25 de septiembre de 2012

Acelerados

“Las prisas nunca fueron buenas”. Jamás una frase había sido tan oportuna como ésta, pues define de forma implícita uno de los síntomas fatales del mundo moderno. ¿Por qué corremos tanto? La respuesta es obvia: el ritmo del sistema productivista y consumista nos obliga a ello, como si fuera un dogma de fé. Pero como bien dice el refrán, ésto acarrea consecuencias a nivel general, en todos los ámbitos de la vida. Un sistema que promueve la competición entre las empresas y entre los individuos, lógicamente está promoviendo una carrera entre los mismos, y para ganar en una carrera siempre hay que correr más que el otro. Por tanto, no es la velocidad una causa sino una consecuencia directa del modo de vida tan alocado al que estamos sometidos.

En un principio, la medición del tiempo aparece como una utilidad práctica y complementaria a los significativos cambios que se produjeron con la llegada de la era civilizada, tales como la especialización en los trabajos, la aparición y extensión de las ciudades, las nuevas relaciones sociales y culturales, etc. Pero no es hasta la revolución industrial y el comienzo del trabajo fabril y asalariado cuando la concepción del tiempo sufre un giro esencial, no tanto en referencia al hecho de su medición -que responde a cuestiones de organización-, cuanto al propio hecho del cambio en el sistema de producción. En este sentido, no es tan relevante la implantación de los horarios laborales y su acatamiento, sino el hecho de la aceleración que sufre todo el conjunto del sistema que hace que haya que producir más y mejor en menos tiempo. Al fin y al cabo, el día siempre tuvo veinticuatro horas; la diferencia radica en como afrontamos el tiempo, es decir, si lo tomamos lento y pausado, o lo hacemos a toda velocidad, como es lo que está ocurriendo. A partir de aquí, nos hacemos esclavos del tiempo, ya que al ir cada vez más deprisa dependemos de él y tenemos la sensación de que éste siempre nos falta.

Como si se tratara de una cadena, la aceleración que sufre el sistema productivista, repercute directamente en el resto de ámbitos de la vida. Si se produce más, consecuentemente es para que se consuma más, y como cada vez hay más personas consumiendo, el sistema de producción exige ir más rápido. Poco a poco, el ritmo de vida cada vez se acelera más y más e inevitablemente se contagia entre los individuos, creando un ambiente de prisas generalizado y constante, no solo en las horas dedicadas a la producción, los trabajos, sino también en el resto del tiempo. Así, de forma inconsciente somos conducidos hacia una forma de vida que nos fuerza a ir cada vez más rápido aunque a veces no queramos y el hecho de hacerlo es paradójicamente sinónimo de adaptación social.

Uno de los pilares del sistema de producción mundial son los transportes, y es en este sector en donde mejor se puede explicar el poder que adquiere la velocidad -en su sentido más literal-. El avance en los transportes ha evolucionado hacia la construcción de máquinas cada vez más veloces. Si primero fue el ferrocarril el que revolucionó el mundo moderno, después lo hizo el automóvil, que duplicó la velocidad y por último el avión, que la multiplicó por diez y permitió la aparición de los movimientos transnacionales. Si antes se tardaban meses en cruzar de España a América en barco, ahora solo se tardarían unas horas. Habrá quién diga que esto tiene sus ventajas y que es un signo de progreso, ya que permite que una persona pueda conocer un lugar a miles de kilómetros invirtiendo poco tiempo. Pero esto es porque el ciudadano solo tiene treinta días de media al año para hacerlo. Si tuviera seis meses, ¿habría necesidad de hacerlo tan rápido? Y por otra parte, ¿qué sentido tiene viajar si se hace a toda velocidad porque se tiene un corto espacio de tiempo? Al final, el acto de viajar y de conocer se convierte en una fijación por el hecho de querer ver más lugares en el menor tiempo posible, en vez de disfrutar viajando sin tener en cuenta el tiempo del que se dispone.

