31 de marzo de 2013

Las causas de la emigración

Desde tiempos inmemoriales los movimientos migratorios han representado una tónica bastante habitual para millones de personas. Estos movimientos, a menudo impuestos por las circunstancias, no son, por lo general, algo que se haga con agrado, ya que obligan a las personas a dejar su casa, su familia, su tierra en busca de un mundo mejor. Lógicamente, nadie que esté bien en un lugar decide marcharse a otro sin una sólida razón, aunque a veces y dado las cada vez mayores posibilidades de comunicación por todo el globo, estas razones surgen cada vez en más número. Pero no son migraciones propiamente dichas cuando alguien se dedica a viajar o a trasladarse de casa por cuestión de amores. Las migraciones forzadas por las guerras, la miseria o la mala economía de un país son situaciones extremas que dejan más víctimas que otra cosa.

Por desgracia, muchos de los que emigran no saben que allá a donde van las cosas no están mucho más boyantes que en su país. El principal escollo que encuentran es el de las fatídicas leyes de extranjería, cada vez más rígidas, impuestas por los países para controlar la inmigración. A menudo, estas leyes impiden a una persona extranjera entrar siquiera en un país porque carece de permiso de trabajo, cayendo en la paradoja de que muchas empresas no contratan inmigrantes sin papeles, con lo que se cumple el “sin papeles no hay trabajo y sin trabajo no hay papeles”, y la deportación resulta muchas veces inmediata. Esto es solo un ejemplo de estas leyes absurdas, pero no es a nivel legal por el único problema por el que pasan millones de inmigrantes, también sufren el del rechazo a nivel social.

Es el movimiento migratorio entre países en donde más problemas se dan. Lejos quedan en la historia los éxodos rurales que se producían normalmente dentro de cada país y que afectaban más a una situación nueva económica y social por la que pasaban gradualmente prácticamente todas las personas, aunque bien es cierto que todavía hoy se siguen produciendo éxodos de este tipo en países menos urbanizados como China. Pero los movimientos forzados migratorios entre países adolecen de una cantidad de problemas que generalmente pagan aquellos que tienen menor culpa ante esta situación: los propios inmigrantes.

Como decíamos, el rechazo social del que son blanco los inmigrantes que buscan oportunidades en Occidente o EEUU proviene a menudo de la ignorancia y de no querer saber      por qué emigran realmente las personas. Si nos centramos en los emigrados africanos comprobamos que la gran mayoría huyen de un continente desangrado por décadas y siglos de colonizaciones europeas, americanas y asiáticas, abandonados en las guerras por la lucha transnacional de los recursos, endeudados por la compraventa de armas, etc. que condena a tantos países a la miseria y el hambre perpetuos. Para colmo, cuando abandonan su país a la desesperada, motivados por el hambre, cruzando parte del océano en una mísera y destartalada patera, si tienen suerte de salir vivos, pasarán el calvario de las trabas de la ley de extranjería y posteriormente del rechazo social, solo por el hecho de pertenecer a otro país. No deja de ser curioso que un extranjero proveniente de otro país europeo y que suele venir con su empleo bajo el brazo es acogido con los brazos abiertos y tratado de extranjero, mientras que el subsahariano que viene sin nada y que por esto mismo necesitará de mayor grado de ayuda y comprensión, sea rechazado socialmente y tildado de inmigrante, imponiendo con el tiempo a este término el carácter peyorativo que hoy lleva consigo.

Muchas personas del país de acogida tratan con indignidad a los inmigrantes, solo por el hecho de que vienen con lo puesto. Así, en vez de tratar de averiguar su pasado y sobre las causas que le han empujado a emigrar, prejuzgan sin saber y dando forma a una serie de estereotipos sobre estas personas altamente infundados. El hecho de venir sin nada y que busquen una oportunidad, siembra el miedo entre aquellos que deberían acogerlos, e irracionalmente tienden a pensar que vienen a “quitarnos el trabajo”. No deja de ser paradójico el hecho de que muchas empresas que representan el principio capitalista, por el contrario, se benefician directamente a la hora de contratar a inmigrantes, pues son mano de obra que trabaja más y que se queja menos, es decir, mano de obra más fácil de someter. Es quizás por esto por lo que erróneamente se difunde entre los trabajadores residentes el hecho de que “nos quitan el trabajo” y en vez de culpar al verdadero responsable, el empresario, cargan el pastel al inmigrante que solo se dedica a trabajar siguiendo la rutina laboral de largas jornadas de trabajo que le han enseñado en su país -algo que por otra parte no es tampoco un ejemplo a seguir, ni mucho menos-.

