31 de enero de 2013

Superpoblación: la antesala del caos (I)

Cuando la población mundial ha rebasado ya los 7.000 millones de personas en el mundo, ni la clase política ni la opinión pública parecen darle mayor importancia a esta cuestión. De hecho, muchos ni siquiera lo consideran un problema. Nada más lejos de la realidad, esto supone la mayor causa de incontables consecuencias nefastas para el planeta y para gran parte de esta cifra astronómica de humanos. Como dijo un autor alemán citado por Marcuse: “solo vuestro número es un crimen”. Es fácil captar el verdadero significado de estas palabras si se analiza el punto más objetivo de la interferencia del hombre en el medio y sus desastrosas implicaciones.

Muchos estudiosos de la materia que rechazan la problemática de la superpoblación, incluidos científicos y ecologistas es porque lo reducen al reparto de los recursos. Según suelen decir: “el problema no es el número de personas sino que los recursos se reparten mal”. Según esta suposición, si se repartieran bien los recursos, o dicho de otro modo, si no hubiera ricos ni pobres o si no hubiera capitalismo, todos los seres humanos tendrían acceso a los recursos y nadie se moriría de hambre, con lo cuál no habría ningún problema en que la población creciera indefinidamente. De hecho, al pensar así en la práctica, no hay motivo para alarmarse por el creciente número de la población porque lo que hay que hacer solamente es tratar de solucionar el problema de la distribución de los recursos. El primer error de esta postura es que ignora que es precisamente el crecimiento poblacional una de las principales causas del problema del hambre y la miseria en el mundo, pero que ya viene de muy antiguo, puesto que como trataremos de hacer ver, la explosión demográfica de hace dos siglos forma parte de un círculo vicioso que comenzó hace muchísimo más tiempo.

De las interpretaciones posibles de esta proposición se derivan otros dos errores más: en primer lugar, si con recursos nos referimos solamente a los alimentos y al agua, se está suponiendo que la Tierra tiene recursos ilimitados y por ende podrá dar de comer siempre a un número infinito de personas (aún contando de forma optimista que el consumo de los países pobres se equiparara al de los ricos). Esta suposición es cuando menos dudosa ya que nadie puede saber a ciencia cierta cuántos recursos alimentarios contiene el planeta y a cuántas personas puede abastecer (algunos ecologistas ya han anunciado que por lo pronto este parece ser un planeta finito, así que de entrada no vamos bien). Pero además, olvida el hecho de que la explotación agrícola indiscriminada supone una degradación continua del suelo y de las aguas subterráneas, por lo que si hay que alimentar a cada vez más personas, el daño será aún mayor (Ehrlich). Segundo: si por distribución igualitaria de los recursos entendemos el acceso de los países pobres a todos los bienes de consumo de los ricos, y dado que solo una mínima parte de la población mundial (la de los países ricos) consume lo que el resto contribuyendo así al incremento del desastre ecológico, si la población mundial entera se sumara al despilfarro es probable que el medio natural terminara por derrumbarse definitivamente.

Esta es la cuestión de presentar el problema de la distribución de los recursos como la causa de todos los problemas, cuando en realidad es solamente un efecto de tantos. En realidad, es el crecimiento poblacional lo que causa la pésima distribución de los recursos, y en todo caso esto no sería más que uno de los múltiples efectos. Por otra parte, paradójicamente, la incapacidad que existe hoy para solucionar el problema de la distribución de los recursos aumenta proporcionalmente a medida que lo hace la población.

Si tratamos de echar la vista atrás, el crecimiento de la población siempre ha sido un hecho recurrente en la historia. De hecho, la explosión demográfica no es un suceso aislado ni mucho menos, sino una evolución lógica del crecimiento poblacional que llevaba operando en la Tierra desde hace milenios, y como tal es coyuntural. El primer incremento poblacional significativo pudo darse por cuestiones favorables externas como la desglaciación. Esto a su vez, hizo que el ser humano tuviera que buscar fuentes de alimentos más abundantes y variados para cubrir el aumento de las necesidades, que dio pie a descubrir poco a poco las primeras técnicas de cultivo y a la rápida expansión de la agricultura.