El uso del coche se vio incrementado con la dispersión continua de las ciudades dormitorios, formando megaciudades que llegan a extenderse varias decenas de kilómetros. A la vez, el mismo hecho de la dispersión y la creación de polígonos industriales a las afueras, provoca el distanciamiento de los centros de trabajo a los lugares de residencia, lo que hace inviable el trayecto a pie o en bicicleta y  motiva el “necesario” aumento del uso del coche y en consecuencia de su fabricación y con ello, también la necesidad de que éstos sean cada vez más rápidos para invertir menos tiempo en los largos trayectos que hay que recorrer. El uso masivo del coche conlleva al hacinamiento de los mismos en las carreteras, la constante formación de atascos que ralentizan el tiempo invertido y que crean posteriormente más prisas y más estrés, y a la subsiguiente inversión e implantación de cada vez más medios para permitir más desplazamientos: mejores carreteras y autopistas, coches más seguros,etc.

Aunque ya lo adelantábamos un poco más arriba, las consecuencias que acarrea el culto a las prisas son numerosas. A nivel colectivo, el modo de vida acelerado nos hace ser cada vez más exigentes en este aspecto, ya que unos a otros nos trasladamos por contagio la necesidad de que todo se haga más deprisa. Así, muchos de los actos que gobiernan nuestras vidas derivan de la necesidad de hacerlos a mayor velocidad y como esto requiere de un mejor entrenamiento para conseguir la misma calidad en el menor tiempo posible, se acaba viendo como una virtud. Una persona puntual es una persona responsable y formal. Una persona que produce más y mejor en menos tiempo que otro, es más rentable. A nivel individual, es inevitable que la presión de velocidad a la que estamos sometidos cree trastornos graves en algunas personas, tales como un alto nivel de estrés, ansiedad, nervios, ira, sensación de inferioridad por no poder seguir el ritmo social, y un largo etc.

No obstante y a pesar todo lo dicho, uno siempre puede tratar de llevar una vida lo más relajada posible dentro de tanto descontrol competitivo, sobre todo en lo que se refiere a su tiempo libre, y el hecho de estar forzado a ir más o menos deprisa según el ritmo de las masas dependerá de cómo lo inviertas. Es indudable que desde que somos niños somos educados en la necesidad de hacer las cosas cuanto más rápido mejor y de acatar los horarios establecidos, pero a la vez existe algo llamado el temperamento de las personas. Las hay más tranquilas o más nerviosas, y no necesariamente las primeras tienen porqué tener menos capacidad de adaptación. Aunque es cierto que muchas de las actividades extralaborales no se libran de la idea de la rapidez, también lo es que hay otras alternativas que nos hacen recordar lo saludable de hacer las cosas un poco más lentas y relajadas, sin prisas.

16 de septiembre de 2012

¿Ciencia económica o el juego de los absurdos?

Aunque muchas veces no sepamos su significado real, cada vez más escuchamos y leemos términos económicos tales como prima de riesgos, deuda pública, deuda privada, inflación, transacciones, mercados, intereses, acciones, capital, etc.etc. Un lenguaje económico abstracto y complejo que sirve a los intereses de la inventada teoría económica, con una base en la ciencia de las matemáticas y su reflejo en la vida real, el sistema capitalista. Evidentemente, no es nuestra intención ponernos a analizar todos y cada uno de estos términos, como tampoco hacer un esbozo de la economía en sí, algo que ocuparía un libro entero de gran extensión. Ni somos unos expertos en el tema, ni tenemos ganas de serlo. De hecho esta no es la cuestión de la reflexión que nos ocupa. Nuestra idea es hacer una pequeña aproximación a la de la esencia de la economía tradicional en relación con las necesidades humanas y la distribución de los recursos. Para ello, comenzaremos con una serie de preguntas sin respuesta.

