada vez más indescifrable para la mayoría. Así, consigue que solo unos pocos sean quienes la comprendan en su totalidad y sean a la vez quienes la manejen a su antojo. Esta herramienta también permite al sistema un mayor control de los individuos, ya que hoy en día los datos de cualquier persona pueden estar almacenados en cualquier ordenador. Enfocada en un primer momento para el trabajo militar, institucional y corporativo, es relanzada posteriormente para el uso doméstico, en el que definitivamente desarrolla todo su potencial.

En un libro titulado “La religión de la tecnología”, escrito por David F. Noble, se hace una más que acertada comparación de la nueva religión en la que ha derivado la tecnología con los cultos más propios del pasado, hasta el punto de que ésta supera ya sin duda cualquier dogma de fé de las formas tradicionales. Lo que parecía haberse superado tan solo era una burda transformación. El ser humano efectivamente tropieza dos veces con la misma piedra como se , pues tras la emancipación religiosa tradicional se sumerge de nuevo en otra forma de culto más, el del progreso tecnológico, más dañino si cabe que las religiones tradicionales, pues en este no hay casi ya posibilidad no solo de elegir una vida fuera de ella, sino de su propio cuestionamiento. Así, con el siguiente ejemplo ilustramos lo que queremos decir: “Un niño que se encuentra en una tienda repleta de chucherías ha perdido a su madre; en efecto, el ser humano es ese niño y la tienda es la tecnología: éste, al igual que el niño, no tiene a nadie que le diga cuándo debe parar”. Tal es la desmesura de la tecnología actual, la cual dista mucho de aquella concepción moderada con la que la juzgaban en la sociedad de la Grecia clásica. La tecnología actual deja de ser medio para convertirse en objeto en sí misma, y así, ha desbordado el cauce por el que fluía lentamente, amenazando con crear un mundo totalmente artificial donde las múltiples posibilidades ya nadie puede vaticinar.

Pero debemos hacer énfasis en un asunto crucial: el abuso dogmático de la técnica deja una huella de dimensiones cósmicas sin parangón alguno, que a menudo los tecnófilos más acérrimos no quieren ver y hacen como si fuera irrelevante. Pero no lo es, pues las consecuencias son catastróficas, no solo por el expolio del medio natural, sino también y sobre todo por el ocaso gradual en el plano espiritual, fabricando individuos automatizados y dependientes, que sin ser obligados a llevar un modo de vida ligado a las máquinas, hace inviable cualquier alternativa libre de ellas. Dado su carácter incuestionable de su posición no neutral y excluyente, la técnica ha permitido al poder, esquilmar el medio natural para su “necesario avance” justificando una vez más el fin por los medios. Poco importaba el daño natural hacia miles de formas de vida de las diferentes especies, tanto vegetales como animales, (incluso humanas), así como la contaminación del aire, mares o ríos. Pero como ya hemos dicho, el daño más mortífero se lo ha llevado nuestras conciencias, conectadas a la inexorable noción de que la alta tecnología es el bien supremo, la solución a todos nuestros problemas -un mito que siglo y medio después no solo ha solucionado los problemas sino que los incrementa a pasos agigantados-, pero incapaces de ver su carácter dogmático, su tendencia a rechazar cualquier examen crítico, ni de adivinar sus consecuencias futuras. Nada. Solo la devoción más infantil, la veneración más religiosa. Tal es el tamaño de su poder.

El futuro tecnocrático ya está en marcha y hablando en términos religiosos, “salvo milagro”, no hay nada que lo pueda parar. Los intentos vanos que algunos intelectuales demuestran diciendo que es una cuestión de uso, y que una futura sociedad libre del sistema capitalista y de sus vicios debe seguir avanzando tecnológicamente -sin percatarse de que una cosa y otra son inseparables-, son tan solo formas de autoengaño. Pero mientras todo esto ocurra, y mientras estemos a tiempo, desde este espacio queremos hacer honor al movimiento luddita, cuando se cumplen dos siglos de su revolución y hacer así una pequeña contribución para desmontar el mito. Autores poco leídos como Lewis Mumford, Marcuse, Ellul, Kaczynski, David F. Noble o John Zerzan ya lo han advertido de forma muy elocuente: la tecnología como forma de dominación, siempre al servicio del poder, nos aleja cada vez más de la naturaleza, hasta tal extremo que el hombre moderno ya no sería capaz de reconocerse en el medio natural. Cientos de miles de años de adaptación al entorno que le dio la vida y que le vio crecer han sido tirados por la borda en un corto período de tiempo por la invasión tecnológica.