Esta expansión fue por tanto el fruto de dos causas fundamentales que forman parte del círculo vicioso que acompañaría a la humanidad hasta la actualidad: crecimiento demográfico y técnica. Así, a medida que se producía un crecimiento gradual, las técnicas debían perfeccionarse porque cada vez había que alimentar a más personas; a la vez, como las técnicas eran más eficaces esto hacía que continuara aumentando la población.  La cantidad de innovaciones acaecidas en este periodo fueron causa y consecuencia a la vez de este crecimiento. Así pues, a medida que dicho número crecía, esto permitía una mayor especialización en las técnicas. En La edad de la técnica, Jacques Ellul explica el círculo vicioso con estas palabras:: (...) el aumento de la población entraña un aumento de las necesidades, que solo pueden satisfacerse mediante el desarrollo técnico. Y considerando las cosas desde otra perspectiva, el progreso demográfico ofrece un terreno favorable a la investigación y la expansión técnica (...).

Esta ecuación exponencial no parece tener límite alguno: la población a incrementar su número, y la técnica a mejorar la eficacia. Con el tiempo, estas dos fórmulas interconectadas entre sí serán las que den cuerpo a la idea fundamental que regirá en las primeras sociedades: el progreso. Sin embargo, encontramos aquí una objeción importante, a saber: mientras que las mejoras técnicas repercuten principalmente en más población, a su vez el incremento de la población repercute no solo en mejores técnicas, sino que gracias a éstas posibilita además la creación de formas complejas de estructuración social. ¿Cuáles son estas formas? Urbanismo, masificación, privilegios, perfeccionamiento del poder, esclavismo, guerras, hambre, etc. Así que mientras las técnicas mejoran más o menos dependiendo de la época de la que se trate, las diferentes sociedades con cada vez más números de personas tienden a crear aparatos burocratizados y complejos que a su vez tienden a crear un sistema piramidal de clases mediante el uso de la fuerza.

Encontramos aquí por tanto una relación directa entre el incremento desproporcionado de la población y las primeras formas sistemáticas del poder. Así, este incremento facilitó en la antigüedad la formación de los grandes imperios (control físico) y en la modernidad el perfeccionamiento del control social de las masas (control mental). También vemos una relación lógica entre incremento poblacional y masificación, que son los detonantes más oportunos para incrementar a la vez el peligro del contagio emocional y la cultura de la imitación irracional. Todas estas relaciones lógicas son formas idóneas que el poder aprovecha para autojustificarse y aumentar su potencial para dirigir a las masas. Los estados, los bancos, las corporaciones y demás parafernalia son manifestaciones directas que confirman este potencial. Se puede inferir por último que todo este conjunto de formas complejas que constituyen la base de la estructura social han sido posibles gracias a que el número de personas ha sido lo suficientemente alto para llevarse a cabo.

Aún hay más: los inconvenientes del crecimiento poblacional continuo se multiplican tras la explosión demográfica del siglo XIX hasta nuestros días. Algunos de ellos son la globalización, numerosos movimientos de migración, inmensas desigualdades sociales entre ricos y pobres, innumerables conflictos por la escasez de los recursos y del agua, amenaza nuclear, crisis ecológica mundial, sobreexplotación de los recursos, hambre mundial, pésima distribución de los alimentos, etc. (como vemos esto último solo era un efecto). No podíamos esperar algo diferente de un círculo vicioso que nos engaña a todos. Así pues, no es tanto un problema de repartición de recursos como la organización estructural de la propia sociedad. Al haber un mayor número de personas conviviendo a la vez el sistema piramidal creado en la antigüedad sale reforzado y los perjuicios para el pueblo serán cada vez mayores. Además, dado que la inquebrantable fe en el progreso es su arma para doblegarlo y el avance tecnológico la mejor de las herramientas, la sutilidad con la que opera el poder ahora para adormecer a las masas  e impedir su despertar es el mejor de los resultados para ellos y el peor para nosotros.