¿Hasta qué punto se hizo necesario un sistema tan complejo como el actual? ¿Era esta la evolución lógica de todos los sistemas anteriores o representa una desviación de los mismos? ¿Se ideó de forma totalmente expontánea o fue el fruto de una clara intencionalidad? Para responder a todas y cada una de estas preguntas se requiere el estudio pormenorizado de los regímenes económicos del pasado, de las relaciones comerciales y de la importante cuestión de la aparición del dinero como forma de dar valor a los productos, los servicios prestados y el esfuerzo del trabajo. Quizás fue este el salto definitivo hacia la economía moderna, en tanto sistema que se fundamenta en el predominio de lo cuantitativo. El uso de los números y las cuentas se hizo esencial para toda relación comercial, y por ende, las matemáticas se hicieron imprescindibles para su entendimiento. De aquí podemos deducir su implantación como asignatura en las escuelas en forma de dogma, no solo obligatoria, sino de carácter primario, para su posterior aplicación en el mundo de los negocios.

Desde las primeras formas de intercambio de los bienes mediante el trueque, éstas fueron sufriendo cambios consecuentes con las nuevas relaciones comerciales, tales como el afán del hombre moderno de esa extraña necesidad de medirlo todo. Con todo, el crecimiento demográfico gradual y explosivo ha conducido a sistemas más complejos para administrar y repartir los recursos. Como todos los productos no eran iguales, se hizo “necesario” a su vez darles su propio valor numérico en función de una serie de factores como su uso práctico y el esfuerzo realizado en su elaboración. A esto es a lo que comúnmente llamamos dinero. Pero ésta aplicación aparentemente elemental lleva intrínseca nuevos problemas. Así, por razones de sentido común y sin entrar en los detalles en cuanto a su fabricación, una barra de pan no podía tener el mismo valor que un coche, ni éste el mismo que el de una casa. Evidentemente, el tiempo invertido en su fabricación, los materiales utilizados, y el uso práctico difieren de un modo obvio. De igual manera, al poner valor a los productos se hizo necesario a su vez ponerlo  al trabajo realizado en su fabricación mediante los salarios.

Uno de los primeros problemas que supuso la incursión progresiva del sistema de valores en los productos, además de promover aún más las desigualdades entre las personas, es su evidente falta de lógica. Al tasar los productos con un valor determinado nos encontramos con que la suma de todos los componentes ya analizados para construir una casa y el uso que se va a hacer de ella, disparan su valor hacia cantidades desorbitadas en comparación con otros más básicos, tanto que se hace imposible de pagar con la ganancia salarial de un mes ni de un año ni de diez. Es decir, una persona tendría que trabajar la mitad de su vida para pagarse una casa, pero, y mientras tanto ¿dónde viviría? Primera incongruencia, solucionada por alguna mente retorcida a la que se le ocurrió la ingeniosa idea del préstamo. Esto confirma que las soluciones basadas en lo cuantitativo hacen más complejo el sistema porque crean a su vez nuevos problemas que a su vez han de resolverse con más complejidades, que a su vez incrementan las desigualdades. Pero continuemos.

Solucionado el problema inicial de los valores más elevados -como el ejemplo de las casas al que nos hemos referido-, mediante el préstamo de elevadas sumas de dinero que supuestamente los primeros bancos tuvieron que inventarse y su posterior devolución fraccionada durante años para que todo el mundo pudiera pagar, nace la consiguiente necesidad de que para sacar beneficio había que imponer un recargo en cada cuota de devolución, esto es, el interés; lo que posteriormente se convertiría en la usura. Con otras palabras, los bancos, un nuevo concepto de trabajo inherente al sistema de tasación de valores, encargados de la administración del dinero, de su custodia para evitar los inevitables robos que pudieran devenir de tan nefasto sistema, y prestamistas de elevadas sumas de dinero para la adquisición de los productos más caros, se convierten así en los nuevos agentes del poder gracias a éste cúmulo de grandes ventajas. A la vez, y aún a sabiendas de resultar repetitivos, éstos constituyen una nueva fuente de desigualdades cada vez mayor.