Como nota final queremos añadir algo: el hecho de criticar la informática o la tecnología en su conjunto no implica necesariamente no poder usarla y hacerlo no es ninguna incoherencia. Uno nace y es educado -o adoctrinado- dentro de un modo de vida con el que puede comulgar o no, y precisamente por el carácter omnipresente de la tecnología, la elaboración de análisis enfocados a cuestionar el propio modo de vida conlleva en ocasiones su irremediable uso.

30 de octubre de 2012

Destapando la publicidad

La era global ha encontrado en la publicidad el método perfecto de persuasión. Constituye a su vez una prueba palpable a la hora de definir los entresijos que se cuecen dentro del propio sistema. Al fin y al cabo, ésta no es más que una extensión del mismo, un pilar básico para su desarrollo. Se podría decir que es la mejor herramienta que utilizan las empresas y las grandes marcas para competir entre ellas. Aquella que más invierta en publicidad será la que más lejos llegue, la que más venda. El problema se agudiza porque además no es una competición limpia, pues en la publicidad todo vale. Y a pesar de estar de alguna forma bajo la tutela de una reglamentación, ésta debe de ser tan blanda como ineficaz. Como norma general, el que más consiga convencer, influir, persuadir, mentir, cautivar o manipular es el que más beneficios obtendrá, que es de lo que se trata básicamente. Por cierto que en esta competición se permiten las trampas. Cuando entra en juego el dinero, cualquier cosa está permitida.

Desde el punto de vista más objetivo, que es el que solemos tratar en este espacio, podríamos entender la publicidad como un método de persuasión interesada cuyo fin es únicamente comercial y económico. Es decir, mediante técnicas diversas, la publicidad busca formas de aumentar el consumo de un producto o un servicio, incrementando de manera directa la competitividad entre las empresas. Aunque en un principio la publicidad se desarrolla en el ámbito económico, es cierto que muchas de las técnicas que ésta utiliza son puestas en práctica en otros ámbitos, como el político, el religioso o el cultural, y si bien a esto se le ha llamado propaganda, el fin en sí es el mismo, pues lo que se busca siempre es crear una gran influencia para crecer. Incluso a nivel individual las técnicas de publicidad también se han expandido con éxito: publicidad para buscar trabajo, para darse a conocer, hacer amistades nuevas, etc.. La publicidad se ha hecho omnipresente no sólo en el terreno comercial, sino en todos los ámbitos de la vida. Lo que empezó como una forma de dar a conocer un producto, se ha convertido en una herramienta de magnitudes gigantescas que pretende abarcarlo todo. Hoy ya no solo se trata de subir las ventas, la publicidad en su conjunto contribuye en gran medida a mantener el ritmo de consumo a un nivel óptimo creando nuevas necesidades donde antes no existían, dando prioridad siempre a la novedad, fomentando la cultura del “comprar y tirar”, distrayendo al público con el bombardeo permanente de anuncios allá donde se encuentre para saturarlo y abstraerlo de la realidad, creando nuevas tendencias, modas absurdas y formas de vida triviales y materialistas.

En las últimas décadas la publicidad ha sido perfeccionada gracias al dichoso invento del marketing. La producción a escalas globales requería el estudio pormenorizado del comportamiento de los consumidores y de las empresas en vistas a conseguir mejores resultados. Los expertos en marketing, especialistas con carrera, se devanan los sesos a diario para indagar qué se esconde dentro del subconsciente humano, el lugar en donde se almacenarán todos los mensajes que éstos elaboran con precisión milimétrica.

