30 de octubre de 2012

Destapando la publicidad

La era global ha encontrado en la publicidad el método perfecto de persuasión. Constituye a su vez una prueba palpable a la hora de definir los entresijos que se cuecen dentro del propio sistema. Al fin y al cabo, ésta no es más que una extensión del mismo, un pilar básico para su desarrollo. Se podría decir que es la mejor herramienta que utilizan las empresas y las grandes marcas para competir entre ellas. Aquella que más invierta en publicidad será la que más lejos llegue, la que más venda. El problema se agudiza porque además no es una competición limpia, pues en la publicidad todo vale. Y a pesar de estar de alguna forma bajo la tutela de una reglamentación, ésta debe de ser tan blanda como ineficaz. Como norma general, el que más consiga convencer, influir, persuadir, mentir, cautivar o manipular es el que más beneficios obtendrá, que es de lo que se trata básicamente. Por cierto que en esta competición se permiten las trampas. Cuando entra en juego el dinero, cualquier cosa está permitida.

Desde el punto de vista más objetivo, que es el que solemos tratar en este espacio, podríamos entender la publicidad como un método de persuasión interesada cuyo fin es únicamente comercial y económico. Es decir, mediante técnicas diversas, la publicidad busca formas de aumentar el consumo de un producto o un servicio, incrementando de manera directa la competitividad entre las empresas. Aunque en un principio la publicidad se desarrolla en el ámbito económico, es cierto que muchas de las técnicas que ésta utiliza son puestas en práctica en otros ámbitos, como el político, el religioso o el cultural, y si bien a esto se le ha llamado propaganda, el fin en sí es el mismo, pues lo que se busca siempre es crear una gran influencia para crecer. Incluso a nivel individual las técnicas de publicidad también se han expandido con éxito: publicidad para buscar trabajo, para darse a conocer, hacer amistades nuevas, etc.. La publicidad se ha hecho omnipresente no sólo en el terreno comercial, sino en todos los ámbitos de la vida. Lo que empezó como una forma de dar a conocer un producto, se ha convertido en una herramienta de magnitudes gigantescas que pretende abarcarlo todo. Hoy ya no solo se trata de subir las ventas, la publicidad en su conjunto contribuye en gran medida a mantener el ritmo de consumo a un nivel óptimo creando nuevas necesidades donde antes no existían, dando prioridad siempre a la novedad, fomentando la cultura del “comprar y tirar”, distrayendo al público con el bombardeo permanente de anuncios allá donde se encuentre para saturarlo y abstraerlo de la realidad, creando nuevas tendencias, modas absurdas y formas de vida triviales y materialistas.

En las últimas décadas la publicidad ha sido perfeccionada gracias al dichoso invento del marketing. La producción a escalas globales requería el estudio pormenorizado del comportamiento de los consumidores y de las empresas en vistas a conseguir mejores resultados. Los expertos en marketing, especialistas con carrera, se devanan los sesos a diario para indagar qué se esconde dentro del subconsciente humano, el lugar en donde se almacenarán todos los mensajes que éstos elaboran con precisión milimétrica.

La evolución que ha experimentado la publicidad ha desembocado en la idea de que lo importante a transmitir ya no es el producto que se desea vender, sino la marca asociada al mismo, como bien argumentó Naomi Klein en su ensayo analítico No Logo, el poder de las marcas. Otras críticas más concienzudas vienen a decir que la publicidad alcanza el más alto grado de perfección con la introducción del storytelling o “el arte de contar historias”, asociadas al mismo producto, que buscan transmitir en el sujeto receptor un mundo ficticio para que éste comparta un vínculo emocional con las marcas. Encargados de diseñar anuncios cada vez más sofisticados y acordes con el contexto actual, los creadores del storytelling desarrollan técnicas mucho más sutiles contando relatos que enganchan y seducen al receptor como si fueran una película de cine. Técnicas que van desde crear estados supuestos de felicidad, experiencias inolvidables, sucesos ocurridos en la niñez o en la adolescencia, contrastes de valores como el bien y el mal, verdad y mentira, éxito y fracaso, etc. Pero en realidad no son más que las mismas técnicas de engaño, exageración y repetición de hace cinco o seis décadas, solo que más sutiles, más perfeccionadas.