En cualquier caso, ocurrida la explosión, la población ha crecido mucho más rápido que los medios de subsistencia, pero no por una cuestión de lógica matemática como formuló Malthus, sino por una fatalidad estructural con la llegada de un sistema que fomentaría las grandes desigualdades entre las personas. Así, mientras la población hasta el año 1800 había crecido muy lentamente debido a los altos índices de natalidad pero también de mortalidad, sufrió ésta una aceleración mayor a partir de 1900 gracias a ciertos factores como el éxodo rural o los avances científicos que disminuyeron la mortalidad infantil y alargaron la esperanza de vida; todos en conjunto contribuyeron a reducir la mortalidad. Desde 1950 el crecimiento en los países desarrollados se disparó y solo se estabilizó a partir de 1990 por la reducción de la natalidad de los países occidentales, mientras que en los países en vías de desarrollo, que siguen más o menos el mismo ritmo se encuentran hoy en la fase más explosiva. El resultado es que la población, sea como fuere, continúa su imparable ascenso: si desde 1850 hasta 1950 se ha duplicado en 100 años aproximadamente, desde 1900 ha ido doblando cada vez en menos tiempo hasta alcanzar el tope de duplicación en unos 37 años desde 1950 hasta 1987 (cifra que no dista demasiado de los 25 años que predijo Malthus); digamos que el año tope de crecimiento se dio en 1965 y a partir de aquí la aceleración se ha estabilizado por motivo del descenso de la natalidad en los países occidentales, que no obstante sigue siendo mayor al índice de mortalidad. Y contando con que la medicina sigue avanzando para seguir alargando la vida, es previsible que la población siga subiendo aunque no tan rápido, por lo menos hasta los 10.000 millones de habitantes antes de 2050 si nada lo frena.

Al margen de todos estos datos que parece que vuelvan loco a cualquiera, hemos enfatizado el hecho que supone el crecimiento poblacional como una de las principales causas de muchos males en la Tierra, no solo ecológico ni de reparto de recursos, sino sobre todo de estructura social. Ehrlich respondió metafóricamente al vaticinio teórico de ciertos obispos (dado que es muy fácil para los que viven en la opulencia afirmar esto) anunciando que la Tierra podría abastecer perfectamente a 40.000 millones de humanos diciendo que todo esto sería posible pero admitiendo que no dejaría el planeta de ser entonces un gigantesco corral humano.

Quizás halla incluso que utilizar otra comparación más oportuna que odiosa y corroborar su pertinencia lingüística: no hay que se sepa ningún medio para medir si una especie ha alcanzado el nivel de plaga, pero diré sin riesgo a equivocarme demasiado que sin tener que esperar a los 40.000 millones, la especie humana ya lo ha superado de sobra. Lo que sí hay son algunas señales que lo atestiguan. La primera es que el ser humano ha ocupado todos los resquicios de la Tierra, más de dos terceras partes del planeta están ocupados y utilizados por el ser humano y la tercera parte se estudian los medios para explotarla; la segunda es que nunca una especie “depredadora” había causado la extinción masiva de tantas otras; la tercera es que esta especie no solo ha ocupado presuntuosamente todo el planeta, sino que a marchas agigantadas lo está esquilmando para el perjuicio de todos. (Pero bueno, al fin y al cabo, somos humanos y podemos hacerlo).


Próximamente, la segunda parte, donde desvelaremos los entresijos del tabú que existe en el crecimiento ilimitado de la población, entre otras cosas.

21 de enero de 2013

El culto al cuerpo

Sin ser consciente de ello, la sociedad actual está promoviendo una serie de antivalores como el de la falsa apariencia o la superficialidad. La constante obsesión por acumular bienes materiales se extiende y se observa como una idea que conduce al éxito. Pero a su vez, no solo importa la cantidad de bienes, sino también la novedad y la calidad de dichos bienes. Hoy el cuerpo es considerado y tratado como un objeto más que se debe cuidar y pulir al máximo, siendo éste por supuesto más valioso que cualquier otro. En este contexto, no es difícil llegar a la conclusión de que la obsesión por la imagen se ha generalizado como un vicio más que trae profundos quebraderos de cabeza a muchas personas y que no es más que un reflejo de un mundo hipermaterialista que otorga más importancia a la apariencia física que al pensamiento.