La evolución que ha experimentado la publicidad ha desembocado en la idea de que lo importante a transmitir ya no es el producto que se desea vender, sino la marca asociada al mismo, como bien argumentó Naomi Klein en su ensayo analítico No Logo, el poder de las marcas. Otras críticas más concienzudas vienen a decir que la publicidad alcanza el más alto grado de perfección con la introducción del storytelling o “el arte de contar historias”, asociadas al mismo producto, que buscan transmitir en el sujeto receptor un mundo ficticio para que éste comparta un vínculo emocional con las marcas. Encargados de diseñar anuncios cada vez más sofisticados y acordes con el contexto actual, los creadores del storytelling desarrollan técnicas mucho más sutiles contando relatos que enganchan y seducen al receptor como si fueran una película de cine. Técnicas que van desde crear estados supuestos de felicidad, experiencias inolvidables, sucesos ocurridos en la niñez o en la adolescencia, contrastes de valores como el bien y el mal, verdad y mentira, éxito y fracaso, etc. Pero en realidad no son más que las mismas técnicas de engaño, exageración y repetición de hace cinco o seis décadas, solo que más sutiles, más perfeccionadas.

A pesar de toda esta reflexiva exposición, la crítica profunda que hay que achacar a la publicidad como forma de comunicación no es tanto las artimañas que utiliza, sino el hecho mismo de que tenga que existir. Este hecho no es más que un síntoma del grado de estupidez al que han llegado las relaciones económicas y sociales entre las personas, lo absurdo de un mundo que compite entre sí como si esta fuera su única meta, en vez de promover la solidaridad entre sus miembros; un mundo que se empeña en engañarse a sí mismo una y otra vez. La publicidad no es otra cosa que el arte de crear influencia parcial e interesada para anular y modificar la conciencia de las personas. Pero este pequeño análisis nos conduce a pensar que en el fondo la publicidad no es más que una consecuencia lógica del sistema social que hemos creado. Un método que evoluciona de técnicas antiguas pero que ha alcanzado su clímax con la expansión demográfica y el desarrollo de las nuevas relaciones en el ámbito de lo social y lo económico.

Quizás no sea tanto la publicidad lo que haya que cuestionar, sino que como todo, se hace imperante indagar en las causas que tienden a fomentar este tipo de relaciones nocivas para la esencia de todo lo humano. Pero a la vez se hace necesario su análisis objetivo, libre de cualquier posicionamiento interesado, para poder captar las señales, que son las que nos advierten de que algo se está perdiendo.

22 de octubre de 2012

Fútbol: el nuevo opio del pueblo

El extremo al que ha llegado el deporte del fútbol es el de gran negocio y fenómeno de masas. Llamado popularmente el deporte rey, el fútbol eclipsa en los medios al resto de deportes, a los grandes acontecimientos políticos y sociales o a cualquier espectáculo artístico y cultural. En definitiva, el fútbol eclipsa la realidad. Una final de un mundial puede llegar a parar una ciudad, un país, un continente, y hasta al planeta entero, algo que no había hecho jamás ninguna religión. En la era de la comunicación global, el fútbol invade todos los medios de comunicación: radio, prensa, televisión e internet, y eso quiere decir que cualquier persona en cualquier lugar del mundo puede ser engullida por este gigante de los fenómenos de masas. Y lo verdaderamente extraordinario del fútbol es que todo esto lo ha conseguido tan solo en un siglo de vida.

Una de las características principales que presenta este gran fenómeno de masa, convertido además en la actualidad en una forma de control social, es la alienación de los individuos que son arrastrados por él. Al ser el deporte rey y una de las mayores atracciones, crea un ambiente de ideotización general que consigue anular la capacidad de juicio y discernimiento en la mente de muchas personas. Consigue con gran efecto que uno se vuelva un forofo, dejándose llevar por un equipo, sus colores, sus banderas, y alcanza una pasión comparable a la adhesión que practican los bandos enfrentados en una guerra. Este grado de fanatismo deriva en nacionalismo cuando a quien se defiende es a la patria o nación, propios cada dos años con la llegada de los mundiales, eurocopas y demás. En los peores casos el fanatismo más extremo declina en violencia, mediante rivalidades entre equipos, que en muchas ocasiones deja heridos e incluso  muertos. Bien se podría decir que estos son casos concretos o puntuales que no se pueden generalizar y podría ser cierto, pero en realidad no es esto lo más grave y peligroso del fútbol.

