20 de mayo de 2013

Presos de la sociedad

Desde pequeños siempre nos encauzaron en el respeto ante la ley, porque la ley representaba la forma correcta de comportamiento en sociedad. Así, quién actúa conforme a la ley no tendrá problemas con la justicia, mientras que quien se dedique a transgredirla, recibirá su correspondiente castigo por parte de “papá” estado. De igual forma nos enseñaron que la vulneración grave de una ley o el agravio contra alguien no debe ser juzgado por la propia mano del perjudicado, sino que debe ser el estado el que medie y el que ejerza el pertinente castigo y al mismo tiempo, ejemplar, con el supuesto fin de erradicar la delincuencia. Desde la perspectiva del gobierno que se vende como el garante del orden en cualquier sociedad o nación, esto parece a priori el mayor grado de justicia y de objetividad, pero el gobierno no es ni mucho menos un órgano mediador, ni objetivo, ni neutral, pues si no, no necesitaría ni de sistema judicial, ni de policías, ni de ejército.

La perspectiva contraria es aquella que debe cuestionar, por el propio hecho de la no neutralidad del gobierno, todo el sistema judicial. El gobierno nos dice que todo el que vulnere de forma grave la ley es un delincuente, y como tal debe ser juzgado y castigado por la vía de lo penal. Delitos como el robo, la violación o el homicidio son considerados muy graves y son castigados con penas de prisión, en algunos países o en otras épocas, incluso con la muerte. Sin embargo, ocurre por lo general que los estados siempre están más interesados en imponer castigos severos en vez de investigar el origen de dichos delitos. ¿Por qué? Precisamente porque un gobierno formado por hombres poderosos jamás podrá ser neutral ni objetivo al ser los creadores de la ley y el hecho de que exista un grupo de personas, llamadas delincuentes, que representan el mal, les ofrece una suculenta justificación para dar una imagen de justo mediador ante el ciudadano de a pie.

Es por esto mismo por lo que el propio ciudadano no se preocupa lo más mínimo de las causas que han llevado a alguien a delinquir, y más bien se preocupa solamente en función de su peligrosidad para vulnerar el orden social o para no respetar el derecho de integridad de las personas “de bien”. Sin embargo, la historia demuestra una y otra vez que las principales causas de casi todos los delitos son la miseria, el paro, el hambre y el malestar social que crean los propios gobiernos. No sería de extrañar pues, que una de las motivaciones más poderosas del propio estado fuera la de fomentar la delincuencia con el fin de dar mayor credibilidad entre sus súbditos de su necesidad imperiosa y universal de perpetuidad, autodenominándose como el bien supremo. El estado se apropia la potestad absoluta de impartir justicia y de decidir quién es delincuente conforme a la ley, pero como dice el dicho “quién hace la ley hace la trampa” y esto nos lleva a preguntar ¿quién juzga al estado?

Prácticamente todos los delitos tienen una explicación, muchos de ellos incluso una justificación, como el robo por necesidad, que muchas veces inevitablemente conduce al robo con violencia y en los peores casos terminan con el asesinato no intencionado. Otros delitos que en apariencia no parecen tener explicación por necesidad, analizados en profundidad siempre se la encuentra. Un asesinato supuestamente patológico muchas veces viene motivado porque la propia sociedad fomenta continuamente el odio entre razas, la violencia instrumentalizada en los medios o justificada según criterios establecidos de forma arbitraria, como la violencia estatal, patronal o sistematizada. Incluso la supuesta patología de un violador de mujeres es el fruto de años y años de imposición del patriarcado institucionalizado en multitud de países. Por supuesto, que no lleve a confusión, esto no justifica los actos de una violación, pero sí puede explicarlos. A menudo sucede que estos delincuentes son víctimas de un pasado problemático que hace que sean más proclives a no controlar sus impulsos más primarios.

Otro tipo de delincuencia como la ejercida por las mafias o bandas organizadas también pueden explicarse prácticamente por el mismo hecho de una sociedad basada en la violencia y el odio, solo que en este caso los delincuentes tienden a organizarse. Otros como el terrorismo por motivos políticos responden casi siempre al malestar de la población más radical e impulsiva por los abusos de los estados en contra de las minorías, si bien es cierto que este tipo de crímenes puede derivar muchas veces en una violencia desmesurada e injustificada. Los presos políticos son a menudo los más humillados por el estado, ya que representan sin duda un verdadero peligro para su perpetuidad.

Pero para escarbar en las causas primarias de los crímenes no estatales -los estatales también son crímenes, oficiales, pero crímenes- éstas se explican mejor cuanto más retrocede uno en el tiempo. La constitución ilegítima de cualquier jerarquía del pasado es causa directa de la aparición de rebelión; la propiedad, el trabajo esclavo, las religiones, el odio racial, la constitución de los estados y de su aparato de leyes, los ejércitos y la policía; por otra parte, el arraigo del capitalismo salvaje, las desigualdades abismales entre unas y otros, el modo de vida basado en la competencia, el crecimiento desproporcionado de la población, la masificación, la alienación de las mentes, la exaltación de la violencia en los medios y el hedonismo desinteresado y presuntuoso contribuyen en gran forma a aumentar la violencia. Estas son las causas que irremisiblemente llevan a la práctica del crimen y la delincuencia, ya sea patológica o no. De hecho, el que un crimen termine siendo patológico es algo meramente circunstancial.

Este es el verdadero crimen, esta es la verdadera delincuencia perpetrada a lo largo de los siglos por los grupos opresores. Es además el crimen más letal porque con el tiempo logra camuflarse entre las masas bajo la fachada de la impunidad política.

Es el propio estado, libre de juicio, el encargado de aplicar la pena a las víctimas de su gestión intencionada de opresión y sometimiento, de aborregamiento y deseducación hacia las masas y de crear un ambiente de falsedad criminal y de impunidad. Con el tiempo, los estados más benévolos tienden hacia una aparente relajación de los métodos de castigo: abolen las torturas, la pena capital, la cadena perpetua, y los encierros en mazmorras. En su intención de mostrar una cara menos punitiva y más solidaria con los presos empiezan a hablar de reinserción aunque sin olvidar el castigo. Sin duda, esto mejora las condiciones de vida de los presos en las cárceles, pero no aborda en absoluto el problema real de la delincuencia, pues su existencia le da a los propios estados la excusa perfecta en su camino hacia la perpetuidad. 





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