17 de diciembre de 2014

Los juegos de azar como forma de alienación de las masas

Entre los numerosos vicios del humano moderno podemos hallar en los juegos de azar uno de los que más atacan los valores morales. Si la creación del dinero tuvo como motivo principal la del intercambio de bienes derivados de crecientes necesidades y punto, su desarrollo ha creado multitud de usos que han desvirtuado absolutamente su esencia. Ejemplos como la creación de los bancos como entes para administrar las grandes cantidades de valores monetarios o la del complejo juego de la bolsa como forma de hacer dinero a partir de dinero, ya puestos, ¿por qué no inventar juegos en los que participara la población como un derecho para ganar dinero y que combinaran la suerte, el azar y las probabilidades?

Desde las apuestas deportivas hasta la gran oferta de sorteos de lotería, pasando por las máquinas tragaperras, las salas de casinos o bingos, todos ellos tienen en común dos alicientes: la competitividad propia del juego y el atrayente premio del dinero, porque sin recompensa por ganar, no habría aliciente y tampoco, mal que les pese a los ludópatas, adicción.

Pero no caeremos en el error de centrar el sentido del artículo en los casos derivados de adicción, que no dejan de ser por otra parte una consecuencia lógica, sino en el riguroso análisis de la esencia del juego en sí y sus peligros en las sociedades modernas.

La base de un juego es la competición y esto quiere decir solamente una cosa, a saber, que el juego como tal solamente puede darse en sociedades con cierto grado de competitividad en su modo de vida. Esto no es óbice para que posea otras motivaciones como la propia distracción, es decir, jugar por el simple placer de pasarlo bien. Lamentablemente, este placer tiene un potencial enorme que tiende a fluctuar dependiendo de la evolución de cada sociedad.

El juego en una sociedad pequeña, simple, sin dinero como medio de intercambio ni competitividad, el juego es pura distracción. El juego en una sociedad creciente, que tiende a lo complejo, que inventa el dinero como medio irremediable de intercambio y que centra su sistema económico en la competitividad entre sus miembros, desarrollará inevitablemente la competición en el juego como única motivación y peor aún, la recompensa del dinero como aliciente.

Sin duda, la competitividad es un motivo de alienación muy suculento para el control de las masas por parte del poder, ya que crea numerosos sentimientos encontrados en quiénes la practican -que suelen ser la mayoría-, ansias de ambición, de llegar más lejos que el resto, de caer en envidias y de hacer cada vez más dinero como signo de incrementar el status. Así, los juegos deportivos y sus respectivas apuestas asociadas o los juegos tipo casinos son un ejemplo de ello.

Los juegos en los que únicamente interviene el azar carecen del sentido de competitividad propio de los juegos ya mencionados, sin embargo no dejan de ser formas alienantes porque de alguna forma extienden la idea de que con el azar cualquiera puede ganar sin que tenga que emplear ninguna técnica para ello, excepto cuando irracionalmente algunos creen que pueden intervenir y controlar los números ganadores. Además, estos juegos son gestionados y administrados por el estado, uno de los grandes estandartes del poder y gran interesado en mantener a las masas alienadas. Basta con echar boletos o marcar números al azar y esperar que toque. Se trata de un juego en el que solo hace falta dinero para poder participar y muchísima gente para aumentar la emoción, ya que uno de los imperativos es la ínfima proporción de ganadores, consiguiendo con esto que millones de personas derrochen enormes sumas de dinero a lo largo de toda su vida.

De hecho, ignoro si habrá estudios sobre esto, pero es fácil deducir que la inmensa mayoría de los que juegan regularmente a los sorteos de lotería, primitiva, once o cualesquiera sean,  habrán perdido a lo largo de sus vidas más dinero del que hayan podido ganar. Unos pocos lo recuperarán y muy pocos se harán efectivamente ricos. Los peores casos, que no dejan de ser muchos, habrán desarrollado una grave adicción a dejar gran parte de su poder adquisitivo en invertir boletos que siempre perderán, así que confiar únicamente en el azar es algo que supone no solo un derroche de dinero, sino una gran estupidez.

La otra parte negativa que dejan los juegos de azar es la aportación que supone al desarrollo de antivalores. La lotería ofrece enormes sumas de dinero a los pocos que ganarán y además ha invertido a lo largo de toda su creación altísimas sumas de dinero en publicidad para extender la idea de cuán importante es hacerse rico sin hacer nada, y cuán importante es el dinero en nuestras vidas porque “con dinero todo se puede alcanzar”. Se crea con ello una contribución a adorar más todavía al dios del dinero fortaleciendo su poder. Y además se fomentan valores negativos como el materialismo, la ambición, la envidia, la estupidez, la histeria y la falsedad, propios de la sociedad moderna.

A nivel de masa, existen en muchos países algunos días al año señalados para que millones de personas desaten la histeria colectiva participando en los sorteos de lotería nacional, como por ejemplo el típico sorteo de la campaña más falsa del año, la navidad, dejándose gran parte de su dinero que utilizará una parte el estado para repartir los premios y para no se sabe qué el resto. Un derroche de dinero descomunal que podría servir para otros asuntos más importantes que repartir premios y de los que muchas veces se habla, pero que nadie dice de quitárselo a este gran tinglado porque “para muchos es la única posibilidad de hacerse ricos” (aunque sepan que es más probable que te mate un rayo a que te toque la lotería). 

Y si uno quiere comprobar el nivel de adoración y adhesión que reciben este tipo de juegos no tiene más que buscar alguna crítica en internet que no hallará ninguna. Todo son alabanzas promocionando “el bien social que promueve la lotería”. Incluso entre aquellos movimientos que pretenden que el mundo mejore, es más fácil y emocionante movilizar a las masas con falsas promesas que esforzarse en desgranar la fuente del mal de raíz; es más fácil dejarse llevar por los fenómenos alienantes que permiten al sistema perpetuarse que buscar la forma de cuestionar la propia esencia de dichos fenómenos y a quiénes interesa. En realidad, inconscientemente o no, estos movimientos supuestamente heterodoxos no analizan nunca la raíz del mal, sino cómo poder absorber mejor el mal sin que nada trascendente haya cambiado.


30 de noviembre de 2014

El engaño de las ecociudades

Con la llegada de la moda verde han surgido multitud de propuestas excéntricas que pretenden cohesionar la caótica vida en la ciudad con la conservación del medio natural. Nada más lejos de la realidad, pues es impensable que una especie como la humana que durante siglos ha pervivido gracias a su dominio hacia la naturaleza, pretenda ahora restaurar el equilibrio sin cambiar un ápice su concepción principal de la misma. Aquellas mentes obtusas que quieren cambiar la fachada sin cambiar el interior adolecen de pura soberbia por la humanidad. No analizan los daños ni los peligros y por si fuera poco no solo se engañan a sí mismos, sino al resto de personas que a su vez se dejan engañar.

El proyecto de convertir las ciudades en espacios compatibles con el equilibrio natural es uno de los mayores disparates que se pueden escuchar. No sólo es contradictorio, es insultante. Se pretende hacer creer que se pueden cambiar las nefastas consecuencias de daño ecológico que saben producen las ciudades sin cambiar en absoluto el ritmo de vida de las mismas, sin plantearse aún menos la raíz de todos o parte de los problemas.

Incomprensiblemente se mencionan continuamente problemas de contaminación, calentamiento global, extracción de materias primas o eficiencia energética sin cuestionarse el culto por el consumo, la invasión de la industrialización, el urbanismo o la tecnología, en relación con la dependencia del medio natural o en otro nivel más concreto, el uso masivo del vehículo privado, de la carne industrial, la especulación urbanística, el aumento descontrolado de población, etc. Es decir, se pretende acabar con males como aquéllos, sólo modificando la forma de producir y consumir. No se buscan las causas directas ni se buscan las relaciones entre unas cosas y otras.