A pesar de toda esta reflexiva exposición, la crítica profunda que hay que achacar a la publicidad como forma de comunicación no es tanto las artimañas que utiliza, sino el hecho mismo de que tenga que existir. Este hecho no es más que un síntoma del grado de estupidez al que han llegado las relaciones económicas y sociales entre las personas, lo absurdo de un mundo que compite entre sí como si esta fuera su única meta, en vez de promover la solidaridad entre sus miembros; un mundo que se empeña en engañarse a sí mismo una y otra vez. La publicidad no es otra cosa que el arte de crear influencia parcial e interesada para anular y modificar la conciencia de las personas. Pero este pequeño análisis nos conduce a pensar que en el fondo la publicidad no es más que una consecuencia lógica del sistema social que hemos creado. Un método que evoluciona de técnicas antiguas pero que ha alcanzado su clímax con la expansión demográfica y el desarrollo de las nuevas relaciones en el ámbito de lo social y lo económico.

Quizás no sea tanto la publicidad lo que haya que cuestionar, sino que como todo, se hace imperante indagar en las causas que tienden a fomentar este tipo de relaciones nocivas para la esencia de todo lo humano. Pero a la vez se hace necesario su análisis objetivo, libre de cualquier posicionamiento interesado, para poder captar las señales, que son las que nos advierten de que algo se está perdiendo.

22 de octubre de 2012

Fútbol: el nuevo opio del pueblo

El extremo al que ha llegado el deporte del fútbol es el de gran negocio y fenómeno de masas. Llamado popularmente el deporte rey, el fútbol eclipsa en los medios al resto de deportes, a los grandes acontecimientos políticos y sociales o a cualquier espectáculo artístico y cultural. En definitiva, el fútbol eclipsa la realidad. Una final de un mundial puede llegar a parar una ciudad, un país, un continente, y hasta al planeta entero, algo que no había hecho jamás ninguna religión. En la era de la comunicación global, el fútbol invade todos los medios de comunicación: radio, prensa, televisión e internet, y eso quiere decir que cualquier persona en cualquier lugar del mundo puede ser engullida por este gigante de los fenómenos de masas. Y lo verdaderamente extraordinario del fútbol es que todo esto lo ha conseguido tan solo en un siglo de vida.

Una de las características principales que presenta este gran fenómeno de masa, convertido además en la actualidad en una forma de control social, es la alienación de los individuos que son arrastrados por él. Al ser el deporte rey y una de las mayores atracciones, crea un ambiente de ideotización general que consigue anular la capacidad de juicio y discernimiento en la mente de muchas personas. Consigue con gran efecto que uno se vuelva un forofo, dejándose llevar por un equipo, sus colores, sus banderas, y alcanza una pasión comparable a la adhesión que practican los bandos enfrentados en una guerra. Este grado de fanatismo deriva en nacionalismo cuando a quien se defiende es a la patria o nación, propios cada dos años con la llegada de los mundiales, eurocopas y demás. En los peores casos el fanatismo más extremo declina en violencia, mediante rivalidades entre equipos, que en muchas ocasiones deja heridos e incluso  muertos. Bien se podría decir que estos son casos concretos o puntuales que no se pueden generalizar y podría ser cierto, pero en realidad no es esto lo más grave y peligroso del fútbol.

Dentro del conjunto de antivalores que promueve este fenómeno de masas entre los individuos que lo siguen en mayor o menor grado es la idea supuesta de libertad que da el hecho de estar adherido a él. Cuando gana el equipo de uno, cualquiera puede montar ruido en la calle, puede pitar, tirar cohetes, gritar, bañarse en una fuente o hacer lo que le venga en gana, porque es fútbol y por tanto todo vale. Quien quiera abstenerse del jolgorio generalizado simplemente no puede hacerlo. El ambiente de borreguismo e histeria colectiva que se percibe en las calles antes, durante y después de un partido importante es una de las muestras de brutalidad que aún persiste en la genética de tantos seres humanos, comparable a las hordas de ejércitos bárbaros que antaño marchaban a la guerra. Esta muestra se hace mucho más intensa en el interior de los estadios, en los que en comparación, el circo romano no queda muy lejos. La gente que acude a ver a su equipo aprovecha las casi dos horas que dura el evento para descargar toda su rabia. Igualmente, aquí vale todo, desde toda clase de descalificaciones a los miembros del equipo contrario, hasta los insultos más graves a los árbitros. Nadie dice nada y nadie se escandaliza. Todos pueden participar. El deporte por el puro espectáculo deja de serlo y tan solo se convierte en un lugar para descargar toda la irracionalidad de una masa enfervorecida y alocada de humanos y el odio irracional al equipo rival.