Lógicamente, se da en esta situación un choque de hábitos laborales casi antagónicos practicados por unos y otros en sus respectivos países. Así, los emigrados de países pobres o en vías de desarrollo, muchos controlados por tiranos que mantienen al pueblo oprimido y esclavizado, con el tiempo son obligados a huir a países en donde los trabajadores están, o creen estar, en un proceso algo más avanzado en cuanto a la consecución de sus derechos, por lo que muchos no están dispuestos a echar más horas de lo que consideran las mínimas para lograr algo de dignidad. A pesar de lo cuál, ni mucho menos se trata del ideal, sino de un grado más avanzado dentro del proceso de lo que creemos -aunque quizás soñando demasiado- debería culminar en la liberación de las personas de este sistema laboral, pero aún esclavista del que adolece el capitalismo. Por supuesto, esto ha tenido mucho que ver con el hecho de los propios movimientos migratorios, ya que es este sistema de rapiña el que ha contribuido enormemente a dejar en la miseria a decenas de países en detrimento de la opulencia de unos pocos.

Así, nos encontramos  con que un sistema nefastamente ideado por unos cuantos ideólogos del pasado y continuado por los interesados de ahora, que han contribuido enormemente a su implantación y extensión, son exculpados por sus súbditos de asuntos tan graves como la emigración. Lejos, por descontado, de indagar en las verdaderas causas de porqué se producen realmente tantos movimientos de personas, no solo emigrantes, sino también refugiados de guerras o expatriados, se dedican a imponer leyes represoras contra estos colectivos que solo buscan comprensión, aunque bien debieran pedir además una explicación. En cuanto a los súbditos, en vez de acoger a los inmigrantes con los brazos abiertos y ayudarlos por ser quienes menos culpa tienen, tras haber pasado por un calvario ante las autoridades y poder por fin entrar en el país de forma legal, carga su ira racial y xenófoba contra ellos una vez que se han establecido.

Si tener que emigrar de tu país, desangrado por las guerras o arruinado por la colonizaciones ya de por sí es una desgracia, el hecho de que además el país de destino sea un lugar de discriminación y de culpa constante es el colmo de los colmos. Quizás en otro modo de vivir, en donde no existieran los países ni las fronteras -imposiciones violentas de unos pocos individuos en contra de la voluntad de la mayoría-, en donde la economía fuera justa para todos y en donde la violencia y el saqueo no fuera la norma, las personas no se verían obligadas a emigrar a otros lugares por cuestiones como éstas. Tan solo habría movimientos interculturales en donde los motivos fueran otros bien distintos: el intercambio entre culturas, el aprendizaje racial y social,  la difusión del conocimiento y ante todo, el respeto por lo diferente.

22 de marzo de 2013

El poder del lenguaje

El lenguaje es la llave que hace posible la vida en sociedad; como conjunto de signos y normas gramaticales posee una serie de características que lo convierten en un medio idóneo para el desarrollo y el entendimiento básico de cualquier cultura. Así, desde sus comienzos, el lenguaje constituía una forma casi mágica de representación, no solo de los objetos, sino también de las ideas, los deseos o los sueños. Sin embargo, a la vez que las relaciones de los humanos exigían un mayor grado de formas cada vez más complejas, el lenguaje fue muy bien aprovechado como una extensión harto flexible del pensamiento humano.

Sus inmensas posibilidades de uso y probablemente el carácter arbitrario a la hora de designar  nombres a conceptos (Saussure) lo dotan de un gran potencial de efectos indeterminados. Pero el lenguaje per se no es más que una herramienta que sirve para transmitir el pensamiento de un emisor a un receptor, y viceversa, aunque también para modificarlo o incluso ocultarlo. Por eso, dependiendo del uso que se le quiera dar, esta herramienta puede desplegar múltiples posibilidades. Así, dicho uso puede ser honesto, pero también puede ser deshonesto; puede ser fiel al pensamiento, pero al mismo tiempo puede ser infiel; puede buscar expresar la verdad o puede, de forma pícara, buscar la mentira; se trata quizás de una cuestión de elección, puesto que en un principio, el lenguaje es una herramienta imparcial y desinteresada. No hay forma alguna de acotar el lenguaje en lo correcto, lo verídico o lo moral, aunque sí hay formas de encauzarlo en esa dirección. En el contexto de hoy, el uso mayoritario que se le da al lenguaje es infiel -mejor que incorrecto-, es decir, se usa con una patente tendencia hacia la manipulación para obtener fines.

