23 de abril de 2013

De sádicos que provocan lágrimas

Un día de abril en Sevilla en un coso circular; hombres vestidos de trajes de colores y adornos estrafalarios saludan a un público entusiasmado y bordado por la emoción de verlos actuar. Su función es la de no defraudarles, de darles el placer que dicen que transmite una buena corrida de toros. Ya comenzada la faena, van apareciendo los primeros sementales y uno tras otro van cayendo a manos del matador que es el que les da la puntillada final. Dicen que es una lucha de igual a igual, del hombre contra la bestia, pero de ser así, ¿cómo es que siempre caen los toros y casi nunca los toreros? Sencillamente porque no lo es, porque en este enfrentamiento ya está todo planeado: el toro es embravecido y puesto en un ambiente hostil, pero al mismo tiempo es mermado en todos sus sentidos, pues en realidad no hay lucha de igual a igual, tan solo la demostración más estúpida del poder del hombre sobre el animal.

En su afán de gustar, el torero demuestra su arte, su saber estar, sus movimientos, su elegancia y su portento. Pareciera que disfrutara, y el público con él. De hecho ambos disfrutan. Si fuera solamente esto, nada que objetar, pero no lo es, pues en el centro de la plaza está el toro, aquel que debe sufrir todo este despropósito. Engañado, mareado, acorralado, herido, torturado, humillado y finalmente asesinado de forma vil, el toro es la única víctima de la fiesta. Y mientras unos disfrutan, él sufre el horror de no saber porqué le hacen esto. En su afán de huir, en su indefensión, embiste todo lo que le ataca, incluso el caballo que no tiene culpa de nada y que tampoco sabe porqué está ahí. A ellos nunca les dieron la oportunidad de elegir.

El público vitorea al torero no solo por su arte de moverse y saber estar, sino sobre todo por esa supuesta valentía de la que presume al enfrentarse a un semental de más de 500 kilos. Y como digo, si la lucha fuera a campo abierto, sin más armas que el torero sus manos y la bestia sus cuernos, otro gallo cantaría. Me atreveré a decir que en ese caso probablemente no habría lucha; el toro, un animal herbívoro y pacífico, no necesita pelearse con nadie, pues no necesita presumir, como sí pretende hacer el humano. En esta lucha, el toro es obligado a enfrentarse a alguien contra el que no tiene nada hasta que le molestan lo suficiente como para tener que defenderse. Pero su destino está determinado y poco puede hacer, nada más que verter lágrimas por su incomprensión, mientras su verdugo, emocionado y con la adrenalina por las nubes, le atraviesa sin conmiseración alguna un estoque hasta lo más profundo de su corazón.

Pocos días después, en Madrid, la capital de España, se celebra la mayor feria del mundo en la que alrededor de doscientos toros son asesinados en apenas un mes. Seis formidables sementales, cada uno con su historia detrás, son masacrados cada tarde para disfrute del verdugo que le da muerte y del público asistente. Con el propósito de engañar a la muchedumbre siempre contaron que el toro no sufría, que incluso a su modo también disfrutaba de la fiesta. Ahora se sabe que los toros derraman lágrimas, como un humano ante el dolor y ante el miedo, y por eso ya pocos son los que se lo creen. En una de esas tardes, el drama que tienen que vivir estos seres inocentes alcanzó límites indescriptibles.

Letrado, que así se llamaba el quinto toro de la tarde padeció una muerte agónica por una estocada mal hecha. Tras ocho intentos de apuntillar al toro, éste se levantaba una y otra vez en un intento vano de buscar la salida para escapar ante tanto dolor. Una y otra vez sus asesinos  tratan de acabar con su vida, pero una y otra vez Letrado se levanta y busca la salida hasta que finalmente, tras largos y desesperados minutos, muere ahogado en su propia sangre. Por lo general, la muerte de los animales suele ser rápida siempre que el torero sea bueno en su puntería al introducir el acero en el corazón del animal, pero esto es una forma de decir que en el fondo no son tan crueles. Cuando fallan, el toro, después de haber sido torturado y humillado padecerá la muerte más miserable que puede sentir cualquier ser vivo, mientras a pocos metros, cientos de personas insensibilizadas ríen y fuman puros, esperando impacientes que caiga para que pueda salir el siguiente.

Sorprende que a principios del siglo XX un hombre de talante y de gran valor se enfrentara en cada pueblo que visitaba contra el mal llamado arte de la tauromaquia. Su nombre, Eugenio Noel, un hombre que a pocos dejaba indiferente, un valiente que se enfrentó a toda la parafernalia taurina y flamenca de aquella época y que fue citado por grandes escritores, también antitaurinos, como Unamuno, Azorín o Jacinto Benavente. Gracias a ellos y a otros, la tauromaquia es hoy, cada vez más, ampliamente cuestionada y denunciada por lo que representa.