Por si fuera poco, el discurso de esta propuesta que por desgracia se ha generalizado incluso a gran parte del movimiento ecologista, muestra evidentes incongruencias como querer compatibilizar un sistema económico cuya base fundamental es el crecimiento tanto de personas como de medios materiales o del vicio de la competitividad con hacer de los lugares físicos sitios sostenibles e integrados en el medio natural. Además, como no podía ser de otra manera, este discurso cae en el ingenuo error de pensar que la tecnología nos salvará del desastre, como dando a entender que en un futuro cercano los recursos tecnológicos se extraerán de la nada por arte de magia sin crear ningún perjuicio a la naturaleza, otro de los grandes disparates de la modernidad.

Desde su concepción, las ciudades son núcleos de crecimiento continuo, tanto de humanos como de bienes físicos y materiales. Además, el proceso de urbanismo, ya sea gradual o explosivo trae aparejados varios fenómenos que resultan inmanentes a toda creación de una ciudad y que a su vez resultan opuestos a toda forma de restaurar el equilibrio natural:

-Artificialismo. Este concepto inventado se define por la obsesiva transformación de materias primas naturales en productos no naturales que se convierten en sustitutorios de la naturaleza, pero que no lleva implícito ni mucho menos una independencia de la misma.

-Crecimiento continuo de todo, tanto de personas como de bienes materiales, lo que lleva a un aumento consecuente de las necesidades y por tanto del consumo.

-Complejización en las relaciones sociales y económicas, motivado por el desarrollo y exceso de sistemas de jerarquización, de normas sociales, etc. Sistema económico basado en la competitividad y el ánimo de lucro.

-Exceso de control de la sociedad por parte de los grandes poderes, culminado en el control mental que requiere un exceso de mecanización y tecnologización.

-Represión y pérdida gradual de los valores humanos esenciales y valores morales, de reflexión, de análisis crítico, de autojuicio y de voluntad para el cambio.

-Fatal combinación de estos procesos con la alienación total de las masas, su degradación espiritual y su sometimiento inconsciente basado fundamentalmente en el hedonismo crónico, en la expansión de masas de autómatas que actúan como si vivieran en un mundo normal y maravilloso.

-Invasión del espacio natural, su inevitable esquilmación, destrucción de ecosistemas y degradación ambiental.

-Expansión global planetaria de miles de núcleos urbanos, que multiplica los problemas a niveles descomunales.

Por lo tanto, ¿cómo sería posible tratar de hacer de las ciudades -lugares que abarcan todos estos fenómenos y más- espacios integrados en el orden natural sin empezar siquiera a cuestionar alguno de estos fenómenos mencionados? ¿Cómo sería posible hacer de las ciudades espacios ecológicos y sostenibles en el tiempo mientras se siguieran produciendo dichos fenómenos? Sencillamente no lo es. Todo responde a una oferta de solución que no es más que un fraude, un lavado de imagen de las empresas y gobiernos -en connivencia con la vanguardia del movimiento ecologista-, responsables directos de la mitificación de las ciudades, ante las advertencias drásticas de las últimas décadas lanzadas por ambientólogos, científicos y paradójicamente por el propio movimiento ecologista.

Sin embargo, no se puede obviar que el propio movimiento ha tenido mucho que ver ante el surgimiento de engaños tan evidentes como estos debido en gran parte a su total falta de cuestionamiento hacia el modo de vida impuesto de crecimiento invasivo, de reproducción humana sin límites, del culto al progreso, signos principales de la civilización; lo que lleva a dudar si estas propuestas absurdas no han salido de la sección más tecnófila del propio movimiento.

¿Qué son las ciudades en realidad? Son núcleos masificados de humanos consumidores descomunales de recursos, movidos por el progreso, las adicciones y la moda, e inconscientes de que mientras crean mundos artificiales y alejados de la naturaleza, lo que hacen es arrasar y destruir gran parte de la misma; sin embargo, dependen absolutamente de ella para vivir y seguir creciendo.

La única forma de conseguir una integración armónica del ser humano futuro -que no humanidad-, en el medio natural, empieza por el cuestionamiento de la esencia misma de las ciudades y todos los nefastos fenómenos socio-económicos que llevan aparejados, el cuestionamiento de su altísimo poder de destrucción, el rechazo de cualquier reforma que no empiece por cuestionar los verdaderos males que las caracterizan.

Pero al mismo tiempo que se cuestiona, se deben fomentar propuestas que aboguen por la autonomía de las personas, la independencia del trabajo asalariado e industrial, acompañado de una intención revolucionaria decrecentista -tanto poblacional como material-, así como propuestas que fomenten una vuelta inevitable a formas de vida rural, indudablemente más sensatas que la destructividad criminal de las ciudades.

9 de noviembre de 2014

Distorsión de la libertad

La era moderna ha desembocado en el mundo del desenfreno de los deseos, el consumo sin límite y la total ausencia de reflexión social, conceptos que explican una época de un control absoluto del sometimiento de la mente humana. Esto ha provocado entre otras cosas que valores esencialmente propios de la supuesta naturaleza humana (la que más cerca está de su estado de animalidad) hayan sido modificados parcial o totalmente por formas adaptativas a las formas de vida actuales. Uno de los casos más significativos es el de la libertad.

La idea de libertad que predomina hoy en día en la sociedad no tiene que ver nada con el concepto auténtico de libertad individual. El poder, llámese político, económico, empresarial, militar, etc. es el primero en distorsionar el auténtico concepto de libertad cuando pretende convencer a la masa no pensante y sometida al hecho de que es libre. Pero una persona sometida mental o físicamente como lo es en la actualidad y como lo ha sido en la historia difícilmente puede llegar a ser libre.

Ante esta distorsión, la publicidad, que es el conducto que tiene el poder para difundir sus creencias a la masa, habla continuamente de que los ciudadanos son libres para elegir lo que desean comprar, lo que desean consumir, a dónde quieren viajar, en qué quieren trabajar y cómo quieren gastarse su dinero. Pero todas estas cosas a las que puede aspirar el ciudadano medio son parte de un sistema ya estudiado en el que  todo está previamente determinado para que los sujetos a los que va dirigido sean condicionados y guiados en una única dirección. Esto confirma que la libertad de la que nos hablan no puede ser auténtica y solamente puede ser falsa.

En realidad todas las relaciones basadas en el poder y sometimiento de unos sobre otros son relaciones que no pueden ofrecer ningún grado de libertad y todo lo más que pueden hacer es disfrazarla para hacer creer a los sometidos que aún existe. Esto es lo que hacen las formas de poder: hacer creer al sujeto sometido que es libre cuando no lo es. Todos los actos, los deseos, derechos y obligaciones de un ciudadano que forma la sociedad de masas están determinados por el poder y en consecuencia no pueden ser adjetivados como actos libres. Es más, se puede llegar a afirmar que es el propio poder quién potencia las ventajas de la pseudolibertad en razón de su interés.

Ahora bien, ¿hasta qué punto es posible la libertad verdadera en una sociedad determinada? ¿Ha existido alguna sociedad auténticamente libre en la historia de la humanidad?

Es posible deducir que libertad auténtica y poder son dos términos no solo opuestos sino incompatibles, y ya que el poder en sí mismo y los sistemas de jerarquías han existido de forma progresiva desde al menos la era civilizada o Neolítico, se colige a su vez que a más poder, menos posibilidad de libertad auténtica. Pero tampoco se puede afirmar con certeza que previamente a la era civilizada no existiera poder y sí por tanto una total libertad. Claramente, cuantas menos jerarquías constituidas tenga un grupo cualquiera, más facilidades para poder ejercer la libertad verdadera, pero la historia demuestra a su vez que los grupos o sociedades se enfrentan continuamente a circunstancias externas que limitan el desarrollo de su voluntad, de su conciencia y de sus valores, incluidos el de la libertad.