Como era de suponer, aquí no acaba la cosa ni mucho menos. Inventado el sistema bancario de forma incuestionable como un mal menor, éste inevitablemente se hace cada vez más poderoso. Las cantidades de dinero se multiplican a la máxima potencia porque cada vez más personas introducen sus ganancias en los mismos. Los préstamos hipotecarios se convierten en el gran negocio de los bancos que conscientes de ello, suben los intereses a niveles irrisorios, pero éstos se quedan cortos y los nuevos préstamos se dirigen hacia los estados, corporaciones y multinacionales. Es en este nivel cuando se consolida la dictadura de los mercados, que gracias a la desregulación en las transacciones operan a sus anchas por todo el globo y marcan las directrices del ritmo de producción mundial. Es en este punto cuando podemos apreciar el círculo vicioso en el que ha caído un sistema letal impuesto por la fuerza: “producir para consumir, consumir para producir” y que constituirá su base ideológica.

A su vez, los estados empiezan a funcionar como grandes empresas de acumulación de capital mediante el sistema fiscal, necesario para la recaudación de impuestos que habría de servir supuestamente para “la inversión” en bienes para la comunidad, como educación, sistema de salud, pensiones, infraestructuras, transportes, etc., pero también para la fabricación de armas o la financiación de la Iglesia y de los nuevos métodos de control.

El imparable ascenso de la cantidad de ceros en los capitales financieros supone la culminación del sistema capitalista, por el cuál las grandes multinacionales, los bancos y los estados utilizan la deuda para arruinar sistemáticamente a los países con más recursos naturales, y a esto es a lo que eufemísticamente se ha llamado globalización, o en otras palabras, el gran crimen transnacional, por el que los capitales más elevados, al servicio de los grandes bancos, FMI y Banco Mundial, son culpables directos del empobrecimiento generalizado de los países “saqueados”. Además, éstos son sumidos en interminables guerras motivadas por el control de los recursos, la colonización y la perpetuidad del pago de la deuda externa, así como la inversión de nuevas plantas en países donde abunda mano de obra esclava y barata para multiplicar los beneficios, lo que constituye una artimaña intencionada para impedir que dichos países puedan salir alguna vez de la miseria. Este es el resultado de un sistema criminal basado en el sistema de valores. ¿Era ésta su lógica evolución? Parece que se tornaba inevitable desde que se consolidó la “brillante” idea de tasar los bienes mediante valores matemáticos.

Mientras, en los países responsables de la creación y promoción del sistema monetario, se inventan fatídicos conceptos económicos, que son triviales formas de “jugar” a las finanzas, tales como la llamada bolsa de valores, otro crimen mundial que refuerza el infantilismo de los apologistas del sistema monetario y que básicamente consiste en el absurdo intercambio de abstracciones numéricas entre individuos fanatizados, pero que por desgracia son finalmente los que deciden el hundimiento de un país y con él, la condena de millones de individuos en favor del enriquecimiento de otros. No nos engañemos, la bolsa de valores jamás fue necesaria para la vida de las personas, pues no era otra cosa que un invento más para afianzar la economía como ciencia, para pulirla y perfeccionarla, pero ante todo dogmatizarla. Su extremada complejidad, solo comprendida por los más devotos fervientes de su esencia, nos debería alertar de lo que está en juego.

Desmontar el mito de la economía moderna es la misión y eso implica la no aceptación de las abstracciones terminológicas como las que hablábamos más arriba que recordemos que han sido impuestas de forma parcial e interesada. La economía debe ser algo mucho más sencillo y práctico que todo un conjunto de conceptos entendibles solo por unos cuantos y que en realidad solo tienen un significado cuantitativo, con la única finalidad de la búsqueda de beneficio, la acumulación material y la obtención de status. Si de verdad se desea construir un mundo libre y equitativo se hace necesario redifinir por entero la economía, la cuál solo ha de ser lo que tradicionalmente ha significado, esto es, la administración cualitativa de los recursos, de su reparto y distribución igualitaria. Si no es así, entonces estaremos siempre expuestos al gran crimen de la ciencia económica.