Un rasgo fundamental que ha condicionado que el lenguaje tienda hacia la infidelidad o la manipulación es su susceptibilidad de ser relegado en gran parte al terreno del subconsciente. Antes de que empezara a perfeccionarse la psicología social, ya muchos se habían dado cuenta de esta importante faceta. El arte de hablar para convencer, aquello que llaman política, nos da una muestra clara de esto. Los grandes emperadores y políticos de la historia como Julio César o Napoleón fueron grandes manipuladores del lenguaje, al igual que Hitler en la época de los nazis. Con su cargante verborrea intencionada, los políticos no solo históricos, sino también actuales, han sabido aprovechar el carácter más pernicioso del uso del lenguaje.

Si la seducción que transmitía el lenguaje poético servía sobre todo para encandilar con buenas palabras a quien las recibía, en la política, la seducción adquiere un carácter peyorativo, aunque imperativo, para crear la influencia necesaria en las masas y con el fin último de obtener a su vez la adhesión de todos los receptores posibles. Digamos que la política, llamado también el arte del charlatán, constituye el mejor paradigma de todas las formas de manipulación del lenguaje. Mediante una “metodología” -término, por cierto, muy usado por los políticos- harto estudiada por expertos en la materia de la seducción, esta forma de uso deshonesto se convierte casi en un arte por el cuidado y el empeño que se pone en el manejo de las diversas técnicas que se utilizan para lograr una mayor eficacia. Al fin y al cabo el objetivo final es el de engañar al oyente.

En la política, el lenguaje usado está plagado de términos que sugestionan por su carácter histórico como “democracia”, “libertad”, “justicia”, ...y algunos más nuevos y acordes a los tiempos que corren como “bienestar”, “progreso” o “seguridad”. Miles de frases en forma de promesas se encargan de influir y sugestionar en el oyente para conseguir embaucarlo hacia el voto. Este lenguaje falso y deshonesto se convierte así en la antesala del abuso. El engaño es por tanto su mejor recurso, y además, por cierto, totalmente legítimo.

No solo en el ámbito de la política se utiliza el lenguaje deshonesto, también el mundo de las finanzas, el periodismo, la publicidad o el deporte se han apropiado de multitud de recursos de este tipo con el sugerente fin de crear un público fiel, y si para ello se hace necesario utilizar técnicas de engaño, no se escatima en gastos. En el lenguaje publicitario se emplea la seducción más sutil acompañada de la comunicación visual; en la televisión se usa un lenguaje claro, correcto y convencional mientras que se evita la crítica y la profundización;  en el fútbol se equipara a menudo con el lenguaje militar para dotarle de machismo, heroicidad y fuerza bruta, con el fin de crear un ambiente de victoria y desenfreno y que definen el sentido de este deporte de masas. Al igual que en la política, muchos recursos son clarísimas formas de persuasión cognitiva: ahora cuando se hace referencia a los triunfos de la selección española, el periodismo más falaz y la publicidad, que van de la mano, aluden continuamente a frases recurrentes como “nuestra selección” o “todos con la roja”, queriendo hacer partícipes a todos los españoles de este ataque contra la libertad de conciencia llamado fútbol.

En economía el lenguaje también es usado con una gran dosis de manipulación. Así nos encontramos ante expresiones que tergiversan y suavizan los contratiempos de un sistema tan tramposo como estúpido: cuando se habla de crecimiento cero o crecimiento negativo (una contradicción en sí ya que el crecimiento nunca puede ser negativo) dirigido al subconsciente del oyente para tergiversar el verdadero significado, aunque resulta fácil detectar la trampa si alguien lo lee con detenimiento. Una empresa tampoco diría que ha sufrido un crecimiento cero, sino que diría “ha registrado” un crecimiento cero, pues sufrir expresa un dato muy negativo. De igual modo, en el mundo laboral, se utiliza por ejemplo el término regulación de empleo para sustituir al más drástico que hace culpable a la empresa “reducción de plantilla” o más grave aún el de “despidos masivos”. Y como estos, podríamos incluir miles de ejemplos.