Es decir, y fuera ya de un contexto dado, la unión de dos personas o más a voluntad y su deseo de convivencia por grado ya sea familiar o por cualquier tipo de afinidad o conveniencia, trae como consecuencia la adaptación por parte de cada individuo a las necesidades de los otros -que obviamente serán en principio las mismas o similares-, lo que supone la limitación de la libertad individual, pero no la libertad colectiva en tanto se respeten los unos a los otros y no se ejerza ningún acto de influencia, dominación u opresión. Este es sin duda el sentido esencial del valor de la libertad de quienes quieren vivir en sociedad, lo que lleva a suponer que sólo la aparición y posterior perfeccionamiento de cualquier tipo de poder en un grupo es la causa suprema de la pérdida gradual de libertad. Se debe añadir que hablamos de libertad entre humanos y para humanos, ya que también es necesario hablar por otra parte de libertad hacia animales no humanos e incluso hacia otras formas de vida vegetal.

21 de octubre de 2014

Objeción al aumento de población

Dentro de la idea general del progreso se incluye a su vez el progreso demográfico; esto es debido en gran parte a una serie de creencias ancestrales que han consolidado la idea de que el crecimiento de la población de un lugar determinado sin duda derivaría en un mayor progreso de todos y por tanto de mayor bienestar. En realidad, estos conceptos siempre han ido unidos en su formulación y posterior difusión por parte de los poderes establecidos en cada época, por lo que siempre se ha tendido a identificar mayor número de personas con progreso o con bienestar social, pero en la práctica, ¿es realmente así?

Ya incluso antes de que explosionara la economía productivista que permitió un aumento de población, los pueblos prehistóricos ya albergaban una clarísima tendencia a incrementar su número, quizás no por una cuestión de progreso que aún no tenía sentido dada la economía de supervivencia predominante, pero sí por cuestiones de defensa frente a las invasiones de grupos enemigos. De alguna forma esto permitió que tras los cambios que debían llegar, las generaciones fueran adaptando la idea del crecimiento poblacional hacia las nuevas formas de vida como algo normal.

Llegado el Neolítico y con él la rápida extensión de la economía productivista y del sedentarismo, la idea de progreso se empieza a fraguar en las personas como identificativo de seguridad y de bienestar del grupo. Sin embargo, el aparejado progreso/incremento de la población derivó inevitablemente en la instauración forzosa de jerarquías encargadas de controlar el cada vez mayor número de personas viviendo a la vez en determinado núcleo. El control se hizo gobierno y éste reportó indudablemente los privilegios de los que siempre han gozado los dirigentes en forma de posesiones y de dinero. Posteriormente, se forjarían las clases sociales y con ello, las diferencias.

Con el paso de los miles de años, la voluntad de las colectividades más importantes es reprimida por las circunstancias que motivan la idea del progreso, el incremento poblacional y las incipientes jerarquías. Los poderes de facto fueron por ende los primeros interesados en aumentar la población de forma indefinida para asegurar mayor progreso y no solo eso, decidieron difundir la creencia de que a mayor número de personas mayor bienestar. He aquí el gran engaño, pues no ha habido ninguna sociedad civilizada marcada por el progreso, lo que incluye a casi todas.

Así, el incremento de población es el fruto de una idea desarrollada por el poder, y debemos admitir por consiguiente que solo éste puede albergar un beneficio a corto plazo del triunfo de dicha creencia y nunca la propia población, convertidas hoy en día en masa autómata no pensante.

El recurso del instinto biológico en la especie humana carece totalmente de fundamento en tanto que dicha especie posee inteligencia y voluntad para controlar sus instintos más primarios, a diferencia de los animales. Resulta pues paradójico que el único animal que posee voluntad para controlar sus instintos es el único que se ha salido del equilibrio natural comportándose como un virus destructivo.

El hecho de que hayan existido en la historia sociedades capaces de controlar su voluntad para no crecer sirve para confirmar que es posible hacerlo. De entre las pocas excepciones de las sociedades que vaticinaron de alguna forma los problemas a los que se enfrentaría una sociedad demasiado poblada fueron los griegos y algunos pueblos no civilizados como los indios nativos americanos. Sin embargo, estas excepciones o bien duraron poco tiempo o bien fueron engullidas y relegadas al olvido por el avance de la civilización.

A nivel social, las creencias culturales difundidas por el poder sumado al instinto biológico ha supuesto la normalización del culto por los hijos, lo que ha conllevado con el paso de los miles de años al aumento de la población. Huelga decir que el avance de la ciencia contribuyó en el último siglo a aumentar la población más si cabe por alargar la media de la esperanza de vida.
Hoy la realidad es que tenemos un mundo hiperpoblado que avanza a trompicones en su obcecación, y cuyas consecuencias han sido nefastas para el planeta, los animales y para muchos humanos. Pero posiblemente lo peor aún está por llegar y nadie puede saber qué dimensiones alcanzará. No obstante, todavía se encuentra un gran número de defensores de la necesidad de crecer indefinidamente, lo que supone una insensatez por su parte.

Como personas que reflexionamos y cuestionamos lo establecido, no podemos aceptar de ninguna forma estas creencias sin fundamento alguno e ideadas con muy mala saña para justificar toda opresión y destrucción. Por ello, la objeción que se nos revela es la de no colaborar más al incremento poblacional siendo la única forma la del rechazo incondicional a tener descendencia. Más sencillo no puede ser.

Otras formas secundarias de objeción aparte del rechazo a tener hijos, son las de promover la no descendencia por motivos altruistas y de respeto al medio natural, así como empezar a cuestionar todas las defensas de la superpoblación, vengan de donde vengan y criticar el culto por los hijos. Vencer el instinto reproductivo es un ejercicio que va más allá de la moral dada la situación actual de dominación humana, destrucción y caos. Se trata de una necesidad de extrema urgencia para contribuir a reestablecer el orden natural.

4 de octubre de 2014

El mal de la indiferencia

Los sustitutos dogmáticos que han creado las sociedades de consumo sumen al ciudadano medio en un mundo de ficción marcado por la obsesión de que la vida consiste en trabajar para divertirse a costa de todo. Así, los asuntos más trascendentales que afectan a individuos que nada tienen que ver con este modo de vida son relegados al olvido en una suerte de indiferencia tanto o más destructiva que el hecho de hacer desprecio. Además, y a pesar de que este sentimiento tan negativo guarda estrecha relación con el egoísmo más cerrado, la indiferencia padece de ausencia total de corrección.

En esencia, se podría objetar que un sujeto que muestra tendencia a la indiferencia no debería tampoco sentir interés por ninguno de estos sustitutos creados intencionadamente como forma alienante de las masas, pero precisamente hay que recalcar que esta intención logra sumir a la masa consumidora en tal indiferencia, ya que los sustitutos, además de que están fundamentados en el condicionamiento del individuo, no contemplan nunca materias reflexivas ni trascendentales, sino superficiales e inmediatas.

Por ello, al margen de los sustitutos de condicionamiento, la indiferencia sí que afecta a una gran mayoría de personas, que dicho de forma coloquial “pasan” de inmiscuirse en cualquier asunto  que no afecte a sus vidas. En este punto, egoísmo e indiferencia se confunden aunque a menudo van de la mano. Quizás una diferencia sea que, al menos en esencia, el egoísmo es más consciente, mientras que la indiferencia lo es menos, lo que acarrea, como decíamos, serias dificultades a la hora de corregirse. También debemos descartar cualquier interés por los asuntos políticos o económicos, ya que éstos se han convertido en poderosos instrumentos de control, condicionamiento y alienación, lo que supone que si existe interés, éste ya está de antemano condicionado en una dirección clara y por consiguiente no puede haber neutralidad.