7 de septiembre de 2012

La fiebre consumista



No es de extrañar que el materialismo se haya impuesto en nuestra sociedad como una norma a seguir, y que además esté bien vista. La productividad a gran escala, en paralelo al crecimiento demográfico, ha motivado con el paso de los años el aumento vertiginoso del consumo innecesario. A las necesidades primarias se les ha sumado un sinfín de necesidades triviales, que con el tiempo se convierten en nuevas necesidades básicas, y que tienen entre otras características la de que el individuo no puede desembarazarse de ellas a riesgo de caer en el aislamiento o la depresión. Es tal el grado de dependencia que se adquiere de los objetos más novedosos que es prácticamente imposible salir del círculo vicioso que engendra su consumo. Pero es el propio sistema social el causante directo de la necesidad de esta tendencia a la renovación continua de productos y servicios. Porque es importante mencionar que el consumismo extremo no se refiere exclusivamente al mundo material, sino a todo tipo de consumo: alimentos, viviendas, moda, coches, medicamentos, teléfonos móviles, ordenadores, consolas, videojuegos, viajes, seguros, espectáculos, deportes, animales, etc, etc.

Más que una moda, el consumismo se ha convertido en la  ideología que mantiene vivas las leyes del mercado. De hecho, ésta nueva ideología es justificada por los economistas prosistema como la base que regula y sustenta las relaciones comerciales entre las empresas y las multinacionales. Todo lo que es producido pasa por un proceso enmarcado dentro de la ley de la oferta y la demanda, dos conceptos que deben complementarse siempre, pues para que haya oferta debe de haber demanda y viceversa.

Uno de los pilares básicos que sostienen el nivel de consumo actual es el concepto de obsolescencia de los productos, no tanto por la duración física programada del propio objeto en sí cuanto por el conjunto de métodos introducidos en el subconsciente del individuo y que motivan la renovación permanente de dichos productos. Se ha demostrado que muchos objetos fabricados son programados específicamente por los diseñadores con el fin de que dure el tiempo estimado para su consiguiente renovación. Cuanto menos tiempo dure, menor tiempo de renovación, mayor número de compras, y mayor número de beneficios, pues al fin y al cabo vender más es de lo que se trata. No obstante, no todos los productos están programados, y se precisan otras técnicas que incidan en la psique humana para extender la creencia de que renovar es positivo. Por otra parte, el consumo dirigido al sector de servicios como el turismo precisan otros medios alternativos para mantener el ritmo del consumo activo. Es aquí donde juega un papel importante la publicidad como instrumento que incita al consumo, encargada de difundir a nivel global la imperiosa necesidad de estar a la última.

La caducidad de los productos no es la única táctica para incentivar el consumo de lo innecesario. La fantasía de los vendedores dentro de cada industria o sector no tiene límites y las leyes del mercado permiten a las empresas recurrir a todo tipo de artimañas para que sus productos o servicios sean más rentables. Ofertas irresistibles de dos por uno y descuentos inmejorables abarrotan las tiendas y grandes centros de ventas con el único fin de atraer al consumidor y multiplicar las ventas. Tácticas éstas que no dejan de buscar el engaño, pues con la excusa de ofrecer productos más baratos como en ningún otro sitio, consiguen a la vez un mayor número de ventas, ya que es bien sabido que lo barato atrae, pero mucho más si es gratis. Otras consisten en la fidelización del cliente mediante la obtención de tarjetas de puntos, tarjetas regalo, sorteos, en forma de descuentos suculentos, pero que tienen la engañosa finalidad de que el cliente acabe gastando más de lo que gastaba comprando a precios normales. El sector servicios también se aprovecha de estas técnicas. En algunos cines, por poner un ejemplo, han encontrado la excusa perfecta para que el cliente acuda más veces, regalando ofertas a mitad de precio pero con la condición de acudir dentro de las dos semanas siguientes al día que se regalan.