Es lógico que una especie como el ser humano encumbre el ideal de la belleza como un concepto supremo que hay que perseguir. Pero esto no es más que una ley natural. En muchos documentales de naturaleza podemos contemplar como las hembras animales suelen escoger machos fuertes y esbeltos de forma instintiva con el fin de asegurar una descendencia más próspera y multiplicar así las posibilidades de perpetuar el grupo. El animal humano, como otra especie más, no es diferente.

A pesar de que se suele aducir en muchas ocasiones que la belleza es relativa, sí que es cierto que existen unos cánones de ideal que suelen cumplirse estadísticamente y el concepto de cómo debe ser una persona bella se generaliza y se convierte en un estereotipo. En una especie tan numerosa como es la nuestra la variedad de fachadas es infinita; existen personas consideradas físicamente más agraciadas que otras, comúnmente guapos, feos y del montón, pero siempre los rostros y cuerpos considerados más bellos son los que más se valoran. Y he aquí donde nace la imperiosa necesidad de ésta tendencia a ser más bello para ser más aceptado, que se torna en mera competición. Sin embargo no todos pueden entrar en la competición en igualdad de condiciones, y por el camino, se hace inevitable que miles de individuos sean relegados por no cumplir con los cánones comúnmente aceptados. Hoy en día se valoran los cuerpos delgados en las mujeres y musculosos en los hombres, y el que se salga del estereotipo a menudo es desechado, rechazado y marginado. Algunas de las consecuencias que acaban sufriendo estos individuos son la depresión y el aislamiento social. Éste culto, como todas las formas de veneración caprichosa deja secuelas en muchos casos irreversibles: los casos más extremos conducen a algunos individuos a padecer enfermedades como la anorexia o la bulimia por la enorme presión social que están obligados a soportar.

¿Por qué esta obsesión por el cuerpo? ¿Tiene algo que ver con el deseo de la eterna juventud? Es más que posible. Para mejorar nuestro aspecto y aparentar lo que no somos, temporalmente vale cualquier cosa: maquillaje, potingues en la piel, exfoliantes, depilaciones, pestañas y lentillas postizas, pelucas, uñas postizas, rellenos para pechos, etc. (más propio en las mujeres) Otra forma de modelar nuestro cuerpo es mediante la práctica deportiva en los gimnasios, más generalizado en los hombres por el estereotipo del “hombre musculitos”, y menos en mujeres: pectorales, bíceps, abdominales, piernas son algunas de las partes más comunes a moldear para conseguir una figura diez.

Pero la nueva moda para lograr cambios más profundos y permanentes es la de la cirugía plástica. El hecho de acudir al quirófano para retocarse la cara, los labios, los párpados, la nariz, los pechos, la tripa o las nalgas se ha impuesto actualmente, por motivos casi siempre estéticos, como una manera de retrasar el envejecimiento y en consecuencia alargar la juventud, sinónimo de belleza y esplendor, huyendo de lo grotesco. Según muchos testimonios de las personas que acuden a las operaciones plásticas, el motivo por el que se hace es para gustarse a uno mismo. Pero indudablemente esto esconde un doble sentido. En primer lugar, toda necesidad de cambiar una parte de nuestro cuerpo no tiene su raíz en un sentimiento individual, sino social, ya que son precisamente las pautas sociales las que establecen las formas de conducta. Los estereotipos son aquí los que marcan el cuándo, el cómo y el porqué existe dicha necesidad. Y el individuo la adopta como un derecho. En segundo lugar, al ser una necesidad social y no individual, el motivo inexcusablemente también ha de ser social, es decir, un individuo que ha cambiado parte de su figura se gusta a sí mismo, pero siempre en función de cómo lo verán los demás.

Ya sean los cambios físicos temporales o permanentes, el culto al cuerpo se impone como una norma social a seguir, inmanente a las sociedades de masas; un síntoma más del degradante sistema capitalista. La televisión, la publicidad y los estereotipos contribuyen en gran medida a difundir de manera directa el modelo de hombre y mujer ideal, y relega indirectamente a lo más bajo a quienes no entran dentro de este ideal: las personas feas, obesas y tullidas. Como consecuencia de cultivar durante años una serie de valores distorsionados basados en el egoísmo, la arrogancia y la frivolidad, la propagación de este nuevo culto era un hecho inevitable. Y como suele ocurrir, siempre que algo se impone a un nivel de tal magnitud, deja un detrimento, que en este caso es obvio. Tanto tiempo dedicado a perfeccionar el cuerpo nos ha hecho olvidar la enorme importancia del cultivo de la mente.

