28 de diciembre de 2012

El mito del “buen civilizado”

El ser humano moderno presume a menudo de serlo y se vanagloria continuamente sin darse cuenta de que no hay nadie distinto a él que escuche tan altivas demostraciones. Por supuesto, tal grado de presunción va dirigido a sí mismo (ésta es, según Nietzsche, la forma más común de engaño). Dicho sea de paso que no ha habido jamás en ninguna parte -que se sepa- tamaña demostración de arrogancia. En efecto, el ser humano actual utiliza varios recursos para justificar dicha demostración. Uno de ellos estriba en hacer denigrante cualquier época pasada -cuanto más lejana más denigrante-, arguyendo con esto que la única vía posible para el ser humano es la del progreso hacia no se sabe dónde, justificando asimismo que para que la idea del progreso fuera válida y además creíble, necesariamente el pasado siempre ha de ser peor. Esta proposición que tanto vende y a la vez arraiga en la mente de las personas es, profundamente analizada, de una estupidez majestuosa, además de que muchas veces resulta falsa. También debemos ser rigurosos y descartar aquello de que “cualquier tiempo pasado fue mejor” -cualquiera no, pero muchos sí-. Ahora el ser humano tiene la excelentísima cualidad de que se va mejorando a sí mismo (en estupidez, por supuesto).

Una de las designaciones más usuales que utiliza el hombre moderno es la de atribuir a todo lo anacrónico como algo primitivo, dándole con esto un sentido peyorativo, es decir, bruto, zafio y retrasado, mientras que ser moderno es estar a la última y además ¡ser más inteligente! Esto es además una señal de inequívoca ingenuidad por la autoprivación que se hace el hombre moderno en cuanto a lo que su pasado puede enseñarle. Concretamente en esta entrada hablaremos no del pasado más reciente sino del más remoto, aquel del que menos se sabe por la propia lejanía, pero del que probablemente tengamos más que aprender: nuestro pasado primitivo previo al gran salto de la civilización, pero eso sí, esta vez al margen de interpretaciones subjetivas.

Son pocos los autores que han hablado del hombre salvaje como un ejemplo a seguir, siendo lo más común presentar la vida primitiva como si fuera mala por naturaleza. Pero al igual que en el mito del buen salvaje atribuido a Rousseau, el resto de acusaciones vertidas por los fieles al progreso sobre la supuesta depravación del mundo salvaje, siempre en comparación con los adelantos de la época civilizada, tienen, examinados profundamente, igual o mayor grado de mito.

En efecto, presentar el mundo salvaje previo al Neolítico como un mundo idílico no podía ser más que una idealización, aunque los nuevos estudios antropológicos tienden a desmentir en parte su naturaleza. Por otro lado, poco o ningún esfuerzo se hizo por entender la obra de Rousseau ni a donde quería llegar con ella. Su especial dedicación en ahondar en las desigualdades sociales le hizo escarbar necesariamente en los inicios de la civilización y en las grandes diferencias que trajo ésta con respecto al mundo salvaje del que evolucionó. El resultado de sus pesquisas, quizás, cierto es, exagerado por sus motivaciones románticas, fue presentar estas diferencias entre uno y otro mundo con el objeto de arrojar algo de luz sobre el origen de las desigualdades. Para él no había duda de que dichas desigualdades surgían de la vida en sociedad y no de la vida salvaje. Suyas son estas palabras que definen muy bien esta postura: ...los vicios que vuelven necesarias las instituciones sociales son los mismos que vuelven inevitable el abuso. Así, estos vicios, lejos de ser propios de la naturaleza humana como nos hizo ver Hobbes afirmando que “el hombre era un lobo para el hombre”, nacen de la vida en sociedad. Rousseau le objetó a Hobbes que cometió este error porque no había escarbado lo suficiente en el tiempo.

Pero cabe mencionar algunos de los cambios básicos que introdujo el mundo civilizado con respecto al mundo salvaje y que un primitivista declarado como John Zerzan se ha dedicado a analizar en esencia, tratando de demostrar que estos grandes cambios son el motor de la degradación de la sociedad. Estos cambios simultáneos unos de otros y acaecidos en cadena tras un largo periodo de estabilidad, comienzan a perfeccionarse tras la llegada definitiva de la agricultura, motivada posiblemente por un incremento previo del sedentarismo y de la población de los grupos primitivos. Cómo y porqué tras un periodo larguísimo de tiempo paleolítico en el que la obtención de recursos se mantuvo estacionaria gracias a la recolección, la caza y la pesca, se dieron las circunstancias para tan drástico cambio es algo difícil de saber. Pero el resultado es que tras este periodo en el que el hombre era una parte integrante más del medio y como tal desarrolló un gran conocimiento del mismo y de sus formas de vida, se vio truncado por culpa de dichos cambios.