Los días especiales tipo San Valentín o día de la madre o del padre son filones de los que se aprovechan los grandes comercios para hacer su propio agosto, que junto a las campañas de fechas señaladas, como Navidad, las rebajas o la campaña de verano tienen siempre el mismo objetivo: el de mantener el ritmo de consumo a un alto nivel, para que no decaiga la producción.

Esta no pretende ser una crítica al mero hecho de consumir, necesario para la vida, sino el hecho de consumir por consumir. Como ya hemos dicho, existe una clara diferencia entre productos de primera necesidad y productos secundarios, innecesarios o como se le quiera llamar. Mientras los primeros son limitados y son los que biológicamente detentan todos los seres vivos, incluido el ser humano, los segundos son inventados e incrementados de forma indefinida según el ritmo de la producción mundial, sobre todo desde la explosión industrial y demográfica, hechos relativamente recientes. Pero dicha crítica no sería tal si no se mencionaran las consecuencias nefastas que provoca el consumismo extremo.

En primer lugar, consecuencias sociales, de entre las cuales la más grave es la compra compulsiva que afecta a un gran número de personas. Sin embargo, a nivel general, la ideología consumista se encarga de anteponer las relaciones comerciales y la idea de la acumulación material sobre cualquier realización espiritual de las personas. Así, se crea una sociedad superficial y vacía fundamentada por el “tener más”, en vez del “ser más”.

En segundo lugar, las consecuencias humanas, lo que constituye la mano de obra, que inevitablemente repercute en un aumento de la explotación en los países subdesarrollados, esclavitud infantil, aumento desproporcionado en las horas de trabajo, y precariedad en las condiciones laborales en general.

Por último, las consecuencias ecológicas son las más significativas y alarmantes. La irresponsabilidad de que hacen alarde aquellos que abogan por el consumo imparable e ilimitado está haciendo estragos serios en el medio-ambiente, pues es de la naturaleza de donde sale toda la materia prima necesaria para la fabricación de los productos. Expertos ambientólogos ya han advertido sobre la imposibilidad de expolio natural indefinido en un planeta finito como éste, lo cuál ha sido desoído de forma ingenua por empresas y consumidores.

Para concluir creemos oportuno hablar de algunas alternativas a la ideología consumista, como por ejemplo la idea actualizada del decrecimiento, la cuál incide directamente en la necesaria y urgente reducción en el nivel de consumo actual. Ésta idea, convertida hoy en un movimiento, aboga por un cambio significativo en todos nuestros hábitos de consumo que permita reducir en gran parte el ritmo de producción actual y por ende el impacto social y ambiental. Con todo, debemos entender con esto que no se pide que se deje de comer ni vestir con harapos, pues lo que se pretende es reducir las necesidades secundarias, que son muchas más que las primarias. Eso sí, tampoco debemos confundirnos dándole otros significados, pues el decrecimiento no es otra cosa que consumir menos a todos los niveles. Es decir, comprar menos coches, menos televisores, menos móviles y ordenadores, menos ropa; pero también menos viajes y menos entretenimiento; menos de todo. En definitiva, tener menos para ser más. A la vez, se hace necesario recordar la necesidad de reutilizar o reparar los productos ya usados antes de tirarlos y comprarlos nuevos, que sería la decisión más cómoda. Sería incompleto si solo aludiéramos a los fines ambientales que persigue este movimiento, pues es indudable que también contribuye a un cambio en la mentalidad social, necesaria en un planeta donde más de la mitad de la población vive en condiciones de miseria extrema: ser más humildes nos hace ser más humanos. O como decía Gandhi: “vivir de un modo más simple, para que simplemente otros puedan vivir”