Dentro del conjunto de antivalores que promueve este fenómeno de masas entre los individuos que lo siguen en mayor o menor grado es la idea supuesta de libertad que da el hecho de estar adherido a él. Cuando gana el equipo de uno, cualquiera puede montar ruido en la calle, puede pitar, tirar cohetes, gritar, bañarse en una fuente o hacer lo que le venga en gana, porque es fútbol y por tanto todo vale. Quien quiera abstenerse del jolgorio generalizado simplemente no puede hacerlo. El ambiente de borreguismo e histeria colectiva que se percibe en las calles antes, durante y después de un partido importante es una de las muestras de brutalidad que aún persiste en la genética de tantos seres humanos, comparable a las hordas de ejércitos bárbaros que antaño marchaban a la guerra. Esta muestra se hace mucho más intensa en el interior de los estadios, en los que en comparación, el circo romano no queda muy lejos. La gente que acude a ver a su equipo aprovecha las casi dos horas que dura el evento para descargar toda su rabia. Igualmente, aquí vale todo, desde toda clase de descalificaciones a los miembros del equipo contrario, hasta los insultos más graves a los árbitros. Nadie dice nada y nadie se escandaliza. Todos pueden participar. El deporte por el puro espectáculo deja de serlo y tan solo se convierte en un lugar para descargar toda la irracionalidad de una masa enfervorecida y alocada de humanos y el odio irracional al equipo rival.

Otro dato cuanto menos curioso pero no menos lamentable es la fidelidad que puede alcanzar un seguidor hacia su equipo. Una persona en su vida puede cambiar de ideología, de partido, de afición, de gustos, pero raro es el caso de alguien que haya cambiado sus colores futbolísticos. La adhesión a un equipo es para toda la vida. Y precisamente dan su vida por él. Llegados a este punto es conveniente mencionar otra de las fatales consecuencias que dejan esta forma de control de masas en relación con la fidelidad. Tal es el nivel que alcanza ésta, que se consigue que todo lo demás deje de existir. Si 25.000 personas mueren de hambre cada día en los países más empobrecidos, da igual mientras haya fútbol. Si 50 millones de animales son asesinados cada día para beneficio humano, da igual pues sigue habiendo fútbol. Si el planeta se va a pique por culpa humana, da igual porque el fútbol seguirá acaparando las portadas. Así, son siempre cuatro pelagatos los que salen a decir la verdad, mientras que si gana España el mundial son millones de personas las que salen a celebrarlo. Este es el mundo civilizado.

En cuanto a las bases que sustentan el fútbol como gran negocio que se nutre de la sumisión de millones de aficionados, cabe destacar las multimillonarias sumas de dinero que mueve, y las miles de empresas que salen beneficiadas gracias a ello por la publicidad. Tanto, que se puede afirmar que este gran negocio contribuye en gran medida a perpetuar las enormes desigualdades salariales, las injusticias sociales, el subdesarrollo de los países pobres, las condiciones laborales de esclavitud ,etc. Todo esto, por supuesto con el consentimiento del individuo que lo sigue, que justifica cualquier situación de desigualdad por el hecho de ser fútbol. Una persona imbuida por el dichoso gran negocio se queja de que un político cobre 10 veces más que él, pero justifica incomprensiblemente que un futbolista gane 50 veces más. Los grandes jugadores se convierten en grandes ídolos, héroes, intocables, dioses de carne y hueso a los cuales hay que venerar y a los que más te vale no insultar. Es así como el fútbol se ha convertido en la nueva religión.