Con todo esto queremos decir que este pasotismo hacia lo trascendental ha sido el fruto de largos años de obstáculos y que la indiferencia no resulta en modo alguno un estado neutral. El ciudadano medio se recrea continuamente en toda esta serie de sustitutos, sumergiéndose más y más en su dependencia, demostrando un apego dogmático, y en contraposición, padece indiferencia y egoísmo por las preguntas más elemantales de la vida, la filosofía, la forma de mejorar la conducta o el respeto por la vida ajena. Así, cualquier cuestionamiento moral es ahogado apenas entra en contacto con la vida desenfrenada de las masas.

En esta distorsión, los sujetos que más sufren la indiferencia generalizada son aquellos que menos pueden defenderse, los animales, los indígenas o los pueblos en proceso de civilización, que son rápidamente y antes de que nadie pueda plantearse nada en su favor, relegados al olvido más miserable cuando no son humillados o despreciados. Debemos incidir en que la indiferencia que queremos mostrar aquí no es en modo alguno no contextual, es decir, no es la que padece aquel sujeto que ni opina ni contesta, que todo le da igual y que nada parece interesarle, sino la de la masa que se deja adaptar o condicionar por la norma social.

Sea como fuere, la indiferencia neutral o la motivada por el contexto es el fruto de un carácter que tiende de forma recurrente a la falta de interés por reflexionar o a una educación demasiado orientada a la socialización y poco a la filosofía y el espíritu crítico. Por supuesto, la educación es la antesala para formar adeptos al sistema productivista y consumista, por lo que no se puede esperar gran cosa. Algunos intelectuales han llegado a decir incluso que antes prefieren una mente que juzga con desprecio que aquella que se abstiene siempre de inmiscuirse en asuntos de importancia social y menos de juzgarse a sí misma.

El resultado final de la indiferencia de las masas es ante todo una falta de sensibilidad, empatía y compasión por quienes más sufren, además de una negación de asumir el grado de responsabilidad que siempre existe. Por otra parte, es también un refuerzo del egoísmo en general y en muchos casos concretos, de la arrogancia y la soberbia humana.

10 de septiembre de 2014

El turismo también es consumo

La necesidad de conocer nuevos mundos o lugares exóticos ha sido una norma desde los albores de los tiempos en la historia de la humanidad, pero mucho ha cambiado su concepción desde las épocas de las grandes conquistas de territorios de la Antigüedad, pasando por las exploraciones de los famosos descubridores hasta el casi psicótico afán de movilidad de la era moderna. Como decimos, mucho ha cambiado, pues si bien antes, independientemente de la ambición de los grandes imperios y conquistadores, todo estaba por descubrir, ahora, casi todo resquicio de tierra lleva alguna marca humana. No obstante, para la mayoría de la gente todos estos resquicios están por conocer, pues el afán de viajar cuanto más lejos mejor es algo que según parece se lleva muy dentro; el problema estriba en que si antes eran unos pocos cientos los valientes que salían hacia lo desconocido en busca de aventuras, ahora son millones de personas los que tratan de emular sin conseguirlo a aquellos primeros aventureros.

A pesar de que como decimos, para esa mayoría de personas, todos los lugares visitables, ya sean urbanos históricos, culturales o naturales, están por visitar, el hecho de viajar no deja de ser un acto bien preconcebido y guiado previamente en donde las agencias de viajes y los guías turísticos lo dan todo hecho y bien masticado, ofreciendo paquetes de viajes en donde se vende aquello de “todo incluido” (más acorde a la realidad sería decir “todos tus caprichos incluidos”). A menudo, los lugar visitables están preparados, acondicionados y bien delimitados para el grueso de la masa turística en los llamados complejos turísticos, que suelen ser además centros de consumo irrefrenable.

Viajar es tan fácil como ahorrar un poco de dinero y tomar un avión que te plantará en la otra punta del globo en unas cuantas horas. Algo accesible para la gran mayoría de la población urbana, más occidental que oriental. Sin embargo, los vuelos cortos son lógicamente muchos más numerosos, mientras que los desplazamientos en automóvil, tren o autobús lo son todavía mucho más. Esto significa que la gran mayoría de la gente que decide viajar en sus vacaciones escoge destinos cercanos y costeros buscando sol y playa, alojándose en hoteles y comiendo en restaurantes. Este es el turismo por excelencia, aquél del que tanto presumen países como España y que por lo visto reporta enormes cantidades de beneficios. Al mismo tiempo, este es el tipo de turismo que más daño hace al medio natural, pero también a las distintas formas de vida locales y tradicionales.

Una de esas presunciones de las que hacen hincapié los gobiernos como España es que el turismo activa la economía del país, incrementa el consumo y ofrece gran cantidad de puestos de trabajo. Teniendo en cuenta que el 99 por ciento de estos puestos de trabajo son temporales, esto soluciona mínimamente el sustento de los trabajadores destinados al turismo, o sea nada, y sin embargo, enriquece las grandes compañías hoteleras y de comida rápida. Las otras gran beneficiarias son las empresas aeronáuticas y las compañías petrolíferas, por el claro aumento en el número de los desplazamientos.

Por supuesto, el discurso de los gobiernos en defensa del turismo es para quién se lo quiera creer, pues no hay mayor ciego que el que no quiere ver. Para los gobiernos con alto índice de turismo, éste proporciona una fuente de ingresos importante que solo enriquece a las grandes compañías y al propio gobierno, que además les ofrece una posibilidad de atracción de un público que durante un mes al año y en puentes señalados tendrán más tiempo de relax y dado que están acostumbrados a consumir, en dicho período lo harán todavía más. Los gobiernos se aprovechan de las ansias de búsqueda de placer y descanso vacacional “merecido” tras largos meses de trabajo para ofrecer a los turistas los mejores vuelos, los mejores hoteles y las mejores tiendas y restaurantes. Así, la gente que viaja para descansar en busca de sol y playa, y que repetimos, son la mayoría, se concentran en destinos altamente masificados, en donde todo está acondicionado para un nivel de consumo más alto si cabe que en las grandes ciudades de donde viene esta gran masa de personas.

Como hemos dicho, este es el turismo masivo, pero el resto de tipos de turismo, aunque son menos usuales, están en alza, puesto que están de moda. Así, el turismo rural, el turismo deportivo, el turismo cultural o el turismo de lugares exóticos, no están exentos de un nivel alto de consumo y daño medioambiental y cultural, pues a pesar de que puedan resultar turismos alternativos y menos concurridos, solamente los desplazamientos por coche o avión son inevitables. Salvo contadas excepciones de personas que viajan en bicicleta y se alojan en campings o al aire libre, este tipo de turismos son explotados rápidamente por empresas ávidas por impulsar estas modas pasajeras atrayendo así al mayor número de turistas posibles.

Todo este conglomerado ha permitido que el turismo se convierta en una gran industria que abarca gran cantidad de empresas beneficiarias, empezando por las aeronáuticas, las automovilísticas, las petrolíferas, las agencias de viajes, las compañías hoteleras, los centros comerciales, los restaurantes, las tiendas  de todo tipo, etc. contribuyendo de forma drástica al aumento del consumo en proporciones vastas, pero también a la masificación, al aumento de los desplazamientos, a la obsesión por llegar antes a los sitios, y sobre todo a la idea preconcebida de que vivimos para trabajar y para el placer, independientemente del daño medioambiental o el grave perjuicio hacia las diversas formas de vida tanto humanas como no humanas.

Por desgracia, aún hoy en día, a nivel social el turismo se ve como un bien necesario para que las personas puedan descansar y divertirse tras un largo tiempo de servicio al sistema, además de conocer “nuevos mundos” sin dar importancia al hecho de que es en estas épocas cuando se hace más gasto de todo. Evidentemente, si uno está acostumbrado a escuchar a todas horas en los medios de comunicación que el consumo es bueno, nadie pondrá pegas ni se parará a analizar cuál es el problema. Se da por otra parte y de forma asombrosa una total falta de crítica de los medios considerados antisistema, de los grupos ecologistas, los movimientos sociales y menos de los partidos denominados de izquierda contra la invasiva industria del turismo, su inherente alto índice de consumo y sus aparejadas consecuencias.