La gran cadena de la civilización acababa de comenzar. La nueva era se caracterizaba por una noción básica: el hombre ya no necesitaría ser una parte integrante de la naturaleza porque había aprendido a dominarla. Así, a la vez que se hizo sedentario, descubrió el enorme poder de cultivar la tierra y domesticar animales. En el momento en que empezó a delimitar los terrenos dedicados al cultivo y al pastoreo afianzó las propiedades y los privilegios, potenciando a su vez un sistema de jerarquías cada vez más complejo y la demostración de dicho poder mediante la fuerza; al multiplicar los alimentos, la población creció inevitablemente, se estableció y desarrolló mejores herramientas que posibilitaron la especialización laboral, incrementando el tiempo dedicado al trabajo.

Todos estos grandes cambios acaecidos en cadena necesariamente debían conducir a nuevas formas de dominación que se convertirían en un círculo vicioso. Así, a medida que el hombre creaba más y más trabajos, cada vez más complejos según las necesidades, se hacía necesario a su vez mejorar las técnicas, incrementando la eficacia y aumentando todavía más la población. Y a medida que aumentaba la población, se hacía necesario incrementar dicha eficacia mediante la mejora de las técnicas. Esto a priori no representaría ningún problema de distribución de los recursos y podría pensarse que la igualdad de las personas estaba garantizada. Por supuesto no podía ser así porque la noción de dominación no solo se dirigía a la naturaleza sino también hacia los propios humanos. El sistema de jerarquías que había seguido a la creciente administración de la propiedad propició la instauración de los privilegios como por ley divina y todo el montaje que siguió después para su justificación. Así, poco a poco y según aparecían las primeras ciudades, oligarcas y súbditos empiezan a constituirse en clases. A partir de aquí, la cadena empezaba a declinar en una secuencia imparable de justificaciones que traerían los funestos resultados de la civilización en forma de esclavitud, patriarcado, religiones, militarismo, imperios y conquistas. Es en este momento cuando el poder, corrupto por naturaleza, empieza su particular carrera de perfeccionamiento.

Schopenhauer no es conocido por escribir sobre primitivismo, pero en uno de sus libros dijo algo significativo al respecto: los salvajes se devoran entre sí y los civilizados se engañan mutuamente. La primera de las aserciones podía referirse al canibalismo practicado por algunos grupos minoritarios y motivados por circunstancias especiales; por lo demás nada que se pudiera generalizar a todos los grupos. Pero la segunda no puede ser más acertada. El poder, una vez institucionalizado, no sabe hacer otra cosa que engañar a sus súbditos para justificarse, extendiendo esta práctica entre todos e imponiendo un modo de vida supuestamente cooperativo entre los individuos, pero que no deja de ser una cooperación motivada por el interés personal. El medio usado es el de la mentira mutua y la competitividad por ver quién es el más eficaz. Este es el verdadero legado del “buen civilizado”.

Son muchos los que podrán recurrir al avance tecnológico y la ciencia como signo de progreso. Empezando porque todos estos avances surgen y se extienden gracias al poder y porque a este le interesa, es decir, son impuestos por la violencia para incrementar el control social, aquellos no son más que eslabones de la propia cadena trazada por la civilización. Las supuestas comodidades que dichos avances nos han proporcionado no son más que necesidades inventadas por la civilización y desarrolladas hasta el extremo por el mundo moderno. Recurrir a ellas para vanagloriar el presente no es más que admitir la victoria del poder.

En la actualidad, el mundo ficticio que ha montado este periodo relativamente corto en comparación con el del hombre primitivo amenaza con destruir sino totalmente, al menos parcial e irreversiblemente la naturaleza que el ser humano se ha empeñado en dominar. Mediante un sistema económico imperante que ha desarrollado un modo de vida basado en el consumismo desenfrenado, el despilfarro y el agotamiento de los recursos, una sociedad que no da importancia alguna a que la población crezca de forma desorbitada, y una filosofía absurda por la que el humanismo más obtuso es justificado por la casi totalidad de la humanidad, privándose a su vez cualquier progreso de tipo moral y racional, el resultado es que ahora más que nunca los estragos en la naturaleza y en las formas de vida -tanto humana como animal- son infinitamente mayores que cualquier otra época. Lo extraordinario es que el impacto es tanto mayor a medida que avanzamos en el tiempo. Por tanto, permítaseme justificar que si el estado salvaje que describió Rousseau era un mito en parte, el estado civilizado lo es totalmente.