El lenguaje técnico avasalla mediante trucos a los oyentes para crear un ensimismamiento total. Mediante la abundancia de tecnicismos y de términos indescifrables que se renuevan a una velocidad de vértigo logra la fidelidad del oyente con una facilidad pasmosa, tratando de demostrar que quien controla la oferta es el que tiene la clave para decidir qué rumbo ha de tomar el progreso. No sorprende como este tipo de lenguaje ha sido el responsable directo en cuanto a crear una distorsión del concepto de libertad, por el hecho de poder elegir entre una altísima gama de productos tecnológicos ofertados en el mercado, aunque cualquiera con un mínimo de sentido común sabrá que la libertad auténtica no tiene nada que ver con esto.

En definitiva, el lenguaje de hoy está plagado de contradicciones, invención de términos, recursos lingüísticos nuevos, “patadas” sintácticas y gramaticales, eufemismos, ideas suplantadas, metáforas impertinentes, apropiación de lenguajes, discriminación sexista, racista y especista ,etc.etc. y así lo convierten en una herramienta totalmente desvirtuada y hueca impide su reencauzamiento hacia la fidelidad.

La manipulación del lenguaje está presente primordialmente en el ámbito institucional, pero también en la televisión, en los trabajos y en los centros públicos, así como en las relaciones más íntimas y sinceras entre las personas. Es quizás a este nivel en donde podemos encontrarnos un mayor grado de fidelidad entre las parejas o entre los amigos, aunque tampoco quiera decir que esto ocurra siempre. Con todo, el uso indiscriminado del lenguaje no es más que una extensión del pensamiento humano, a la vez que una distorsión del mismo, pues sabemos que pensamiento y lenguaje no siempre son la misma cosa. De hecho, si la hipocresía reina hoy en día es porque no existe la conexión necesaria entre estas dos abstracciones, dependientes la una de la otra. Por último, tampoco sirve de nada que el lenguaje sea fiel a lo que se piensa si lo que se piensa sigue siendo irracional.

10 de marzo de 2013

Superpoblación: la antesala del caos (II)

Como ya anunciamos en la anterior entrada sobre este asunto, existe entre la gente un rechazo general a considerar como problema el hecho de que cada vez somos más personas vagando por el planeta. Asimismo, hicimos un recorrido histórico mostrando los efectos principales del crecimiento poblacional y comprobamos cómo éste es el causante directo de muchos de los males que nos afligen hoy en día. Pero ¿por qué esta tendencia desmesurada a crecer ilimitadamente? Es lógico pensar, ya que el ser humano es un animal más, que la tendencia a reproducirse obedece a una ley natural y que por tanto éste no hace más que lo que le dicta su instinto. Ahora bien, durante los primeros millones de años de su existencia, el ser humano apenas ha modificado el ambiente y ha participado del equilibrio natural como cualquier otra especie, y aunque crecía en número de personas muy lentamente, más por factores ambientales que por otra cosa, su impacto en el medio no fue significativo.  

Al mismo tiempo, dado que ésta especie se distinguía del resto por unos rasgos un tanto peculiares, tuvo una evolución totalmente distinta. Así, mientras durante millones de años se limitó a participar como uno más en el medio sin apenas cambios, en un corto período de tiempo en términos evolutivos introdujo importantes modificaciones en sus hábitos y una mejora en las técnicas que aceleraron a marchas agigantadas su capacidad de crecimiento poblacional. Esta época se caracterizó, como ya hemos contado en otros sitios, por la introducción de una noción básica: la capacidad de dominación del medio y de sus formas de vida, que le llevó a depender totalmente de sus recursos y a transformar lo natural en artificial.