Otro dato cuanto menos curioso pero no menos lamentable es la fidelidad que puede alcanzar un seguidor hacia su equipo. Una persona en su vida puede cambiar de ideología, de partido, de afición, de gustos, pero raro es el caso de alguien que haya cambiado sus colores futbolísticos. La adhesión a un equipo es para toda la vida. Y precisamente dan su vida por él. Llegados a este punto es conveniente mencionar otra de las fatales consecuencias que dejan esta forma de control de masas en relación con la fidelidad. Tal es el nivel que alcanza ésta, que se consigue que todo lo demás deje de existir. Si 25.000 personas mueren de hambre cada día en los países más empobrecidos, da igual mientras haya fútbol. Si 50 millones de animales son asesinados cada día para beneficio humano, da igual pues sigue habiendo fútbol. Si el planeta se va a pique por culpa humana, da igual porque el fútbol seguirá acaparando las portadas. Así, son siempre cuatro pelagatos los que salen a decir la verdad, mientras que si gana España el mundial son millones de personas las que salen a celebrarlo. Este es el mundo civilizado.

En cuanto a las bases que sustentan el fútbol como gran negocio que se nutre de la sumisión de millones de aficionados, cabe destacar las multimillonarias sumas de dinero que mueve, y las miles de empresas que salen beneficiadas gracias a ello por la publicidad. Tanto, que se puede afirmar que este gran negocio contribuye en gran medida a perpetuar las enormes desigualdades salariales, las injusticias sociales, el subdesarrollo de los países pobres, las condiciones laborales de esclavitud ,etc. Todo esto, por supuesto con el consentimiento del individuo que lo sigue, que justifica cualquier situación de desigualdad por el hecho de ser fútbol. Una persona imbuida por el dichoso gran negocio se queja de que un político cobre 10 veces más que él, pero justifica incomprensiblemente que un futbolista gane 50 veces más. Los grandes jugadores se convierten en grandes ídolos, héroes, intocables, dioses de carne y hueso a los cuales hay que venerar y a los que más te vale no insultar. Es así como el fútbol se ha convertido en la nueva religión.

A pesar de lo cuál, no creo que sea necesario mencionar que ésta no pretende ser una crítica al fútbol como deporte, sino exclusivamente a las consecuencias negativas que conlleva como gran negocio y como control social, la difusión masiva de antivalores, y en general, la desmedida influencia que tiene en nuestra sociedad este deporte de masas.

14 de octubre de 2012

El Estado autoritario y los cuerpos represivos

Desde la caída del Antiguo Régimen y la unificación de los primeros estado-naciones en el continente europeo, éstos han vivido su propio proceso de evolución. La argumentación que ha sostenido siempre la necesidad de un estado, como administración o gobierno, mediador entre las instituciones que lo conforman y el conjunto del pueblo ha sido el mejor recurso utilizado por sus partidarios para su propia justificación frente a otros sistemas políticos basados en la negación de este cuerpo como órgano máximo de autoridad. Con el tiempo, esta noción se ha ido afianzando entre sus defensores y el pueblo, al cuál iba dirigida, incapaz de imaginar una sociedad libre de toda forma de gobierno, acabaría por aceptar su poder como algo inherente a su propia existencia.