Marshall Sahlins es un antropólogo que ha estudiado de forma amplia el mundo salvaje previo a la civilización además de los grupos actuales y sus conclusiones van en esta misma línea. Según afirma nunca en la historia ha habido un periodo de hambre como el de la actualidad, hasta el punto de que ésta aumenta según evoluciona la cultura. Él se ha centrado en la cuestión del hambre en el sentido de que no deja de ser un acto criminal el hecho de que más de un tercio de la humanidad pase hambre mientras otros pocos viven en la opulencia. No obstante, la misma regla se le puede aplicar a todos los males derivados de la civilización.

Otro gran estudioso de la condición humana en la historia y la cultura como Lewis Mumford desmonta con pruebas convincentes “el mito de la máquina” para desmentir la teoría oficial por la que durante años se le ha atribuido a la invención de herramientas y a la mecanización una importancia infundada en detrimento del lenguaje o los rituales, incluso afirmando el hecho de que el uso de herramientas no podía haberse desarrollado sin la organización social y la magia atribuidas a los hombres primitivos.

Lejos de los prejuicios primitivos difundidos por la antropología clásica y los apologistas del progreso, la vida salvaje fue una época de integración en el medio, de conocimiento y sabiduría en lugar de inteligencia, de bienestar y moderación en vez de progreso, de equilibrio natural y de austeridad en vez de derroche. Tampoco debemos dejar de omitir que los estudios evidencian la importancia de la mujer, ya que hombre y mujer vivían en el respeto mutuo, que el tiempo dedicado al trabajo era menor y el dedicado al ocio y al cultivo del conocimiento era por consiguiente mayor, que los animales cazados eran venerados, que la propiedad no tenía sentido cuando no había nada que guardar ni cosas de gran valor, y que los únicos líderes a los que había que seguir eran los hombres más longevos de la tribu que transmitían sabiduría al grupo.

Con todo, no podemos a la vez presentar este estado como un mundo de color de rosas, a pesar de que queramos soñar con él como lo hizo Rousseau. Ni existe ni es deseable un mundo idílico hedonista donde todos los individuos sean felices. Evidentemente, la vida no pudo ser tan fácil en la época glaciar en donde  tan solo el frío era un enemigo a combatir, en donde la caza era una práctica arriesgada que en muchas ocasiones dejaba muertos y heridos, y en donde los distintos pueblos al vivir tan separados unos de otros no podían dejar de temerse entre ellos, dando lugar a inevitables conflictos por defender lo propio frente a lo desconocido, pero que ni mucho menos se pueden comparar a las deliberadas guerras e invasiones del mundo civilizado. Kaczynski, de forma sorprendente, escribió un breve ensayo en donde aportaba pruebas para desmitificar el mundo salvaje con el que soñaban los primitivistas como Zerzan, pero incluso en el mismo admite que aún así aquel mundo tuvo que ser mejor en muchos aspectos que el actual.

Lo más importante de esta historia es extraer los elementos más positivos de cada uno de los dos mundos, porque aunque uno evoluciona del otro, los cambios son tan profundos que se diría que son antagónicos. Uno no tiene más que ver cómo viven las tribus actuales para corroborar este dato. Aunque mucha de la información del pasado no es más que mera conjetura, del presente podemos extraer conclusiones reales. Los apologistas del progreso podrán seguir empeñados en hacernos creer que la vida civilizada no solo es mejor que cualquier otra vida pasada sino que es la única posible -este hecho, por otra parte, ha servido para engullir cualquier resquicio primitivo, sometido a la voluntad de las nuevas formas de vida dominantes-. Por desgracia, no se dan cuenta que lo único que consiguen con esto es borrar una parte de nuestro pasado, que sin duda durante mucho tiempo fue mejor en términos generales, privándonos así la posibilidad de aprender todo su legado.

17 de diciembre de 2012

Historia de una difamación

Con toda seguridad, no hay concepto en la lengua castellana más difamado  y calumniado como el del anarquismo. Desde que esta ideología empezara a forjarse entre las conciencias de los oprimidos, el poder burgués de aquélla época y el liberalismo económico empezaron a temer seriamente por la consecuencias que podría tener para sus intereses el hecho de que esta ideología se extendiese como la pólvora. Fueron los primeros teóricos anarquistas como Proudhon o Bakunin quienes recopilaron en libros el conjunto de las ideas que preconizaban las clases trabajadoras, cuya base era la destrucción del estado como premisa clave para acabar con las injusticias sociales. Por ello y en vista de lo cuál fue necesario una política de desacreditación urgente y represión contra estas “peligrosas” ideas, que además tenía la peculiaridad de que escarbaba directamente en el origen de las desigualdades. Lo que nos lleva a preguntar cómo una ideología que reclama la abolición de toda forma de autoridad es calumniada antes siquiera de poder llevarse a la práctica. Es evidente que la amenaza era demasiado patente. Esta es la historia de la gran difamación que ha perpetrado durante siglo y medio el poder burgués en contra de la ideología más renovadora de toda la historia, la que basaba toda su razón de ser en el ejercicio de la libertad suprema, la que podría habernos evitado caer definitivamente en el infantilismo en el que nos ha sumido el tiempo de la máquina y la era digital.