9 de enero de 2013

El crimen oculto de la ciencia

Se suele pensar en la ciencia como una bendición humana, una fuente ilimitada hacia el progreso y hacia el saber, observar, medir y cifrar o en otras palabras, el querer explicar; estos son sus fines y en un principio parece que no hay nada malo en satisfacer la curiosidad; así, la ciencia se dedica a investigar para lograr tales fines, pero, ¿quién “investiga” a la ciencia? Maquiavelo dijo en su día que “el fin justifica los medios” y la ciencia, en su viaje hacia el infinito,  ha tomado esta frase categórica y enfermiza, se la ha apropiado y la ha hecho célebre. Este es un breve ejemplo de por qué la “bendita” ciencia debería ser investigada.

En un momento dado, a algún científico se le ocurrió la genial idea de que para que la ciencia fuera más eficaz y precisa se hacía imprescindible probarla en seres vivos, en animales, tanto humanos, como no humanos. Pero como siempre ocurre, son los no humanos los peores parados de esta historia. No nos importa quién ni cuándo, sino el resultado de estas decisiones fatales, aquellas que arrojan en cifras la cantidad de cientos de millones de animales encerrados de por vida en laboratorios de todo el mundo sometidos a pruebas monstruosas, expuestos a una cantidad ilimitada de sufrimiento para comprobar hasta dónde pueden aguantar, vejados, humillados, torturados la mayor de las veces hasta la muerte. Los animales se habían usado como alimento, por su piel, por su lana, para el trabajo, para el deporte, para entretenerse con ellos; pero no bastó con eso, la novedosa aparición y difusión de la ciencia trajo consigo, además de prometedoras expectativas para la mejora de la vida humana y para satisfacer las mentes más curiosas, la práctica monstruosa de la vivisección en animales, un crimen oculto y siniestro que aún hoy sigue perpetuándose.

Es lógico pensar que al principio pudiera surgir la curiosidad de probar, puesto que la idea inicial estaba más enfocada al campo de la medicina. La ciencia argumentaba que si para salvar mil vidas humanas había que sacrificar a un animal, los códigos morales establecían que no solo se podía hacer, sino que debía hacerse en beneficio de los adelantos médicos. Pero es sabido que el método científico no es tan sencillo como eso. La mayoría de los descubrimientos se basan en el método de ensayo y error, y a menudo sucede que los errores se cuentan por miles antes de dar con una demostración concluyente, por consiguiente para hacer un descubrimiento se necesitarían hacer miles de pruebas en animales antes de llegar a algo claro. Entonces ya no estaríamos hablando de experimentar y matar a un animal para salvar mil vidas humanas; lo más probable es que fuera todo lo contrario: matar miles de animales para salvar a unas pocas personas. Pero ¿y si fuera al revés: que miles de animales se pudieran salvar matando a una persona?

El hecho de querer justificar la muerte de tan solo un animal para salvar a mil personas, una afirmación fuertemente atractiva a nivel social y con gran dosis de dramatismo a la par que errónea, surge de una visión antropocéntrica, pues es una forma de decir que “dado que los animales tienen menos valor que los humanos, podemos y debemos utilizarlos para cualquier adelanto en beneficio de la humanidad”. En épocas pasadas puede que esto se viera como algo normal y no se cuestionara; incluso según la teoría de Descartes, por la cuál los animales eran objetos y por tanto carecían de la capacidad de sufrir, se hacía justificable y normal el uso de animales para cualquier cosa. Sin embargo, en el XIX, gracias al hallazgo de la evolución aquellas consideraciones ya no tendrían ningún valor. El homo sapiens era una especie más como otra cualquiera que evolucionaba de otras especies, y por tanto si éste podía sufrir, sentir dolor, placer o miedo, el resto de especies animales también tendrían la misma capacidad de sentir.