Habiéndose dado en la historia multitud de divisiones de gobierno, desde la república a la dictadura, pasando por la monarquía o incluso el intento de estado transición hacia una supuesta sociedad utópica y socialista en la Unión Soviética, los gobiernos actuales, dentro de cada una de sus diversas denominaciones presumen de llamarse a sí mismos, de forma descarada, estados democráticos, como si ésta palabra los dotara de una diferencia especial frente a regímenes más represivos como los estados totalitarios o no democráticos, argumentando a su favor el hecho de que el gobierno ha sido elegido de forma legítima por una mayoría de ciudadanos y no por la fuerza. Así, se consigue reducir el significado de la democracia a una mera cuestión de representación en la que el ciudadano ejerce su derecho a voto cada cuatro años, lo que sería el reflejo de una clara usurpación del propio término, que proveniente del griego, era sinónimo de asamblea popular. Poco importa ya el grado de represión con el que actúen los nuevos gobiernos mientras hayan sido elegidos democráticamente, pues esta careta les proporciona la escusa perfecta para desarrollar todo su potencial autoritario.

Pero históricamente y a medida que se iban implantando los estados como cuerpos de máxima autoridad y supuestamente necesarios para establecer el orden entre los ciudadanos, a su vez éstos debían rodearse de un conjunto de subcuerpos imprescindibles para darle mayor credibilidad, defenderlo de posibles ataques externos pero ante todo internos y básicamente para imponer y justificar todas sus acciones de autoridad. También era necesario establecer un conjunto de preceptos que regularan las distintas relaciones entre los ciudadanos, de obligado cumplimiento y que fueran dirigidos a salvaguardar el orden. Es así cuando surgen las leyes, decretos, constituciones y demás normas impuestas e ideadas por los grupos de poder, en un claro ejercicio de parcialidad e interés propio. A su vez, un cuerpo encargado de administrarlas y juzgar su incumplimiento, y otro para castigar a quién las transgrede. En general, todas estas invenciones de las que se sirve un estado no son más que un alarde de su autoridad y una forma de perpetuar su poder como algo que ha caído del cielo.

Haremos un breve repaso de todos estos cuerpos como los ejecutores de la autodenominada autoridad gubernamental y su consecuente comportamiento represivo.

En primer lugar, el ejército como cuerpo creado por todos los estados, necesario para la defensa nacional ante eventuales ataques o para la participación en guerras concretas. Históricamente, los ejércitos no solo han servido para defender a sus propias naciones de otras, sino que también lo han hecho para defender al propio estado del ataque interno de ciudadanos descontentos con el gobierno o el sistema que se les ha impuesto, desembocando a menudo en  revueltas sin consecuencias relevantes o en una guerra civil en el peor de los casos. Sin duda, esto constituye una demostración de que éstos son el brazo armado del estado para defender su posición y a la vez para desplegar todo su poder. Una de las características de los ejércitos es su carácter permanente, es decir, para siempre, aún admitiendo su paradójica justificación de que son creados por el estado para mantener la paz y el orden, pero siempre dentro del marco que a él mismo le conviene. Al margen de todas estas consideraciones, los ejércitos son un cuerpo de represión creado para hacer del estado algo inviolable e imperecedero, mantener siempre vivo el espíritu ante la amenaza de posibles guerras futuras entre las naciones y alimentando el odio nacionalista. Tanto es así que hoy en día no hay probablemente ningún país en el mundo que carezca de ejército.

En un grado menor al ejército se encuentra el sistema policial, dentro de todas sus diferentes subdivisiones, dirigido supuestamente para mantener el orden interno de los países y hacer cumplir las normas impuestas. No obstante, éste cuerpo se encarga principalmente de evitar los ataques contra la propiedad privada, el estado,  las corporaciones y las personas físicas por aquello que llaman delincuencia común, asociando ésta frecuentemente a un producto de factores como la inmigración, la pobreza, las drogas, etc. en vez de una consecuencia directa del propio sistema social, que es el responsable directo de desigualdades y la miseria, y por ende de la delincuencia. Así, se transmite al ciudadano la sensación de que la policía está para protegerlo y cuidar de su seguridad frente al delincuente, y la cuál siempre estará de su parte, pero nada más lejos de la realidad, pues la policía siempre ha estado y estará de parte de los más poderosos.