A partir de entonces, la nueva noción de dominación embaucó al ser humano en la sospechosa idea del crecimiento infinito, con lo que a nivel cultural el meme del crecimiento se instauraba en las mentes de las personas como una meta racional. Así pues, nos encontramos no solo con una ley biológica que explicaría una parte de dicho crecimiento, sino que las primeras formaciones sociales irían encaminadas claramente a explicar dicho crecimiento a nivel cultural. La biología por tanto seguía su ritmo evolutivo, pero fue la cultura la que lo justificó ideológicamente. En aquella época en la que el hombre se dedicaba a experimentar, nadie podía darse cuenta de los efectos que tendría a largo plazo el crecimiento infinito. Los poderes fácticos tampoco ayudaron, pues solo obedecían a su naturaleza de riqueza y control, y fueron un obstáculo más que otra cosa. No solo eso, fueron conscientes de que cuanto más numerosa era la población más tendía a la irracionalidad y por tanto más fácil era de someter.

Es posiblemente la excepción del pueblo griego la que mejor rompa la tónica general. Sin saber las causas exactas de su preocupación, los griegos sospecharon de esta tendencia a crecer básicamente por su modo de vida moderado, pero además llegaron a comprender la incompatibilidad de una organización política estable con un elevado número de personas y en menor medida por el hecho de crecer más que de lo que se podía abastecer. Algunos legisladores como Solón aplicaron en la práctica dichas medidas cuyo fin era evitar el aumento desproporcionado de población (Malthus). Sin embargo, es complicado encontrar cuáles fueron las medidas que tomaron para controlarlo. Platón incluso se dio cuenta de esto, y así lo plasmó en la ficticia República que ideó, estableciendo el límite de habitantes en 5.040.

No fue ya hasta el siglo XVII y XVIII con la introducción de la demografía moderna, cuando varios expertos se dieron cuenta del problema que suponía el hecho de que la población crecía más rápidamente que los medios de subsistencia, aunque no estudiaron en profundidad los otros efectos de este crecimiento (probablemente porque casi todos los que teorizaron sobre ello pertenecían a las clases altas y estaban preocupados por el aumento poblacional en las clases más bajas). Todo lo más que hizo Malthus, que fue el recopilador principal, fue atribuir el peso de la culpa a los pobres y proponer como medida la abstinencia sexual y la castidad, por supuesto solo en las clases más bajas.

Con la llegada explosiva de la maquinización en las ciudades, el éxodo rural masivo de finales del XIX condujo definitivamente a un aumento descomunal en el número de personas gracias sobre todo al fuerte descenso de la mortalidad, conocido como la explosión demográfica, y es aquí cuando el crecimiento no solo se normaliza, sino que se convierte en la nueva ideología a seguir. A pesar de ello, no fue un hecho aislado, pues el paralelo sueño que ofrecía una vida atractiva en la ciudad y los acelerados cambios que ofrecía ésta acostumbraron en poco tiempo a las personas a la vida masificada, un mundo antagónico de las antiguas relaciones rurales. Así, este novedoso mundo que fomenta más que nunca la necesidad de crecer por crecer, y que ofrece una supuesta vida feliz entre sueños falsos e ilusorios, ha sentado sin darse cuenta las bases que conducirán al caos poblacional.

No es de extrañar entonces que tan poca gente se cuestione este hecho y de que hoy en día sea un tabú para la mayoría de la gente, acostumbrada ya a vivir entre millones de individuos desconocidos. Tampoco sorprende ya que incluso en Filipinas se haya celebrado el nacimiento del niño que alcanzó en 2011 la cifra de los 7.000 millones. Mientras en los países industrializados la tasa de natalidad desciende, sin embargo la población sigue subiendo. ¿Por qué? Pues porque por mucho que baje, ésta sigue estando más alta que la tasa de mortalidad que también tiende a bajar aunque de forma menos continuada. Además, dado que la ciencia sigue avanzando, también por cierto de forma ilimitada, la esperanza de vida se alarga y como la gente vive más, lógicamente habrá más personas viviendo a la vez.

En los países en vías de desarrollo, los países pobres, la explosión demográfica continúa en claro ascenso por su concentración de personas en el medio rural. Algunos países como China tomaron el siglo pasado medidas restrictivas para frenar el desproporcionado aumento de la población que sufría su país con la política de “un solo hijo por familia”. Ahora es la vecina India la que crece con más rapidez, hasta tal punto que prácticamente ha alcanzado ya a China. En principio, la densidad de la población y los movimientos de migración no influyen en el crecimiento demográfico (Ehrlich).

