14 de octubre de 2012

El Estado autoritario y los cuerpos represivos

Desde la caída del Antiguo Régimen y la unificación de los primeros estado-naciones en el continente europeo, éstos han vivido su propio proceso de evolución. La argumentación que ha sostenido siempre la necesidad de un estado, como administración o gobierno, mediador entre las instituciones que lo conforman y el conjunto del pueblo ha sido el mejor recurso utilizado por sus partidarios para su propia justificación frente a otros sistemas políticos basados en la negación de este cuerpo como órgano máximo de autoridad. Con el tiempo, esta noción se ha ido afianzando entre sus defensores y el pueblo, al cuál iba dirigida, incapaz de imaginar una sociedad libre de toda forma de gobierno, acabaría por aceptar su poder como algo inherente a su propia existencia.

Habiéndose dado en la historia multitud de divisiones de gobierno, desde la república a la dictadura, pasando por la monarquía o incluso el intento de estado transición hacia una supuesta sociedad utópica y socialista en la Unión Soviética, los gobiernos actuales, dentro de cada una de sus diversas denominaciones presumen de llamarse a sí mismos, de forma descarada, estados democráticos, como si ésta palabra los dotara de una diferencia especial frente a regímenes más represivos como los estados totalitarios o no democráticos, argumentando a su favor el hecho de que el gobierno ha sido elegido de forma legítima por una mayoría de ciudadanos y no por la fuerza. Así, se consigue reducir el significado de la democracia a una mera cuestión de representación en la que el ciudadano ejerce su derecho a voto cada cuatro años, lo que sería el reflejo de una clara usurpación del propio término, que proveniente del griego, era sinónimo de asamblea popular. Poco importa ya el grado de represión con el que actúen los nuevos gobiernos mientras hayan sido elegidos democráticamente, pues esta careta les proporciona la escusa perfecta para desarrollar todo su potencial autoritario.

Pero históricamente y a medida que se iban implantando los estados como cuerpos de máxima autoridad y supuestamente necesarios para establecer el orden entre los ciudadanos, a su vez éstos debían rodearse de un conjunto de subcuerpos imprescindibles para darle mayor credibilidad, defenderlo de posibles ataques externos pero ante todo internos y básicamente para imponer y justificar todas sus acciones de autoridad. También era necesario establecer un conjunto de preceptos que regularan las distintas relaciones entre los ciudadanos, de obligado cumplimiento y que fueran dirigidos a salvaguardar el orden. Es así cuando surgen las leyes, decretos, constituciones y demás normas impuestas e ideadas por los grupos de poder, en un claro ejercicio de parcialidad e interés propio. A su vez, un cuerpo encargado de administrarlas y juzgar su incumplimiento, y otro para castigar a quién las transgrede. En general, todas estas invenciones de las que se sirve un estado no son más que un alarde de su autoridad y una forma de perpetuar su poder como algo que ha caído del cielo.

Haremos un breve repaso de todos estos cuerpos como los ejecutores de la autodenominada autoridad gubernamental y su consecuente comportamiento represivo.

En primer lugar, el ejército como cuerpo creado por todos los estados, necesario para la defensa nacional ante eventuales ataques o para la participación en guerras concretas. Históricamente, los ejércitos no solo han servido para defender a sus propias naciones de otras, sino que también lo han hecho para defender al propio estado del ataque interno de ciudadanos descontentos con el gobierno o el sistema que se les ha impuesto, desembocando a menudo en  revueltas sin consecuencias relevantes o en una guerra civil en el peor de los casos. Sin duda, esto constituye una demostración de que éstos son el brazo armado del estado para defender su posición y a la vez para desplegar todo su poder. Una de las características de los ejércitos es su carácter permanente, es decir, para siempre, aún admitiendo su paradójica justificación de que son creados por el estado para mantener la paz y el orden, pero siempre dentro del marco que a él mismo le conviene. Al margen de todas estas consideraciones, los ejércitos son un cuerpo de represión creado para hacer del estado algo inviolable e imperecedero, mantener siempre vivo el espíritu ante la amenaza de posibles guerras futuras entre las naciones y alimentando el odio nacionalista. Tanto es así que hoy en día no hay probablemente ningún país en el mundo que carezca de ejército.