En la misma categoría se encuentra el sistema judicial, encargado de hacer cumplir el conjunto de leyes y normas de un estado, juzgar los delitos mayores y menores, e impartir sentencias, ya sean administrativas a base del pago de sanciones económicas, o penales, que implican privación de libertad. Pero lejos de admitir el papel que tiene el estado y el capital en las diferentes causas que provocan la delincuencia, conscientemente se crea un cuerpo supuestamente mediador y neutral para perpetuar la idea de que éste es justo y necesario para la protección de los ciudadanos y evitar el caos entre ellos. El sistema judicial, que nada tiene que ver con el valor de justicia universal, es una pieza fundamental para el estado y sus instituciones, y para las grandes corporaciones. En la práctica, ha alcanzado un evidente carácter parcial, excluyente y corrompido en todas sus funciones. Bien es sabido que aquéllos que tienen más dinero tendrán más posibilidades de evadir la justicia que aquéllos que tienen menos.

En otro nivel, pero no por ello menos coactivo, se encuentra la administración del erario público mediante el sistema fiscal, el cuál es organizado y gestionado por el propio estado, con el consecuente problema de distribución igualitaria del pago de los impuestos, que al igual que en el sistema judicial, es susceptible de corromperse en favor de los capitales más elevados y a la vez, de ofrecer fáciles técnicas de evasión al alcance de los que más poseen. Por otra parte, el ciudadano de a pie paga pero no decide en absoluto cómo y a dónde irá destinado su dinero, pues estas competencias corresponden única y exclusivamente al propio gobierno.

La nacionalización histórica de los servicios públicos esenciales de un país ha supuesto siempre una justificación perfecta para afianzar el poder del estado y extender la idea de su carácter protector de la sociedad. Pero visto desde otro punto de vista, esto resulta engañoso, pues da el parecer de que al ser servicios públicos son propiedad del pueblo, cuando en realidad son propiedad del estado que es quien los regula y quien ejerce su control, y lo que por ejemplo hoy puede suponer un sistema de seguridad social protector y equitativo, mañana puede resultar abusivo y corrupto, ya que los intereses de la élite estatal estarán siempre por encima de los intereses de los ciudadanos.

Todas las ideas y argumentos que transmiten los partidarios del estado han tenido siempre fines dogmáticos y aleccionadores que han tendido a justificar la naturaleza opresora y abusiva del que ha hecho gala siempre. Hoy en día, el estado, al servicio del capital, constituye una corporación más que ha sabido ganarse la confianza de la gente a base de inculcar entre la misma ideas falsas que han  ido adquiriendo con el tiempo el nivel de dogma. Todo gobierno es un cuerpo que se ha constituido gracias a la fuerza y por ello atenta contra la libertad individual y social. Así, desmontar sus falacias es un bien necesario para iniciar el principio del cambio.

3 de octubre de 2012

El culto a la carne

Si analizamos con detenimiento la evolución que ha sufrido el consumo de la carne, podemos hallar grandes diferencias en las distintas épocas culturales. Así, en la época primitiva su consumo era muy diferente al actual, el cuál se obtenía por medio del método de la caza. Este método proveía al cazador de una relación directa con el animal que mataba para luego comerse junto al grupo. El animal era visto en casi todos los grupos como un igual entre todas las formas de vida, incluida la humana, indisociable al medio natural del cuál ellos mismos dependían. Por ello, en el momento de comerlo el animal era venerado y su consumo era agradecido por los hombres como un obsequio de la Madre Naturaleza, el cuál debían de tomar para sobrevivir. Podría incluso decirse que se trataba de un ritual. Por otro lado, la práctica de la caza desarrollada en ciertos grupos primitivos fue una evolución motivada por cuestiones climáticas y de supervivencia, y esto hizo que ésta fuera un recurso esencial e inevitable.