A pesar de lo cuál, no creo que sea necesario mencionar que ésta no pretende ser una crítica al fútbol como deporte, sino exclusivamente a las consecuencias negativas que conlleva como gran negocio y como control social, la difusión masiva de antivalores, y en general, la desmedida influencia que tiene en nuestra sociedad este deporte de masas.

14 de octubre de 2012

El Estado autoritario y los cuerpos represivos

Desde la caída del Antiguo Régimen y la unificación de los primeros estado-naciones en el continente europeo, éstos han vivido su propio proceso de evolución. La argumentación que ha sostenido siempre la necesidad de un estado, como administración o gobierno, mediador entre las instituciones que lo conforman y el conjunto del pueblo ha sido el mejor recurso utilizado por sus partidarios para su propia justificación frente a otros sistemas políticos basados en la negación de este cuerpo como órgano máximo de autoridad. Con el tiempo, esta noción se ha ido afianzando entre sus defensores y el pueblo, al cuál iba dirigida, incapaz de imaginar una sociedad libre de toda forma de gobierno, acabaría por aceptar su poder como algo inherente a su propia existencia.

Habiéndose dado en la historia multitud de divisiones de gobierno, desde la república a la dictadura, pasando por la monarquía o incluso el intento de estado transición hacia una supuesta sociedad utópica y socialista en la Unión Soviética, los gobiernos actuales, dentro de cada una de sus diversas denominaciones presumen de llamarse a sí mismos, de forma descarada, estados democráticos, como si ésta palabra los dotara de una diferencia especial frente a regímenes más represivos como los estados totalitarios o no democráticos, argumentando a su favor el hecho de que el gobierno ha sido elegido de forma legítima por una mayoría de ciudadanos y no por la fuerza. Así, se consigue reducir el significado de la democracia a una mera cuestión de representación en la que el ciudadano ejerce su derecho a voto cada cuatro años, lo que sería el reflejo de una clara usurpación del propio término, que proveniente del griego, era sinónimo de asamblea popular. Poco importa ya el grado de represión con el que actúen los nuevos gobiernos mientras hayan sido elegidos democráticamente, pues esta careta les proporciona la escusa perfecta para desarrollar todo su potencial autoritario.

Pero históricamente y a medida que se iban implantando los estados como cuerpos de máxima autoridad y supuestamente necesarios para establecer el orden entre los ciudadanos, a su vez éstos debían rodearse de un conjunto de subcuerpos imprescindibles para darle mayor credibilidad, defenderlo de posibles ataques externos pero ante todo internos y básicamente para imponer y justificar todas sus acciones de autoridad. También era necesario establecer un conjunto de preceptos que regularan las distintas relaciones entre los ciudadanos, de obligado cumplimiento y que fueran dirigidos a salvaguardar el orden. Es así cuando surgen las leyes, decretos, constituciones y demás normas impuestas e ideadas por los grupos de poder, en un claro ejercicio de parcialidad e interés propio. A su vez, un cuerpo encargado de administrarlas y juzgar su incumplimiento, y otro para castigar a quién las transgrede. En general, todas estas invenciones de las que se sirve un estado no son más que un alarde de su autoridad y una forma de perpetuar su poder como algo que ha caído del cielo.

Haremos un breve repaso de todos estos cuerpos como los ejecutores de la autodenominada autoridad gubernamental y su consecuente comportamiento represivo.

En primer lugar, el ejército como cuerpo creado por todos los estados, necesario para la defensa nacional ante eventuales ataques o para la participación en guerras concretas. Históricamente, los ejércitos no solo han servido para defender a sus propias naciones de otras, sino que también lo han hecho para defender al propio estado del ataque interno de ciudadanos descontentos con el gobierno o el sistema que se les ha impuesto, desembocando a menudo en  revueltas sin consecuencias relevantes o en una guerra civil en el peor de los casos. Sin duda, esto constituye una demostración de que éstos son el brazo armado del estado para defender su posición y a la vez para desplegar todo su poder. Una de las características de los ejércitos es su carácter permanente, es decir, para siempre, aún admitiendo su paradójica justificación de que son creados por el estado para mantener la paz y el orden, pero siempre dentro del marco que a él mismo le conviene. Al margen de todas estas consideraciones, los ejércitos son un cuerpo de represión creado para hacer del estado algo inviolable e imperecedero, mantener siempre vivo el espíritu ante la amenaza de posibles guerras futuras entre las naciones y alimentando el odio nacionalista. Tanto es así que hoy en día no hay probablemente ningún país en el mundo que carezca de ejército.