Pero, ¿cuáles son esas drásticas consecuencias que venimos anticipando durante todo el texto y que muy pocos se han puesto analizar?

Primera: falsa concepción del consumo. Es necesario cuestionar de una vez por todas lo que repiten los gobiernos continuamente de que el incremento del consumo es un bien porque incrementa la producción y por tanto los puestos de trabajo. Aún admitiendo que la primera parte puede ser cierta, sólo lo es en favor del sistema, pues analizado en el fondo no deja de ser un tremendo despropósito muy bien urdido por quienes más se aprovechan del beneficio a corto plazo. El aumento del consumo provoca ante todo dependencia, apego a lo material, acumulación, despilfarro, agotamiento de los recursos naturales, indiferencia social, alienación, sometimiento a los líderes y en última instancia precariedad laboral, eventualidad y adhesión incondicional al trabajo esclavo. En compensación, la reducción del consumo implica un cambio espiritual que llevaría a las personas que lo practicaran a ser más autónomos y buscar medios económicos alternativos al sistema.

Segunda: desplazamiento cultural. Las explotaciones turísticas durante décadas en determinadas zonas costeras o en muchas islas de conocida atracción turística provocan un enorme desplazamiento en los medios de sustento locales y tradicionales hasta el punto de que en muchos sitios focalizados, estos medios son sustituidos por la invasiva industria del turismo, la cuál promete en un corto período de plazo suculentos puestos de trabajo e ingresos altos a la población local, acabando parcial o totalmente en la mayoría de los casos con las economías locales y tradicionales, además de todo su valor cultural.

Tercera: daño al medio natural. Quizás sea este daño el más trascendental, pues empezando por el enorme gasto de recursos que conllevan los desplazamientos por aire o carretera, además de la contaminación, hasta la destrucción directa de hábitats a causa de la urbanización turística, tanto en zonas costeras como en zonas rurales o de montaña, el impacto ambiental que crea el consumo del turismo puede ser catalagodo como catastrófico. Talas masivas de los bosques y selvas, desequilibrio en los ecosistemas vitales, pérdida de la biodiversidad, exterminio y desplazamiento de miles de especies, modificación del paisaje, desperdicio y contaminación del agua, etc. son muchas de las consecuencias de este daño, que en muchas ocasiones suele ser irrecuperable; daño que muy pocos son capaces de apreciar por la falsa creencia de que no afectan a la vida cotidiana y de que sucederían a largo plazo.

Al margen del egoísmo que nos ofrece la vida civilizada, no sólo resulta necesario sino prioritario replantearse todas estas cuestiones referentes a la industria del turismo; cuestiones sobre si realmente es una necesidad movernos tánto como lo hacemos, coger aviones como quien compra en un todo a cien o visitar lugares exóticos y culturas diferentes con el argumento de aprender de ellos, cuando resulta imposible aprender nada de nadie en quince días. Desengañarse y desarraigar el mito que supone el hecho de viajar, más sabiendo el enorme despilfarro que supone, es uno de los objetivos de dicho replanteamiento. En contraste, defender los viajes culturales no vacacionales que creen el menor impacto en el medio y en las diversas culturas, preferiblemente en bicicleta o caminando y usando alojamientos locales o al aire libre.

Quizás sean este tipo de viajes, más largos y pausados, y sin duda más auténticos, los que más se podrían comparar a las antiguas expediciones de los grandes aventureros de siglos pasados, en donde primaba el instinto por conocer nuevos mundos sin nada preconcebido. Obviamente, muchos de aquellos aventureros quizás hubieran preferido que todo hubiera sido más fácil, pues no fueron pocos los que dejaron su vidas en el intento. Otros valorarían por encima de todo la libertad que tenían al recorrer aquellos lugares vírgenes. Hoy en día, cuando ya no queda nada por conocer, cuando ya está todo territorio invadido por el ser humano, incluso los paraísos naturales más ricos en vida animal, el auténtico sentido de viajar como forma de explorar y de buscar la libertad se desvanece y sucumbe a las garras del consumo y del progreso.

28 de agosto de 2014

Obsesión por la seguridad

La viciada mente del ciudadano medio civilizado, más hueca que nunca, apenas tiene espacio para el pensamiento ni el espíritu crítico. Así, se deja llevar continuamente por los cánones emocionales establecidos y los patrones de conducta que le sumergen a menudo en conductas paranoicas y desproporcionadas. Tal es el caso de lo que vamos a hablar ahora.

En su extraña evolución, el ser humano ha desarrollado un sistema basado en la competitividad, el ánimo de lucro, el crecimiento infinito y la creación de status. Es éste último aspecto lo que lleva a valorar las diferencias entre humanos desde un principio como un mal necesario pero que se debe abordar con el mayor rigor, la protección de las leyes e incluso el establecimiento de un código moral encaminado a afrontar la situación en defensa de dicho mal, hasta el punto de que el mal deja de serlo “para convertirse en un bien”. Cientos de miles de personas que se han tragado semejante maquinación durante la historia han hecho gala de ello, amasando grandes fortunas y haciendo si cabe las diferencias más grandes a medida que se ha ido avanzando ignominiosamente hacia mundos absurdos y degradados.

Por supuesto todo esto lleva aparejado un conglomerado alrededor que raya la obcecación más profunda y que exige su cumplimiento como un deber. Tal es el caso de la seguridad, de la misma forma que lo pueda ser la privacidad. Por desgracia, esto es el resultado de una lógica aplastante, pues un mundo como el actual sin seguridad no podría perpetuarse. Por añadidura, el requisito esencial es que la seguridad jamás podrá ser imparcial, pues entonces carecería de todo sentido. Es por tanto una característica ésta propia solamente de una sociedad masificada, competitiva y con enormes e insalvables diferencias económicas.

También, como no, mucho tuvo que ver la invención del dinero que en primera instancia propicia la aparición de las clases sociales y por consiguiente de las diferencias. Dado que el sentido de propiedad es algo inherente al dinero, el deseo de proteger dicha propiedad trae como resultado la imperiosa necesidad de forjar una institución que proteja el cada vez mayor número de  posesiones. Con el tiempo, la industria de la seguridad se convierte así en una de las más poderosas del sistema, ya que obliga de alguna forma a los propietarios, ya sean grandes o pequeños, a proteger sus posesiones frente a un posible enemigo que en la mayoría de los casos no es algo físico ni concreto sino que es motivado por las circunstancias creadas por el incremento de las nuevas necesidades.

El mejor ejemplo que ilustraría esto último podría ser la “supuesta necesidad” de las empresas de seguros, que aprovechando la ingente cantidad de situaciones eventuales que se dan en un mundo tan masificado como acelerado y tecnificado, se lucran de todo ello en sectores suculentos como el del automóvil, el hogar o la propia vida -por nombrar sólo unos pocos-, ante los posibles riesgos y eventualidades que pueden surgir y que surgen a diario entre individuos o entre individuos y sus posesiones, cada vez más complejas, pero al mismo tiempo más susceptibles de sufrir eventualidades, que son parte de las inevitables situaciones y conflictos cotidianos. Al respecto no es de extrañar pues que en muchos países la ley obliga incluso a los ciudadanos a la contratación de seguros mínimos dando la razón a la naturaleza de estas empresas y disparando así sus capitales a cifras astronómicas.