Con la llegada de la agricultura en el Neolítico, hace unos 10.000 años, de forma paralela llega la era de la domesticación de los animales. Independientemente de los motivos que provocaron la transformación, los hombres se fueron dando cuenta de que domesticar a los animales más mansos era una labor mucho menos peligrosa que la de la caza, evitando riesgos innecesarios, y además reportaba otras ventajas como el incremento de la producción ganadera, en relación con el crecimiento de la población de los grupos. Así, durante miles de años cada vez se fueron domesticando más animales no solo para la obtención de alimento o como fuerza de trabajo, sino también para la obtención de pieles o lana, y más adelante como entretenimiento público. En este contexto, la relación del hombre con el animal empieza a cambiar, pues los animales -hervíboros en su mayoría- que viven en un estado salvaje en la naturaleza, ahora experimentan la total dependencia del hombre, que es quien los “cuida” y alimenta para luego obtener un beneficio. Ante esta nueva relación ya no existe ningún tipo de veneración hacia el animal ni agradecimiento por los bienes dados. La domesticación se generaliza culturalmente y se adopta poco a poco como una costumbre a imitar.


Finalmente, la era industrial del siglo XIX transformó radicalmente la ganadería. El imparable crecimiento de la población humana demanda cada vez más producción agrícola y ganadera, con lo que dispara a su vez el número de animales usados para consumo humano. El cambio es total. El animal ya no es un animal, sino un número y un recurso, usado con el fin de engordar tanto en el menor tiempo posible para aumentar la producción. La domesticación se convierte en hacinamiento y esclavitud. Y la relación entre hombre y animal se reduce a la de verdugo y víctima.


Pero no fue hasta pasadas las dos Guerras Mundiales cuando el consumo de carne se multiplicó desproporcionadamente provocando el desastre medioambiental. Es a partir de esta época cuando aparecen los mitos de la carne: planteamientos interesados y parciales para justificar y generalizar el necesario consumo de carne. Argumentos dirigidos a nuestra salud, como aquel que nos han repetido médicos hasta la saciedad de “no podemos vivir sin las proteínas de la carne” es extendido como un dogma de fe. O aquél que alude a la historia como el que argumenta que “siempre hemos comido carne”, no dejan de ser ideas falsas, inventadas y difundidas por la industria alimenticia y los apologistas de la carne.


La producción masiva actual de carne se ha destinado a las afueras de las ciudades siguiendo una cadena lógica: centros de engorde- transporte-mataderos y preparación. De esta manera, el consumidor medio de carne es aquél que ya no tiene contacto alguno con el animal. Guiado por un instinto carnívoro que portan sus genes, escoge sus porciones en bandejas de grandes o pequeñas superficies, cuidadosamente preparadas y embaladas, y que luego se come sin plantearse en ningún momento de dónde viene el producto y cómo es elaborado. A su vez, los grandes restaurantes de comida rápida ofrecen sus hamburguesas suculentas a precios económicos para atraer cada vez más público. En este contexto, cualquier consideración ética está fuera de lugar, pues el simple sabor y los mitos ya mencionados son antepuestos a toda objeción. El consumidor ha sido engañado y manipulado en este sentido por el interés de la industria cárnica.


Hasta ahora nos hemos referido a la forma generalizada del consumo de carne actual. Sin embargo la culminación del culto a la carne tiene lugar en esas reuniones de humanos devorando carne y despertando su lado más salvaje, las llamadas barbacoas. Estas celebraciones ridículas no son más que demostraciones del instinto más primitivo del hombre, un alarde del comer carne por comer. Una forma de quererse alejar del “hombre civilizado” actual y parecer por unos momentos un bárbaro. Pero dejemos las cosas claras, los hombres primitivos jamás hacían algo parecido a una “barbacoa”. En éstas no hay ningún tipo de veneración ni agradecimiento al animal que se consume, sino la más rastrera burla y desprecio. Es en éstas fiestas en donde los mitos de la carne hacen mayor estrago, cuando el consumo se vuelve devoción y estupidez, y cuando uno se plantea seriamente si esto es una muestra de eso que llaman civilización, o más bien una reunión de personas embrutecidas que se ahogan en su propia ignorancia y que son incapaces de comprender lo que realmente están festejando. Las barbacoas no son otra cosa que un culto a la esclavitud animal; una justificación inventada del poder del hombre sobre la bestia. Porque una cosa es comer carne por una “supuesta” necesidad y otra bien distinta es querer demostrarlo con actitud arrogante haciéndose pasar por algo que no se es, como se suele hacer en las pertinentes barbacoas.