Esta difamación, tan silenciada como olvidada por las nuevas generaciones de ultracapitalistas y prosistemas, está presente en el lenguaje como primer objetivo de desterrar al anarquismo hacia formas degradantes y antisociales. Así, aunque la palabra anarquía conservara etimológicamente su significado inicial (del griego an-arquía: no gobierno), y que a su vez guardaba parentesco directo con la acracia (del griego a-cracia: ausencia de autoridad) se expusieron como formas problemáticas de llevar a la práctica solo por el hecho de definirse a sí mismas como la ausencia de todo poder o autoridad. Por tanto, si el establecimiento del poder y por ende del gobierno eran signo de estabilidad y orden, el no gobierno debía ser todo lo contrario: caos y desorden. He aquí la primera de las calumnias, la cuál se plasmó de forma oficial con su inclusión injusta en el diccionario de la real academia de la lengua. Con los años, esta premeditada y falsa definición se apoderó de las personas que la empezaron a utilizar tal y como venía en el diccionario. Así, en prensa, en televisión y hasta en la literatura podemos encontrar multitud de referencias hacia ella que demuestran el poder inmenso de la seducción de las palabras y de la manipulación de las personas que ocupan el poder.

El otro gran objetivo de la difamación y más importante si cabe se focalizaba en la vida social, en donde el movimiento obrero anarquista, en paralelo muchas veces con las ideas comunistas y socialistas hasta que las evidentes disensiones los separaron definitivamente, emergía de forma esperanzadora a partir de la mitad del siglo XIX y hasta bien entrado el XX en contra de la clase dominante. Sabedora ésta de las aplastantes verdades que aportaba dicho movimiento renovador y de las amenazas reales de echar por tierra sus planes, debía hacerse una política de demonización contra el mismo para impedir toda proliferación, y si era necesario hacerlo inventando las más lamentables argucias para su descrédito. Su oportunidad clave fue el aprovechar la corriente más radical y violenta del movimiento con el fin de generalizarlo y como se dice de forma coloquial “meterlo todo en el mismo saco”, para convencer a la opinión pública de que éstas ideas fomentaban la violencia e iban contra toda estabilidad social.

Alrededor de 1880, coincidiendo con un período de miseria generalizado de la vida rural, en el movimiento obrero se empezó a difundir  “la acción directa” como forma de lucha contra el poder. Si bien esto no era asociado a actuar de forma violenta, algunos anarquistas decidieron que la violencia como defensa propia sí era legítima en algunos casos. Así, los actos terroristas que fueron perpetrados contra ciertos cargos políticos -nunca contra civiles-, fueron actos individuales que cometieron algunos anarquistas, motivados por venganzas personales o intentos de extender entre el pueblo que la violencia era el único medio efectivo para derrocar al poder, pero éstos no representaban al conjunto del movimiento. Algunos se dieron cuenta de que lo relevante no era determinar si la violencia era legítima, sino si era útil para conseguir los fines. De forma paralela, se iba fraguando otra corriente del anarquismo pacifista, promovida por pensadores pacifistas como Thoureau o Tolstoi, que abogaban siempre por la resistencia no violenta y que más tarde serían las ideas que inspiraron a Gandhi.

Independientemente del uso de la violencia que haya ejercido alguna facción del anarquismo en el pasado, es indudable que éste supuso el golpe definitivo que necesitaba el poder para condenar las ideas anarquistas al terrorismo más sanguinario. Aún así, los actos que hayan podido cometer los anarquistas representan una minoría del total de los actos terroristas cometidos por infinidad de grupos en la historia: comunistas, republicanos, fascistas, cristianos, mahometanos, budistas también cometieron actos terroristas y no han sido difamados como lo fue el anarquismo. Con todo, si tenemos que nombrar al mayor de todos los terroristas sin duda éste ha sido y es el estado, a pesar de su autodefinición de “legítimo” que al parecer le dota de total impunidad. A este terrorismo histórico se le ha sumado en la actualidad otro igual de peligroso, si no más, como es el terrorismo patronal.