Los seguros privados son una parte más del conglomerado de la seguridad y aunque aparentemente traten de atrapar a todos los ciudadanos independientemente de su capital, lógicamente se benefician más con los capitales más grandes. Quizás, el extremo más desproporcionado de los seguros privados se ha dado en los EEUU, en donde a falta de una seguridad social que dé cobertura médica supuestamente gratuita a todos los ciudadanos, ha sustituido aquella por una serie de alimañas de seguros capaces de arruinar a los individuos más desfavorecidos y enfermos en pos de salvar su vida. A pesar de lo cuál, en el resto de los países la seguridad social ofrece cobertura médica general y cobertura laboral de forma restringida, lo cuál no impide que los seguros privados campen a sus anchas en el resto de los sectores más competitivos.

Cabe decir al respecto que la seguridad social no es más que una seguridad estatal y que solamente sirve para cubrir las necesidades médicas de los ciudadanos. En absoluto es un seguro médico gratuito porque para beneficiarse de él, es necesario trabajar para poder cotizar, o cualquiera se verá en serias dificultades para ser atendido. Así pues, el estado ofrece seguridad social para todos con la condición de obligarte a trabajar.

Pero cuando el “enemigo de las posesiones” es supuestamente palpable y observable, la ley siempre protege a los más pudientes. Ese es el cometido principal de los cuerpos de seguridad del estado, creados de forma interesada y parcial no sólo para defender al propio estado ante posibles eventualidades o insurrecciones, sino también a los ciudadanos más ricos y que al mismo tiempo tienen un mayor acceso a los sistemas de seguridad que gestionan otro tipo de empresas privadas encargadas de dar cobertura de este tipo. Para justificar la supuesta necesidad de dichas empresas, el enemigo, que en este caso se trata de individuos físicos, ha sido creado con el transcurso de siglos de diferencias sociales, en lo que se ha llamado delincuencia, porque sin ella, ni los cuerpos de seguridad estatales, ni las empresas privadas que complementan dicha seguridad tendrían razón de ser.

En relación a esto, se da por sentado que la delincuencia siempre debe ser indentificada con la pobreza con el fin de aislarla y criminizarla al margen de las clases pudientes, creando una clase social marginal y peligrosa, pero al mismo tiempo necesaria para seguir justificando el castillo de la seguridad. Así, la delincuencia de tipo estatal o privada estará siempre en otro tipo de plano fácilmente tapada y protegida por las propias leyes y en segundo término, por el sistema judicial. Es en estos casos en donde se produce el mayor grado de psicosis social en pos de la seguridad, en donde millones de ciudadanos de multitud de países han desarrollado multitud de sistemas de seguridad con el fin de proteger sus posesiones de la inventada delincuencia, en vez de buscar la forma de acabar con la delincuencia. En muchas ciudades occidentales suele darse la paradoja de que conviven barrios pudientes de chalets privados altamente fortificados con muros, vigilancia constante, cámaras de seguridad, equipos de grabación, perros guardianes, alarmas, etc. identificados con riqueza y status junto a núcleos de chabolismo identificados de forma intencionada con la pobreza, las drogas y la violencia. En el resto de zonas urbanas, las personas tienden igualmente a invertir altas sumas de dinero para estar más seguros, independientemente de si al lado hay focos identificados de pobreza o no, pues al parecer “cualquier persona podría querer ser tu enemigo”.

Obviamente, no se podría esperar que en un modo de vida como éste, nadie estuviese interesado en buscar las causas del mal de la delincuencia, es decir, las diferencias sociales, porque para empezar, dicho mal es un bien camuflado que ofrece pingües beneficios a las empresas de la industria, que son las primeras interesadas en que continúe, y por otra parte, se trata de la indiferencia de muchísimos más, que son los consumidores fáciles de engañar, y que carecen de las cualidades necesarias para cuestionarse el porqué de estas cosas, “ni falta que les hace”.

La larga cadena que hace mover este sistema hace que en este caso, la seguridad impuesta por el poder corrompido sea un eslabón férreo que sólo podría ser roto con la previa destrucción de los precedentes. Para hablar en términos claros, la seguridad propiamente dicha sólo es necesaria en un sistema que inventa la delincuencia y la reduce a la miseria económica, un sistema que promueve las diferencias sociales y las normaliza, justificando con ello el conglomerado de la seguridad.

La posible transformación de un mundo que nada tenga que ver con el actual debe romper con esta serie de eslabones por orden, es decir, de nada serviría pretender acabar con la seguridad sin cuestionar previamente la llamada delincuencia, y ésta sin hacer lo mismo con las diferencias sociales. Continuando la serie de eslabones, buscando la raíz de raíces, tampoco puede pretenderse acabar con las diferencias sociales si no se hacen análisis exhaustivos sobre las complejidades de las sociedades de masas o sociedades de ficción, sobre el culto del progreso, la invasión tecnológica,etc. y que representan los pilares básicos de la civilización y/o del proceso de dominación humana.

11 de agosto de 2014

El miedo a la verdad

Poco o ningún valor se le da a la verdad en la era de la modernidad y aunque existen “atisbos de verdad” en determinados ámbitos como en las relaciones personales, en general es ocultada, despreciada y reprimida por la inmensa mayoría de la población. Además, el contexto social no hace nada por cambiar esta situación, sino todo lo contrario.

Pero, ¿qué es realmente la verdad? De las numerosas definiciones que se le pueden atribuir escogeremos solamente una, la que es sin duda la más importante para el sentido del artículo en cuestión: “la verdad es la descripción real de un acto o de un hecho”. Por lo tanto, la verdad no puede ser una, sino tantas como actos o hechos puedan darse. Tampoco puede ser una interpretación ni opinión sobre un hecho, sino la descripción real del hecho. Es decir, la verdad -o las verdades- deben ser descritas únicamente de forma objetiva, nunca subjetiva. Se podrá objetar entonces que dado que todos los hechos son hechos porque son contados e interpretados por las personas, la verdad solo podrá ser subjetiva y además relativa, pero esto es erróneo. En primer lugar, si son descripciones subjetivas entonces estamos hablando de versiones distintas sobre los hechos. En segundo lugar, la verdad sobre un hecho sólo es relativa en tanto lo cuenten más de dos personas diferentes, pero a pesar de lo cuál, la verdad sobre un hecho sólo puede ser única, aunque nunca se sepa ni pueda contarse. De hecho, las verdades relativas son una justificación de las mentes más retorcidas para admitir que no existe la verdad y que por tanto, toda acción resulta explicable por las circunstancias. Hoy en día, impera la creencia de que la verdad absoluta no existe y que solo puede ser relativa. Esta creencia ha hecho mucho daño al conjunto de la humanidad, pero ¿de dónde viene?

Esta creencia se ha forjado gracias o a pesar de una sociedad cada vez más numerosa, complejizada, artificializada y materializada. Es lógico: cuantas más personas, más acciones, cuantas más acciones, más hechos, cuantos más hechos, más interpretaciones, cuantas más interpretaciones, más subjetividad, cuanta más subjetividad, más relativismo, cuanto más relativismo, más versiones, cuantas más versiones, más dificultad para hallar la verdad, y por tanto, más mentiras. Así, hoy en día, no solo se niegan las verdades absolutas, se niega la verdad y se escoge la mentira, el engaño, la estafa, la manipulación, la seducción, la persuasión, el condicionamiento, la sugestión, la incitación, etc,etc,etc.

La verdad absoluta existe desde el principio de los tiempos y se puede aplicar en cualquiera de los contextos que se quieran exponer, mientras que la verdad relativa es un invento forjado con el paso de los siglos que sirve para idear y justificar un código moral acorde con las circunstancias culturales, religiosas o sociales. Así, actos violentos, ya sean físicos o psíquicos, son justificados como relativos y por tanto aceptables dependiendo de la época en que son cometidos, o peor, de quienes los cometen.