En un grado menor al ejército se encuentra el sistema policial, dentro de todas sus diferentes subdivisiones, dirigido supuestamente para mantener el orden interno de los países y hacer cumplir las normas impuestas. No obstante, éste cuerpo se encarga principalmente de evitar los ataques contra la propiedad privada, el estado,  las corporaciones y las personas físicas por aquello que llaman delincuencia común, asociando ésta frecuentemente a un producto de factores como la inmigración, la pobreza, las drogas, etc. en vez de una consecuencia directa del propio sistema social, que es el responsable directo de desigualdades y la miseria, y por ende de la delincuencia. Así, se transmite al ciudadano la sensación de que la policía está para protegerlo y cuidar de su seguridad frente al delincuente, y la cuál siempre estará de su parte, pero nada más lejos de la realidad, pues la policía siempre ha estado y estará de parte de los más poderosos.

En la misma categoría se encuentra el sistema judicial, encargado de hacer cumplir el conjunto de leyes y normas de un estado, juzgar los delitos mayores y menores, e impartir sentencias, ya sean administrativas a base del pago de sanciones económicas, o penales, que implican privación de libertad. Pero lejos de admitir el papel que tiene el estado y el capital en las diferentes causas que provocan la delincuencia, conscientemente se crea un cuerpo supuestamente mediador y neutral para perpetuar la idea de que éste es justo y necesario para la protección de los ciudadanos y evitar el caos entre ellos. El sistema judicial, que nada tiene que ver con el valor de justicia universal, es una pieza fundamental para el estado y sus instituciones, y para las grandes corporaciones. En la práctica, ha alcanzado un evidente carácter parcial, excluyente y corrompido en todas sus funciones. Bien es sabido que aquéllos que tienen más dinero tendrán más posibilidades de evadir la justicia que aquéllos que tienen menos.

En otro nivel, pero no por ello menos coactivo, se encuentra la administración del erario público mediante el sistema fiscal, el cuál es organizado y gestionado por el propio estado, con el consecuente problema de distribución igualitaria del pago de los impuestos, que al igual que en el sistema judicial, es susceptible de corromperse en favor de los capitales más elevados y a la vez, de ofrecer fáciles técnicas de evasión al alcance de los que más poseen. Por otra parte, el ciudadano de a pie paga pero no decide en absoluto cómo y a dónde irá destinado su dinero, pues estas competencias corresponden única y exclusivamente al propio gobierno.

La nacionalización histórica de los servicios públicos esenciales de un país ha supuesto siempre una justificación perfecta para afianzar el poder del estado y extender la idea de su carácter protector de la sociedad. Pero visto desde otro punto de vista, esto resulta engañoso, pues da el parecer de que al ser servicios públicos son propiedad del pueblo, cuando en realidad son propiedad del estado que es quien los regula y quien ejerce su control, y lo que por ejemplo hoy puede suponer un sistema de seguridad social protector y equitativo, mañana puede resultar abusivo y corrupto, ya que los intereses de la élite estatal estarán siempre por encima de los intereses de los ciudadanos.

Todas las ideas y argumentos que transmiten los partidarios del estado han tenido siempre fines dogmáticos y aleccionadores que han tendido a justificar la naturaleza opresora y abusiva del que ha hecho gala siempre. Hoy en día, el estado, al servicio del capital, constituye una corporación más que ha sabido ganarse la confianza de la gente a base de inculcar entre la misma ideas falsas que han  ido adquiriendo con el tiempo el nivel de dogma. Todo gobierno es un cuerpo que se ha constituido gracias a la fuerza y por ello atenta contra la libertad individual y social. Así, desmontar sus falacias es un bien necesario para iniciar el principio del cambio.