Y qué mejor que exponer varios ejemplos que corroboren el sentido de la difamación urdida contra el anarquismo:

Uno de los primeros es aquél que sucedió con el caso de la supuesta organización anarquista y secreta “La Mano Negra” en la Andalucía de finales del XIX. La supuesta organización surgiría a principios de la década de 1880 por las extremas condiciones de miseria que padecía el campesinado andaluz y la consiguiente tensión social contra los terratenientes. Según el gobierno, ésta organización terrorista quería imponer sus ideas anarquistas a base del asesinato de las esferas del poder. Por ello, se inició una intensa investigación y persecución de los supuestos integrantes a los que se les atribuía diversos asesinatos ocurridos por aquellos años. Con ello, se inicia un intenso proceso de inculpación en el que se aportan pruebas absurdas, testimonios dudosos, y falsas acusaciones, que culminaron con la condena a muerte de quince acusados, de las que siete fueron ejecuciones en público. Hoy, casi todos los historiadores coinciden en que todo esto fue un invento perfectamente maquinado por parte del gobierno como una clarísima pretensión de asestar un gran golpe y desacreditar al movimiento anarquista.

Otro caso de gran impacto social y de calumnias fue el de la condena a muerte de Sacco y Vanzetti, dos inmigrantes italianos anarquistas que fueron ajusticiados en la silla eléctrica en 1927 por parte del gobierno de los EEUU después incluso de saber éste que eran inocentes. Los dos inculpados, utilizados como cabeza de turco, fueron acusados de robo y asesinato de dos personas. Tras un juicio largo y polémico lleno de dudas, el veredicto del jurado, sospechoso de parcialidad y xenofobia, dictó la pena capital para los dos acusados. Lo dramático del caso es que antes de que dicha condena se produjera, el gobierno supo de la inocencia de los acusados ya que los verdaderos culpables confesaron su autoría. Aún así, ni las siguientes apelaciones por parte de la defensa, ni los millones de voces en todo el mundo que pedían el indulto y la libertad para los dos italianos, el gobierno, temeroso de que una retractación hiciera mostrar su debilidad, decidió continuar con la sentencia. Como ellos mismos dijeron antes de morir, la injusticia que rodeaba todo su proceso haría más fuerte al movimiento libertario en todo el mundo y así, sin saberlo, se convirtieron en dos símbolos de la causa anarquista.

El último caso que queremos contar es el que sucedió de vuelta en España con el fusilamiento de otro cabeza de turco, el pedagogo Francisco Ferrer y Guardia, acaecido tras los sucesos de la Semana Trágica en Barcelona, en los que se le relacionaron injustamente con ciertos delitos, ya que ni siquiera se hallaba en el lugar de los hechos. Entre otras cosas se le acusó falsamente de quemar conventos e iglesias. Además, en su juicio se prohibió el testimonio de personas que pudieran proclamar su inocencia. Todo respondía a una evidente reacción por parte del gobierno que tenía como objetivo eliminar del mapa a un enemigo peligroso para el poder cerrando definitivamente su proyecto libertario y dar ejemplo con ello. Su “delito” fue haber fundado la Escuela Moderna, en la que se impartía un método de enseñanza renovador, libre de adoctrinamiento y competitividad, en la que la libertad era considerada la base de toda educación y que pronto se ganó el desprecio del estado y de la Iglesia.

Estos son solo tres ejemplos de la incesante búsqueda de chivos expiatorios por parte del poder para justificar sus acusaciones sobre el anarquismo y mostrarlo a la opinión pública como un grupo de locos sin ideales y con ganas de sembrar el terror.

Pero lejos de toda esta serie de interminables calumnias injustificadas en contra de los ideales y la práctica del anarquismo, éste siempre se ha mantenido al margen de todo y ha tratado dentro  de lo posible desmitificar las falsas acusaciones que históricamente han sido difundidas en su contra, utilizando simplemente la fidelidad a la verdad que siempre le ha caracterizado.

Al respecto, el anarquismo basa toda su razón de ser en la realización de la libertad plena del individuo para que pueda desarrollar toda su capacidad y autonomía. Como tal,  no quiere decir ni mucho menos que cada cuál haga lo que le dé la gana, idea falsamente difundida también  entre la sociedad. El anarquismo es asociación entre individuos iguales, organizados en asambleas donde se deciden acuerdos mutuos y coherentes encaminados a crear una sociedad estable, libre e igualitaria, que nada tiene que ver tampoco con crear una sociedad perfecta.

El anarquismo se declara antiautoritario porque considera que toda forma de autoridad se basa en la anulación y el dominio de una voluntad sobre otra que es obligada a obedecer. Así, toda forma de dominación tiende a la explotación y al esclavismo, y por tanto es degradante e inmoral. Todas las formas de poder, llámense gobiernos, municipios o partidos políticos son formas de autoridad y dominación que sin embargo ofrecen una cara falsa de libertad por el ejercicio de la representación disfrazada últimamente con la careta de la democracia. Como sistemas de jerarquías impuestos por la fuerza en el pasado, no dejan  de ser más que obstáculos que impiden la realización de toda libertad tanto individual como colectiva.