Pero ante todo, esta creencia impera por una total falta de valor hacia la verdad. Normalmente suele suceder que cuando algo no es valorado, se reprime y se aparta al subconsciente. ¿Cuál sería, por tanto, el valor de la verdad? Normalmente algo que tiene valor en sí mismo lo tiene por cuestiones elementales, pero siempre se puede extraer fácilmente preguntándonos para qué sirve. En este caso, ¿para qué sirve ser fiel a la verdad? Supongamos que ante un acto de violencia de una persona hacia otra, alguien cuenta la verdad sobre el hecho y otro alguien cuenta la mentira. Para juzgar ese acto con absoluto rigor y honestidad es imprescindible saber la verdad de lo que ha ocurrido. Si por el contrario, prevalece la mentira, el juicio siempre será  incierto y en muchas ocasiones el resultado será falso. Con la verdad puede haber un juicio justo, siendo este el único camino hacia la posibilidad de aprendizaje o de cambio. Este ejemplo sería muy básico pero puede valer para cualquier hecho o acción que queramos tomar.

La verdad sirve también como una vía necesaria hacia el valor de la autonomía personal y la libertad individual. Es decir, para que la auténtica libertad de una persona pueda darse es necesaria e imprescindible la total fidelidad a la verdad, pues sin ella siempre existirá el riesgo de la mentira, del engaño y con esto, de la manipulación. Sin la verdad ante los hechos o acciones, ciertas personas podrán fácilmente manipular a otras y por tanto someterlas a voluntad. Sin embargo, con la verdad, a menos que lo hagan por la fuerza, no podrán hacerlo de la misma forma. Digamos que la verdad es un paso decisivo para que los individuos puedan valorar la libertad ante el riesgo de ser sometidos, pero no es el único. Hoy en día, como tampoco se valora la libertad auténtica -al margen de las falsas libertades inventadas por el progreso- pocos son los que se dan cuenta de que lo que nos venden por libertad está fundamentado en una gran mentira. De ahí que para que se dé la auténtica libertad es imprescindible la fidelidad a la verdad.

Estas dos razones fundamentales que se derivan de la fidelidad a la verdad sirven para explicar su enorme valor, un valor que sin embargo no se tiene en cuenta, y de ahí que el sometimiento del fuerte sobre el débil haya sido una tónica que se ha repetido innumerables veces en las sociedades de la historia. De hecho, es lamentable admitir que las personas que forman la masa de la sociedad actual han tendido a preferir ser sometidos mediante el engaño sin pararse nunca a pensar porqué son sometidos, sin decidirse nunca a buscar la verdad. Ésta preferencia irracional ha contribuido definitivamente a forjar la idea de justificar la necesidad de una élite que someta a la mayoría. Puesto que a las masas les da igual si les mienten o no, es más, si con la mentira les prometen una vida colmada de deseos y supuesta felicidad, a pesar de que en la mayoría de los casos se queda en simples promesas, es decir, engaños, mientras que con la verdad solo recibirán castigo y aislamiento, sin duda, las masas elegirán su adhesión hacia la élite y por tanto a un mundo plagado de mentiras.

Procesos como estos, propios de una sociedad de masas controlada por una élite poderosa son una clarísima explicación de que dicha sociedad funciona con medias tintas y falsas verdades, con el consentimiento y justificación de la mayoría hacia la élite y la inmensa totalidad de adaptación hacia un mundo tremenda e injustamente falso. Todos los días, a todas horas se repiten actos de alabanza y apología a la mentira e indiferencia a la verdad, y nadie se inmuta, dejando como resultado un mundo inconmensurablemente cruel y despiadado. Ocultamientos a la verdad como las trágicas consecuencias ambientales y exterminio de especies por culpa del consumo frenético, ocultamientos a la verdad como la esclavitud y holocausto que padecen millones de animales, ocultamiento a la verdad que esconde el avance tecnológico, ocultamiento a la verdad que esconde la publicidad, ocultamiento a la verdad que esconde la dominación histórica de la humanidad justificando el proceso de civilización y el exterminio de las sociedades no civilizadas y un largo etcétera.

Pero no es el ocultamiento a la verdad la cúspide del problema, sino como hemos dicho antes, la falta de valor de la verdad, pues ¿de qué sirve decir la verdad si casi todo el mundo permanece indiferente a ella? Cuando estos ocultamientos son rebasados gracias a la valentía de unas pocas personas, cuando la verdad sale a la luz, cabría esperar una reacción mundial que jamás se produce precisamente por esto: la verdad se ha vuelto relativa en todas partes y por tanto justificable cultural, moral o religiosamente, es decir, circunstancialmente, y la relación que existe entre verdad y juicio o verdad y libertad son a su vez ignoradas o explicadas por dicha relatividad.

Para corroborar lo extraño que resulta la especie humana y sus inabarcables contradicciones, podemos argumentar que la verdad asoma de su represión en las relaciones más íntimas y personales en las que muchísima gente valora que su pareja o sus amigos le sean fieles, es decir, le sean sinceros, le cuenten la verdad y no los engañen nunca; una exigencia extendida que colma el egoísmo de cada cuál, reclamando verdad para nosotros pero sólo para nosotros. Esta racionalización que podemos llamar “atisbos de verdad” y que demuestra que la verdad no es que esté perdida, sino que está reprimida en el subconsciente, se quedan en nada si no se aplican al conjunto de la sociedad y hacia un altruismo que se extienda hacia todo ser vivo. ¿Por qué valoramos tanto la fidelidad a la verdad en nuestras relaciones más íntimas mientras que al mismo tiempo permitimos que nos avasallen con anuncios publicitarios, que representan uno de los atentados más graves a la verdad? ¿Por qué exigimos sinceridad hacia nosotros y al mismo tiempo giramos la cabeza cuando alguien nos cuenta verdades incómodas que suceden lejos de nuestras casas y que nos ponen en entredicho?

La respuesta está en el miedo ancestral que experimentamos hacia la verdad y por tanto hacia extraer la esencia de su valor. Mientras sigamos anclados en un mundo ficticio persiguiendo sueños inalcanzables al margen de la realidad, la verdad seguirá en el subconsciente reprimida sin permitir al ser humano salir del atolladero en el que se encuentra y en el que ha metido de forma inconsciente a todo ser viviente.

26 de julio de 2014

Carne es esclavitud


No deja de ser preocupante que las prácticas esclavistas continúen hoy en día tan vigentes o más como en el pasado, pero como están reducidas a los animales no humanos no son tomadas en cuenta por casi nadie, lo que lleva a afirmar de forma tajante que la esclavitud sistemática hacia los animales no existe. Incluso en el caso de que la sola mención de la esclavitud hacia los animales venga a perturbar la “ficción en la que vive la mayoría de la gente” resulta ser justificada en muchos casos por la visión antropocéntrica de que “los animales están en el mundo para servir a los humanos, porque además, así ha sido desde siempre”, como si los animales hubieran nacido con ese fin. Ante la objeción de que no todos los animales domesticados son usados como esclavos, sino que algunos son amados y respetados como los perros y cada vez más los gatos -al menos en la teoría-, para evadir el problema y salir del paso se suele utilizar el recurso de la consideración selectiva que no deja de ser una explicación igual de antropocéntrica que la anterior: “mientras que unos animales nacieron para ser amigos de los humanos otros lo hicieron para ser comidos”.

Mal que les pese a todos los que se han visto en situaciones como éstas que juzgan de algún modo nuestra forma de considerar a los animales, la esclavitud hacia ellos no solo es un hecho real, sino que es una práctica deleznable justificada por cuestiones de discriminación hacia especies diferentes (especismo) o de arrogancia de superioridad humana (antropocentrismo). Pero el problema principal de esta cuestión no es la justificación que se le da mayoritariamente en las pocas ocasiones que aparece el debate, sino que la esclavitud sistemática hacia los animales es un hecho oculto por casi todo el mundo porque precisamente es una verdad molesta, incómoda, una verdad que nos juzga y nos pone en entredicho. Sin embargo, el propio hecho de que estas prácticas permanezcan ocultas por los medios de comunicación por fuerza ha de significar algo.