Sin embargo, desde el punto de vista ecológico (que hoy es el efecto más relevante en cuanto al daño causado) no es del todo cierto que el crecimiento demográfico sea un problema atribuible exclusivamente a los países en vía de desarrollo, porque el mayor impacto ecológico paradójicamente lo crean los países ricos que poseen más del 80 % de la riqueza mundial (un ciudadano americano de EEUU crea un impacto 280 veces mayor que un ciudadano de Haití o Ruanda). El mismo porcentaje se puede aplicar al uso de las energías y la contaminación en la atmósfera. Eso sí, el problema lo será en la medida que dichos países se sumen a la industrialización, ya que no podemos esperar la situación inversa, que los ricos bajen su nivel de vida para equipararse a los pobres. Para que esto ocurriera, nuestra conducta respecto al progreso tendría que cambiar radicalmente, algo que es poco probable que suceda porque sería  ir contra la evolución cultural de miles de años.

Los efectos reales que nos depara el hecho de que la población siga creciendo son indeterminados, pero se pueden vaticinar. El primero es el más importante, el que ya ha ido creando a lo largo de la historia: la nefasta estructuración social que a su vez es la que ha creado las enormes desigualdades entre ricos y pobres. El segundo se deriva de una ecuación lógica: si un número elevado de personas crean un impacto en la Tierra “x”, a medida que siga subiendo dicho número, el impacto será mayor (dado que no parece viable que a corto plazo se sustituyan los recursos no renovables por recursos renovables, Ehrlich). El mayor impacto y más dañino es el que destruye el suelo y los ecosistemas y el que provoca el agotamiento de los acuíferos. El tercero es que, aunque suene extraño, a medida que las naciones pobres más pobladas se enriquezcan y avancen tecnológicamente, el impacto se multiplicará entonces todavía más. El cuarto es otra deducción fatal: a medida que la población continúe aumentando desproporcionadamente en todo el mundo, las posibilidades para que sobrevenga una catástrofe nuclear o incluso natural se multiplican en gran medida.

Ante este panorama, y dejando al margen el progreso económico actual que no hará nada por revertir la situación, podrían establecerse dos medidas básicas de urgencia: o bien se motiva un descenso significativo de la población, o bien se propicia un fuerte descenso del consumo sobre todo en los países ricos. Pero mucho nos tememos que dichas reacciones nunca se van a dar, pues chocan con la propia naturaleza del progreso. Huelga decir que todas estas advertencias formuladas por expertos ecologistas, científicos y sociólogos chocan con los intereses económicos imperantes e incluso con los intereses sociales.

Si analizamos las dos posibles medidas llegaremos a la conclusión de que ninguna tiene visos de llevarse a cabo al menos de momento. Los obstáculos son numerosos y complejos, porque no solo habría que hacer bajar la natalidad considerablemente, sino hacer aumentar la mortalidad, algo más impensable todavía. Es curioso como incluso en la última fase del crecimiento demográfico, a medida que un país crea una supuesta prosperidad, mientras que la natalidad advierte un fuerte descenso no llega a ser nunca inferior a los índices de mortalidad que siguen también bajos, gracias al avance de la medicina. Pero al mismo tiempo, estos avances han conseguido alargar la esperanza de vida hasta tal punto que sea este otro factor crucial para el crecimiento.

El caso más significativo de intento de control de la población es el de China con su política restrictiva del hijo único, pero que solamente ha servido para que la población creciera más lentamente, además de haber creado un malestar a nivel social por su carácter coactivo y totalitario. Esto demuestra que estas medidas prohibitibas nunca funcionarían por su tendencia a despertar el malestar social y posibles conflictos, pero además dichas medidas tampoco resultarían eficaces si la ciencia sigue alargando la vida. Por otra parte, medidas claramente autoritarias como éstas chocarían con los derechos de las personas a reproducirse y crearían un clima desfavorable para la economía del país. En la misma línea, son los propios economistas los que advierten que si baja mucho la natalidad, existe un claro peligro de envejecimiento futuro, con las consecuencias negativas que podría acarrear para el progreso económico el hecho de tener menos jóvenes para mantener a más personas mayores. Las readaptaciones que se tendrían que hacer y que ya muchos inevitablemente están formulando parecen más improvisaciones que otra cosa, y anuncian un riesgo de inestabilidad social motivado por altos índices de desempleo y por ende, de miseria económica.