En un grado menor al ejército se encuentra el sistema policial, dentro de todas sus diferentes subdivisiones, dirigido supuestamente para mantener el orden interno de los países y hacer cumplir las normas impuestas. No obstante, éste cuerpo se encarga principalmente de evitar los ataques contra la propiedad privada, el estado,  las corporaciones y las personas físicas por aquello que llaman delincuencia común, asociando ésta frecuentemente a un producto de factores como la inmigración, la pobreza, las drogas, etc. en vez de una consecuencia directa del propio sistema social, que es el responsable directo de desigualdades y la miseria, y por ende de la delincuencia. Así, se transmite al ciudadano la sensación de que la policía está para protegerlo y cuidar de su seguridad frente al delincuente, y la cuál siempre estará de su parte, pero nada más lejos de la realidad, pues la policía siempre ha estado y estará de parte de los más poderosos.

En la misma categoría se encuentra el sistema judicial, encargado de hacer cumplir el conjunto de leyes y normas de un estado, juzgar los delitos mayores y menores, e impartir sentencias, ya sean administrativas a base del pago de sanciones económicas, o penales, que implican privación de libertad. Pero lejos de admitir el papel que tiene el estado y el capital en las diferentes causas que provocan la delincuencia, conscientemente se crea un cuerpo supuestamente mediador y neutral para perpetuar la idea de que éste es justo y necesario para la protección de los ciudadanos y evitar el caos entre ellos. El sistema judicial, que nada tiene que ver con el valor de justicia universal, es una pieza fundamental para el estado y sus instituciones, y para las grandes corporaciones. En la práctica, ha alcanzado un evidente carácter parcial, excluyente y corrompido en todas sus funciones. Bien es sabido que aquéllos que tienen más dinero tendrán más posibilidades de evadir la justicia que aquéllos que tienen menos.

En otro nivel, pero no por ello menos coactivo, se encuentra la administración del erario público mediante el sistema fiscal, el cuál es organizado y gestionado por el propio estado, con el consecuente problema de distribución igualitaria del pago de los impuestos, que al igual que en el sistema judicial, es susceptible de corromperse en favor de los capitales más elevados y a la vez, de ofrecer fáciles técnicas de evasión al alcance de los que más poseen. Por otra parte, el ciudadano de a pie paga pero no decide en absoluto cómo y a dónde irá destinado su dinero, pues estas competencias corresponden única y exclusivamente al propio gobierno.

La nacionalización histórica de los servicios públicos esenciales de un país ha supuesto siempre una justificación perfecta para afianzar el poder del estado y extender la idea de su carácter protector de la sociedad. Pero visto desde otro punto de vista, esto resulta engañoso, pues da el parecer de que al ser servicios públicos son propiedad del pueblo, cuando en realidad son propiedad del estado que es quien los regula y quien ejerce su control, y lo que por ejemplo hoy puede suponer un sistema de seguridad social protector y equitativo, mañana puede resultar abusivo y corrupto, ya que los intereses de la élite estatal estarán siempre por encima de los intereses de los ciudadanos.

Todas las ideas y argumentos que transmiten los partidarios del estado han tenido siempre fines dogmáticos y aleccionadores que han tendido a justificar la naturaleza opresora y abusiva del que ha hecho gala siempre. Hoy en día, el estado, al servicio del capital, constituye una corporación más que ha sabido ganarse la confianza de la gente a base de inculcar entre la misma ideas falsas que han  ido adquiriendo con el tiempo el nivel de dogma. Todo gobierno es un cuerpo que se ha constituido gracias a la fuerza y por ello atenta contra la libertad individual y social. Así, desmontar sus falacias es un bien necesario para iniciar el principio del cambio.

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