En el nivel más práctico, la sociedad anarquista es sinónimo de igualdad económica y social. Los medios de producción al servicio del capitalismo, que es el sistema actual, suponen la apropiación de los mismos por parte de un puñado de personas en detrimento de la mayoría. Así, la igualdad plena solo se puede obtener por la liberación de los medios productivos puestos al servicio del pueblo, es decir, comunes. La solidaridad es la clave para hacer efectiva la cooperación entre los trabajadores y sus necesidades. El trabajo deja de ser esclavo y la jornada es reducida al mínimo.

En cuanto a otros ámbitos como la educación, lejos de ser un método de adoctrinamiento y preparación para la vida futura empresarial, se basa en el libre pensamiento, el desarrollo de conocimientos, y la elección libre de enseñanza. El ocio es considerado una parte muy importante para las personas, que buscan el placer mediante el juego o la creación artística, sin caer en el vicio. Las religiones tradicionales como formas de culto (al igual que las modernas) se hacen innecesarias. El planeta y los animales son vistos como algo que hay que proteger y cuidar, por tanto se rechaza cualquier razonamiento antropocéntrico como una forma más de dominación.

Con todo, y a pesar de que los principios básicos que propugna esta ideología se mantienen vigentes y son válidos para su aplicación en cualquier contexto histórico es posible que sea  necesaria una reformulación del anarquismo en relación al contexto actual en el que nos encontramos. Nuevas corrientes del ecologismo profundo o del anarcoprimitivismo advierten que las causas del problema son mucho más complejas de lo que nos imaginamos, que el modo de vida actual repercute directamente en el impacto del hombre en el planeta y en su escala de valores y que solo escarbando en la raíz podremos hallar los orígenes de nuestro comportamiento destructivo. En cualquier caso, a los hechos nos remitimos: la sociedad actual, desbordada por el sistema capitalista, la centralización, la urbanización, el imparable crecimiento demográfico, la masificación, la degradación de lo social y el infantilismo del avance tecnológico es por entero incompatible con el ejercicio de la libertad y la autonomía de los individuos.

4 de diciembre de 2012

Falacias del militarismo

Los primeros estados trajeron consigo la nefasta consolidación de los ejércitos permanentes y con ello la necesidad de estar preparados siempre para cualquier conflicto bélico eventual. Tanto es así que hoy nos encontramos ante la paradoja de que mucha gente que afirma estar en contra de las guerras, defiende el mantenimiento de los ejércitos como algo necesario, cayendo en una contradicción de términos. En primer lugar conviene recordar que todos los ejércitos fueron constituidos por los estados sin el consentimiento mayoritario de la población y que sus posibles funciones futuras no solo se dirigen a defender a la propia nación de ataques de otras naciones, sino sobre todo a sofocar cualquier tipo de revuelta interior por parte de una descontenta población por la política del gobierno, o dicho de otro modo, defender el poder establecido y por el cual se mantiene el statu quo en contra de cualquier intento revolucionario que amenace su disolución.

Es importante recalcar que no es concebible un mundo sin guerras mientras sigan existiendo y se mantengan los ejércitos. Tal vez suene utópico pensar en un mundo sin ejércitos pero es necesario comprender que para que existan guerras tienen que existir los ejércitos y no al revés, porque de hecho la experiencia nos demuestra que siempre ha sido así. Las causas de las guerras son el mantenimiento y proliferación de los ejércitos y el consentimiento de los ciudadanos para con los mismos. Por tanto, mientras sigamos pagando con nuestros impuestos todos los gastos militares, las guerras seguirán siendo una realidad, que si bien no será una constante en todos los lugares del globo, siempre estará presente en forma de amenaza explotada por los países más poderosos. Esta amenaza intencionada genera la desconfianza mutua entre países, los cuales realizan continuos esfuerzos para superar en armamento al resto, entrando así en una competición absurda e intimidando de esta forma a aquellos países que puedan tener presuntas pretensiones de ataque.