Pero el sadismo de un torero que asesina toros para dar placer no es nada diferente al de un matarife que mata vacas para dar de comer, pues la trampa de este sector está en lograr el buen sabor, que al final sirve para lo mismo: dar placer. De igual forma el que mata visones sin pudor para que personas puedan ir bien abrigadas con su piel. El resultado final, sea el motivo que sea, es el del sufrimiento del animal por el beneficio del humano, simplemente porque así lo ha querido éste (y sobre todo porque puede hacerlo, y esto, para los que todavía disienten, no es más que una forma de abuso).

La naturaleza humana siempre ha sido y será un verdadero misterio, pues nadie puede saber de dónde viene tanto sadismo; eso sí, bien pudiera afirmarse que éste resulta profundamente patológico. Poco importa si estas personas son más o menos cultas, de si tienen estudios o no, el sadismo es sadismo venga de donde venga y como tal es una evidente anomalía que denigra al ser humano, que lo sume en el vicio de la arrogancia, la violencia y la estupidez. Miles de toros son torturados y asesinados anualmente en España en las plazas, en los encierros de los pueblos, lanceados, ensogados, embolados con fuego, e incluso obligados a caer al agua y morir ahogados. Esta es la España del maltrato animal, tierra de despiadados, brutos y déspotas.






12 de abril de 2013

Contrastes

Una mañana cualquiera en las calles de Hong Kong. Millones de personas acuden raudas a su puesto de trabajo, en coche o en metro, en taxi o en bus, incluso en avión. La máquina humana se pone en marcha un día más en uno de los países más “ricos y prósperos” del planeta. Mientras, a la misma hora, una familia entera es bombardeada en Siria por los tanques y todos sus miembros quedan mutilados o muertos bajo los escombros. Otros miles han perecido ya por motivos triviales y necios.

Otra mañana en un despacho de Madrid: dos grandes empresas de la construcción firman un contrato millonario que supuestamente creará miles de empleos estables y seguros. Mientras, un hombre casado y con hijos cae de unas obras y muere por una negligencia del empresario que por ahorrarse dinero, no puso las medidas necesarias para su seguridad.

Una mañana en los juzgados de Valencia. Un político con un cargo importante, acusado de corrupción, es absuelto por falta de pruebas o porque el dinero le ha salvado. Mientras, una mujer sin apenas recursos es encarcelada, torturada, vejada y humillada solo por querer llegar a ser libre.

Sábado por la mañana en Nueva York, miles de personas pasean por sus grandes avenidas, por Central Park, otras tantas aprovechan para patinar, montar en bici o quedar para hartarse de hamburguesas producidas por métodos violentos y crueles. Mientras, en el mismo país y a no muchos kilómetros, un joven de unos veinte años es conducido ante una camilla contra su voluntad para provocarle la muerte por inyección letal por un error que ha cometido, producto de la pobreza y la ignorancia que ha fomentado durante años un estado corrupto.

Domingo por la tarde en Berlín, varios jóvenes juegan con sus móviles última generación, otros tantos mensajean en FB cualquier chorrada que se les pase por la cabeza, otros quedan para echar horas y horas de videoconsola; la misma tarde, otros adultos quedan para hacer barbacoa con músculos de animales asesinados en contra de su voluntad. Mientras, en un país africano, miles de niños son obligados a picar en las minas desde los cinco años, provocándoles a muchos la muerte, mientras su familia es asesinada por las mafias del coltán, imprescindible para fabricar los móviles, los ordenadores y las videoconsolas de las que se benefician los primeros.

Miércoles por la noche en un lugar de Reino Unido: miles de aficionados al fútbol, un deporte de masas que mueve miles de millones de euros al año, se dejan la garganta gritando e insultando como posesos o como niños de cinco años, mostrando la estupidez humana en toda su dimensión. Mientras, a la misma hora en un lugar no muy alejado, cientos de cerdos son hacinados, obligados a saciarse comiendo y transportados hacia el matadero para dar de comer a miles de humanos, como los aficionados al fútbol.

Una mañana cualquiera en un banco cualquiera de Madrid. Un empleado le ríe a otro una gracia al mismo tiempo que notifica una orden de desahucio a una familia sin apenas recursos por no poder pagar la hipoteca. Mientras, esa misma mañana, en otro lugar no muy lejano de allí, un hombre, desesperado por el inminente desalojo de su casa se arroja desde un octavo piso muriendo en el acto ante el pavor de cientos de personas que pasean rutinariamente.

Estos son solo unos cuantos ejemplos de la marcha de un mundo impuesto y controlado por los humanos; una especie altamente presuntuosa que se cree el centro de todo; un mundo en el que para que unos pocos puedan tener una vida colmada de placeres, otros muchos son condenados a una vida de miseria y sufrimiento. Ante esto, solo me queda preguntar ¿de verdad era necesario?

Poco más que añadir.