También es significativo el hecho de que el ámbito en donde se dan más prácticas esclavistas es en el de la alimentación, en especial en el consumo de carne, leche y huevos, puesto que no deja de ser casual que un gran porcentaje de la población mundial que rechaza el maltrato animal, el uso de animales para pieles, la experimentación o los espectáculos con animales, justifica y apoya sin embargo el uso de animales para comer, sabiendo que dicho ámbito explota, esclaviza y asesina a miles de millones de animales al año en todo el mundo, independientemente del relativismo cultural y religioso. No estamos diciendo que en otros ámbitos como el que representa la industria peletera o las industrias que realizan experimentos científicos con animales no se den prácticas esclavistas, sino que la de la industria cárnica es inmensamente mayor en cifras, en grado de esclavismo, violencia y a buen seguro en nivel de sufrimiento. Por lo tanto, debemos recordar que carne no solo es asesinato, es ante todo holocausto, y como titula el artículo, también es esclavitud.

El procesamiento de la carne, además de ser algo oculto por parte de la industria cárnica y de los medios de comunicación colaboradores, está clarísimamente basado en prácticas esclavistas ampliamente probadas y grabadas por varias organizaciones de defensa de los animales. Dichas prácticas comienzan desde el nacimiento de cada animal hasta que son enviados al matadero para su asesinato. En el transcurso de su corta vida, los animales son expuestos ante las más lamentables condiciones de vida, encerrados en jaulas miserables, hacinados, humillados y separados de sus crías a los pocos días de nacer, mutilados para evitar que entre ellos se causen heridas, obligados a engordar lo más rápidamente posible para ser enviados al matadero y ofrecer a las empresas del sector el mejor rendimiento y el máximo beneficio.

A pesar de que dentro de las numerosas prácticas esclavistas que se dan en los diferentes procesos de alimentación animal, sin duda, hay algunas que repugnan por su extremada crueldad como puede ser la de la penosa obtención del foie-grass de los gansos, y que ya ha sido prohibida en algunos países. Esta práctica deleznable y despiadada, que a ojos de muchos consumidores refleja un extremo de crueldad despreciable, tiene básicamente el mismo objetivo de alcanzar el máximo rendimiento de cada unidad de producción (llamados así a cada vida animal). Sin embargo, no deja de ser una práctica demostrable de esclavitud como la que puedan sufrir cerdos, vacas, ovejas o gallinas.

Si hablamos de esclavitud hacia los animales no tenemos la necesidad de hacer comparaciones con la esclavitud que sufrieron durante la historia algunos grupos concretos de humanos, ya que hay claras diferencias esenciales que las distinguen. En primer lugar, la esclavitud humana se ha basado en el beneficio de la servidumbre y el trabajo forzado, por lo que no tiene que derivar en holocausto, mientras que la esclavitud hacia los animales ha tenido siempre como objetivo su consumo por ser considerados seres de otra especie a la humana y porque el canibalismo ha sido rechazado en prácticamente todos los pueblos de la historia. En consecuencia, la práctica esclavista hacia los animales que forzosamente siempre acaba en asesinato, ha derivado en holocausto al haberse convertido en una inmensa industria que debe alimentar a miles de millones de personas en todo el mundo.

Esta clarísima diferencia de base marca una gran diferencia e inclina la balanza negativa hacia los animales porque no solo son condenados a esclavitud sino a asesinato justificado socialmente por cuestiones supuestamente culturales, que analizadas objetivamente no dejan de ser mitos infundados como el de “siempre hemos comido carne” o “la carne es salud” y que están empezando a ser desmontados por aquellos que valoran la verdad por encima de cualquier consideración, además, por supuesto, del respeto por la vida ajena y de acabar con el sufrimiento innecesario.

Hallamos otra diferencia fundamental en el proceso de liberación, que si bien en la esclavitud humana ha durado siglos y ha concluido con la absoluta prohibición de la práctica esclavista -al menos física- en casi todo el mundo -y a pesar de que ilegalmente aún existe- es común encontrar documentos que atestiguan que en épocas y lugares diferentes muchos esclavos podían mejorar sus condiciones de vida a lo largo de su injusta condena e incluso otros muchos podían llegar a  liberarse concediéndoles los amos la manumisión. Cualquiera de estos dos hechos son del todo inconcebibles en la esclavitud sistemática hacia los animales, cuyas escasas mejoras que se les conceden se limitan al ensanchamiento ridículo de las jaulas de cautiverio y que se suele hacer por cuestiones de falsa humanidad y lavado de conciencia hacia los consumidores.

Aunque la práctica esclavista hacia los humanos fue durante muchos siglos una práctica legal, justificada e incluso valorada por las clases sociales pudientes, la que sufren los animales no solo es legal, sino que se ha convertido en una poderosa industria que contribuye directamente a perpetuar el sistema económico de rapiña actual y que cuenta además con el beneplácito de millones de consumidores, incluso de aquellos que supuestamente dicen estar en contra de dicho sistema. Así, las grandes empresas del sector cárnico como KFC, McDonalds o Burger King son los principales estandartes de la esclavitud, disfrazada a menudo por pseudocampañas publicitarias que buscan el consuelo de los consumidores, pero que ingenuamente demuestran que “si tanto disfrazan es que algo malo esconden”. Además de prácticas esclavistas contra los animales, estas multinacionales son denunciadas -quizás no suficientemente- por sus siniestros atentados contra el medioambiente y contra la salud de los propios consumidores a los que incita.

Algunas personas han propuesto que, ya que el problema principal es la forma en que tratamos a los animales, la solución estriba en abolir las prácticas esclavistas, sin abolir su encierro, pero la pregunta sería: ya que la base del sustento de la industria cárnica, lechera y de los huevos se halla en el máximo rendimiento mediante el engorde del animal para alimentar a la inmensa mayoría de la población mundial, ¿cómo podría hacerse esto sin tener que aplicar a los animales prácticas esclavistas? Sencillamente no se puede ya que los animales siguen siendo recursos. Es decir, la única forma que se podría llegar a esto es en el caso de que se diera un drástico descenso del consumo de carne en todo el mundo, algo que acabaría rápidamente con la industria cárnica y lógicamente con la cantidad de animales usados para alimento. En este caso, ¿qué sentido tendría seguir criando a unos pocos animales para alimentar a unas pocas bocas?

Con todo, debemos aclarar por otra parte que la esclavitud hacia los animales, que sin duda se refiere a la forma en que son tratados, dejando a un lado la cuestión de si deben ser tratados, no debe de ser óbice para el cuestionamiento principal de si tenemos derecho a usarlos como recursos, algo que irremisiblemente ha evolucionado de la domesticidad más primaria a las deleznables prácticas esclavistas de hoy, y a los hechos nos remitimos. Aún en el todavía lejano caso de que se abolieran las prácticas esclavistas porque ha descendido el consumo de carne, seguiríamos preguntándonos ¿por qué seguir alimentándonos de carne o productos derivados de los animales sabiendo que no es necesario hacerlo? o ¿por qué no liberar de forma definitiva a los animales domesticados y darles la oportunidad de una vuelta a la naturaleza que en su día se les arrebató? Al fin y al cabo, el acto de la domesticidad que luego derivó en esclavitud es un acto de invasión, dominación, engaño, selección, violencia y degradación.

No puede haber un mundo futuro humano diferente que continúe perpetrando la violencia y la esclavitud hacia millones de animales, y si lo hay, forzosamente seguirá siendo falso e indigno. La liberación animal en todos sus sentidos y su posterior protección para su vuelta a la naturaleza es sin duda un paso más que debe darse hacia la transformación social de la humanidad y su posible integración en el medio natural.