Hoy ha pasado un siglo y medio y todavía no solo no se entiende esto, sino que no se quiere entender. Al menos en el ámbito de la alimentación siguen imperando prejuicios antropocéntricos que justifican el consumo de animales -¡y paradójicamente aquí podemos estar seguros de que no es para salvar vidas humanas, sino más bien para deteriorarlas! -. Aún así, tanto hoy como ayer, cualquier razonamiento discriminatorio por cuestión de valor de especie es además de antropocéntrico, inmoral, aun tratándose de una vida para salvar mil (algo que como ya hemos dicho dista mucho de ser fiable); porque, ¿quién establece cuánto vale una vida? Ya puestos a comparar entre vidas humanas ¿vale lo mismo la vida de un preso que la de alguien en libertad? A menudo, como refuerzo justificatorio, se recurren a situaciones hipotéticas como “si tuvieras que decidir entre un perro o una persona...”, pero en realidad éstas situaciones no suelen sacar nada en claro, dada su poca probabilidad de suceder en la vida real.

Pero es necesario decir que el problema no quedaba solo limitado al campo de la medicina, pues suele ocurrir que la ambición humana y su manía de imitación trasladaran la posibilidad de los métodos del plano de la medicina a cualquier ámbito, ya sea militar (aquí los experimentos para pruebas de armas biológicas eran absolutamente “necesarios”), o en el ámbito comercial, como para las pruebas en cosméticos, alimentación o incluso para el tabaco, algo que sobrepasa cualquier consideración condescendiente hacia dichos métodos y que provoca un lógico resentimiento hacia cualquier avance científico. Hoy la gota ha colmado el vaso, pues apenas un porcentaje mínimo de las pruebas es destinado a medicina, mientras que el resto se aplica para uso comercial y militar. Además, es en estos usos en donde se llevan a cabo las pruebas más abominables, donde animales son quemados, radiados o gaseados. Pero es quizás precisamente este hecho por lo que la experimentación en animales siga produciéndose a gran escala, pues lo comercial no entiende de ética, solo de beneficios.

Al margen de todas estas consideraciones morales básicas, el crimen del que es responsable la ciencia por la experimentación en animales es más grave todavía hoy, puesto que los adelantos y las pruebas contrastables de científicos que se han dedicado a desmontar este controvertido asunto, han venido a confirmar lo que ya se sospechaba: el hecho de que aquellas pruebas tan prometedoras no solo son beneficiosas sino que han sido perjudiciales para miles de humanos dada su falta de aplicación motivada por las fuertes divergencias entre la anatomía humana y la animal, tanto fisiológicas como químicas. Más lógico sería pensar que dichas pruebas serían más fiables si se hicieran con humanos, pero claro que esto provocaría el inmediato rechazo de la opinión pública. Por otra parte, un elevado porcentaje de las enfermedades que afectan a animales no suelen presentarse en los humanos, con lo que hacen el método del todo inaplicable.

Aún hay más, pues los adelantos que suponen los métodos alternativos como la investigación in vitro y en tejidos sintéticos o la disección en cadáveres humanos (o animales) echan por tierra cualquier argumento que justifique la vivisección animal, y estos podrían estar más adelantados si todo el dinero invertido en los métodos experimentales con animales se hubieran destinado para métodos alternativos, libres de crueldad y violencia.

La experimentación en animales, que es sin duda otro holocausto silenciado, es un asunto olvidado, no solo por los científicos responsables que han perdido ya la poca dignidad que les quedaba y siguen lucrándose incomprensiblemente, sino por todo el conjunto de la sociedad que ha mirado y mira para otro lado ante este grave problema. Tan solo la voz de unos pocos, dentro del movimiento por la liberación de los animales ha comenzado a denunciar tamaña atrocidad. La ciencia podrá o no ayudar al ser humano a mejorar su calidad de vida, y puede que hasta le ayudara a mejorar como especie, pero jamás lo debería hacer con el perjuicio y asesinato en masa de otras formas de vida, pues el fin no siempre justificará los medios. No puede existir jamás la ciencia sin moral y si existe entonces es que ya no es ciencia.