Mientras, en los países pobres, salvo el caso de China, es menos probable que pueda llevarse a cabo algún tipo de control. Mayoritariamente rural, la planificación familiar no suele funcionar, porque la tendencia es, al igual que hace un siglo en Europa, a tener cuantos más hijos mejor. Lo único que hace que este crecimiento sea menos significativo a nivel de impacto ecológico es que como ya dijimos, mientras estos países sigan viviendo a expensas de los ricos su nivel de endeudamiento será tan alto que nunca podrán desarrollarse y por tanto su impacto en el medio será mucho menos relevante. A medida que estos países fueran sumándose a la carrera del progreso y el crecimiento, como es el caso de China e India, y dado que poseen un volumen demográfico altísimo, obviamente el nivel de impacto ecológico se multiplicaría también.

No parece pues que haya posibilidad alguna de que de forma intencionada la población vaya a descender en ninguna parte del globo. ¿Y qué hay del decrecimiento del consumo en los países ricos? Pues menos todavía, aún siendo esta medida la más sensata de todas, en tanto que ayudaría a dar un respiro a los sistemas vitales de la Tierra. Para ello, la economía imperante tendría que cambiar de forma radical y abandonar de una vez por todas su fe en la competición y la acumulación material por la de una relación de cooperación y austeridad racional.

Pero no solo no hay posibilidad de que todo esto ocurra, sino que ni siquiera los estados lo desean por varias razones: una de ellas es que la amenaza de una sociedad futura envejecida es real; otra es que no existe ninguna forma intencionada de detener el avance científico que alarga la vida ni de aumentar drásticamente la mortandad (salvo hecatombe nuclear); otra quizás sea la oposición todavía muy poderosa de la Iglesia Católica a usar métodos anticonceptivos y por último, no existe, por descontado, ningún interés por parte de las grandes corporaciones de revertir el progreso y fomentar el decrecimiento.

¿Y qué podríamos esperar de los ciudadanos ante este problema ya que de los estados y las corporaciones no se puede esperar nada? En tanto que este problema siga siendo un tabú y las personas sean incapaces de ver las conexiones que hay entre el progreso económico, tecnológico y demográfico, y a su vez entre estos tres factores y los impactos en los sistemas vitales del planeta, poco se podrá esperar, pues la gente seguirá anteponiendo su deseo instintivo de tener hijos al hecho de no tenerlos, para contribuir al descenso poblacional. Pero no es suficiente bajar la natalidad hasta crecimiento cero o negativo, sino que al mismo tiempo habría que, o bien reducir la esperanza de vida, algo que nadie puede hacer de forma individual e intencionada, o bien influir en la comunidad científica para que no sigan avanzando, algo que tampoco pueden hacer los ciudadanos por sí mismos. Dicho lo cual, es más que probable que toda medida que se tomara fuera ya demasiado tarde, pues el círculo vicioso no solo opera con la misma fuerza o más que antaño, sino que ha creado un sinfín de nuevos problemas, a los cuáles más complejos que hacen más difícil todavía una solución. Resulta irónico que aquellos que expusieron el crecimiento económico y demográfico como el remedio de todos los males, no son conscientes de que probablemente sea la enfermedad que acabará por destruirnos.

Quizás si las circunstancias hubieran sido otras, el ser humano hubiera tenido la opción de plantearse las negativas consecuencias que acarrea el hecho de un crecimiento poblacional desproporcionado, no solo por el problema básico de reparto de los recursos, sino por la causa que lleva a ello: la creación de todo un aparato de poder que actuará por interés propio y que solo busca la forma de perpetuarse a sí mismo (esto es quizás lo que desde antiguo ha creado la desestructuración social). Esto demuestra que hubiera sido mejor prevenir antes que curar después. Los griegos se dieron cuenta pero pocos les hicieron caso. Quizás en un futuro lejano, cuando la hecatombe que pueda venir o la Naturaleza nos haya puesto en el lugar que nos merecemos por nuestra osadía de ponerla sobre las cuerdas, y en el caso de que los que sobrevivan, que serán, paradójicamente los que vivan en las zonas más empobrecidas, puedan replantearse las verdaderas causas del desastre, actuar con la racionalidad que le caracteriza a esta especie y evitar de nuevo caer en el error del crecimiento ilimitado y más aún de la nefasta noción de dominación del medio.