A menudo se nos suele decir que los ejércitos existen para velar por nuestra seguridad, por mantener el orden y la cohesión social y como tal su mantenimiento es esencial para la vida en sociedad. Pero en realidad, la manutención de los ejércitos supone siempre un detrimento importante de otras necesidades que sí son vitales y tradicionales como la educación (por supuesto no el método de adoctrinamiento actual), la sanidad o el ocio. Ya que todo funciona con dinero y este está siempre limitado, todo lo que se invierta en gastos militares, es decir gastos para entrenar a personas a matar o para fabricar armas, será sustraído de todo aquello que sirve para cosas que contribuyan al progreso moral de los ciudadanos y por tanto éste siempre se verá mermado y obstaculizado mientras se invierta tanto dinero en gastos militares. Si los gobiernos estuvieran interesados en el progreso moral de sus naciones, lo coherente es que tendieran al desarme y la eliminación progresiva de los ejércitos, pero es evidente que si no lo hacen es por motivos obvios. Esto nos debe dar una pista de cuál es la verdadera naturaleza de aquéllos que argumentan que los ejércitos son esenciales en nuestras vidas.

Pero debemos ser justos recordando que hace ya unos cuantos años se consiguió la supresión del servicio militar obligatorio, que más que un logro supuso una concesión por parte del estado que respondía a fines prácticos. Es razonable admitir que este cambio supuso un avance en cuestión de libertades, pero a la vez es importante captar la doble moral que esconde este hecho, ya que si bien los llamados estados “democráticos” lo aprovecharon para apuntarse un tanto en materia de libertades, también lo hicieron para hacer de ello algo meramente circunstancial, ya que la cuestión principal, la del mantenimiento del ejército, seguía vivía, solo que en vez de obligatoria era voluntaria. Además, descartado el carácter obligatorio, el movimiento por la insumisión ya no tendría razón de ser, con lo que se conseguía eliminar si no del todo, sí una buena parte de la lucha antimilitarista postergando a la otra hacia el inevitable descenso, como efectivamente ha ocurrido. Sin importar el hecho de la obligatoriedad o el voluntarismo para el alistamiento en el ejército, la lucha antimilitarista debe retomarse como una parte fundamental de todo progreso moral.

En la actualidad, el concepto militarista se ha visto en la necesidad de potenciar su justificación por parte de los estados más poderosos. Mediante grandes falacias extienden entre la gente el necesario fortalecimiento de todo lo militar en defensa de un supuesto enemigo que casi siempre es inventado para difundir el miedo, y en consecuencia avivar el apoyo incondicional para el mantenimiento de los gastos militares. El mejor ejemplo lo constituye sin duda el de los EEUU. La trayectoria de esta tendencia en el último siglo es evidente: los primeros enemigos fueron los alemanes en las dos grandes guerras mundiales, posteriormente los rusos en la Guerra Fría, y por último los terroristas islámicos en la década de los 90. Hoy por hoy, estas invenciones tienen tan poco fundamento que incluso muchos estadounidenses se muestran escépticos. Si bien el miedo es uno de los motivos principales, el militarismo influyente recurre a toda clase de tácticas viables para su perpetuación. Esto nos hace pensar que independientemente de los motivos reales, ya sean petróleo, oro, coltán o diamantes, por los que algunos estados nos llevan a la guerra irremisiblemente, y los cuáles no son del interés de esta reflexión, existe un evidente interés por parte de muchos estados de mantener el espíritu militarista siempre vivo entre la población, que es la consecuencia directa del sentimiento nacionalista y del exclusivismo xenófobo. He aquí una de las grandes falacias del estado del bienestar que continuamente nos habla de paz entre los estados cuando en realidad nos siguen preparando para la guerra.

Pero no debemos sorprendernos, pues la guerra ha sido desde hace tiempo una las actividades más provechosas para aumentar el poder potencial y real de las naciones, además de un suculento negocio para la industria armamentística. Las dos grandes guerras del siglo XX lo fueron. ¿Por qué se ha llegado a esto? ¿Cuáles son los verdaderos propósitos de la maquinaria militar? Históricamente, la guerra  ha formado parte integral de la civilización y como tal ha sido elevada por los poderes soberanos no solo como un mal necesario, sino en algunas ocasiones hasta natural, argumentando a su favor que la guerra no era más que un remanente de la lucha por la existencia que se da en el reino natural. Sin embargo, estas ideas absurdas no quisieron ver lo que realmente representaba la lucha por la supervivencia de los animales: un mal necesario lleno de violencia, pero desprovisto del grado de belicosidad y odio que conllevan la esencia de las guerras entre los seres humanos. Comparar éstas formas de lucha para justificar cualquier demostración de fuerza no es más que una forma absurda de irracionalidad, pues mientras que la lucha entre presas y depredadores son rasgos biológicos, la guerra no es más que una nefasta invención cultural.

En tiempos de supuesta paz, o mejor decir, de ausencia bélica temporal en una parte del globo, no se debería nunca bajar la guardia, pues la actividad de los ejércitos es continua. Es en estos períodos cuando los estados aprovechan para modernizar y hacer más sofisticado todo lo relacionado con la tecnología militar y el armamento, lo que aumenta el riesgo de las consecuencias de las guerras futuras. Recordemos que los grandes acontecimientos bélicos del siglo XX estuvieron precedidos por largos períodos de grandes inversiones en armamento. La competitividad entre los estados para aumentar desenfrenadamente su poderío militar no hace más que continuar de forma absurda la tendencia del pasado, incluso aunque se tuviera la certeza de que ya no existieran amenazas reales de conflictos, pero sobre todo contribuye en gran medida al aumento considerable de la industria armamentística, que obtiene con ello pingües beneficios. En la actualidad, el avance tecnológico y científico, que paradójicamente siempre han estado al servicio de todo avance militar, multiplican por mil el riesgo y el desarrollo en materia nuclear entre las naciones más poderosas, y nos advierten de alguna forma que el día que llegara la tercera guerra mundial, toda la destrucción que produjeron las dos primeras nos sabría a poco.

Pero además, los gastos militares de muchos de los gobiernos suelen ser utilizados para otro tipo de negocio relacionado con el tráfico internacional de armamento y que como no, reporta enormes sumas de dinero a las multinacionales de las armas. El objetivo es en muchas ocasiones países en guerra que necesitan grandes cantidades de armas o que sin estarlo permanecen en tensión prebélica continua. Con esto y nuevamente sin nuestro consentimiento muchas veces se nos hace partícipes sin saberlo de una guerra que se libra a miles de kilómetros y con la que no tenemos nada que ver. Pero el ocultismo que existe alrededor de este asunto, la falta de transparencia y los numerosos intermediarios que sacan tajada del botín, hace que la mayoría de las veces nunca se sepa con claridad dónde ha ido a parar exactamente el contingente de armas. Aún así, es sabido que existen numerosas denuncias por parte de diversas ONGs sobre este problema y que atestiguan la realidad del mismo. Países como República Democrática del Congo, Uganda, Ruanda, Afganistán, Irak o Pakistán son varios de los objetivos.

De lo anterior podemos inferir que el tráfico de armas supuestamente legal es en muchas ocasiones más dañino que el ilegal, pues aquél siempre tendrá más capacidad para burlar los ineficaces y blandos tratados internacionales. No obstante, no es nuestro objetivo hablar de las diferencias que existen entre uno y otro tráfico -de ese tipo de falacias interesadas ya se encargan los propios gobiernos de cada país- pues al final cualquiera sirve para lo mismo, en mayor o menor grado. Lo que pretendemos con esto es cuestionar el uso de las armas como tal y por extensión de todo lo militar.

Otra falacia más es la que tiene que ver con el uso del lenguaje para mostrar a los medios una cara distinta de lo que se supone que es el ejército: en las últimas décadas los militares se han atribuido nuevas funciones como las que nos hablan de ayudas humanitarias, o misiones en nombre de la paz. Por supuesto, esto solo tiene el objetivo de hacer más humanitario todo lo militar y obtener el beneplácito de la ciudadanía. Así, el ejército ya no tiene esa función tradicional de ser un cuerpo de chalaos preparados para el combate, sino que son personas honestas y solidarias que acuden en ayuda de desplazados o refugiados. Como tales, estas mentiras en forma de eufemismos son parte de la nueva careta que quiere mostrar el militarismo, que en ausencia de guerra interna busca la acción exterior para justificar de alguna forma el mantenimiento del mismo y darle mayor credibilidad. El lenguaje utilizado sobre todo por los medios oficiales en televisión y prensa, en este sentido juega un rol fundamental, ya que permite disfrazar de alguna forma agradable lo que pudiera suponer un rechazo general. Entonces así, las invasiones en toda regla son intervenciones militares, los muertos civiles son daños colaterales, mientras que las guerras sin razón aparente son guerras preventivas.

Hemos tratado de desentrañar la incongruencia que implica el consentimiento de lo militar en una sociedad que no desea que haya más guerras, además de esclarecer algunas de las falacias de las que se sirven los gobiernos para justificar todo el poderío de sus ejércitos. El militarismo como tal es una forma muy sutil de institucionalizar la violencia y hacerla legítima, pero en realidad solo sirve para perpetuar los estados y su voluntad eterna de poder. Vivimos en un mundo que se sustenta gracias a la violencia, tanto física como psíquica, y esta es una de las mayores lacras que arrastra el ser humano. No debemos autoengañarnos: si se desea vivir en un mundo donde de verdad reine la paz debemos decir no a todo avance y mantenimiento militar, como una de las formas de violencia más destructiva que existen, de la misma forma que debemos rechazar todo acto de dominación hacia las diferentes formas de vida.