19 de mayo de 2014

El deber de juzgar

Cuando una persona se plantea realizar cambios importantes en sus hábitos de vida, tales como sustituir la bicicleta por el coche o dejar de comer carne, previamente ha hecho un ejercicio necesario de autojuicio. En este caso, el juicio que se ha producido viene motivado al sujeto por la certeza de que muchos de nuestros actos, si no todos, acarrean consecuencias a terceros. Sin este ejercicio, los cambios no se pueden producir. El juicio a uno mismo, que llamaremos autojuicio, es algo que les ocurre a muchas personas individuales en la vida real, pero quizás no suficientes para que sea el conjunto de la sociedad el que aborde cambios significativos. De hecho, la sociedad no está preparada para cambiar precisamente por una excesiva represión de capacidad de juicio, no solo hacia los demás, sino hacia uno mismo.

A menudo se nos recuerda y extrapola aquella bíblica frase de “no juzguéis si no queréis ser juzgados”, como dándonos a entender que ser juzgado es algo malo. Sin embargo, la vida real está llena de ejercicios de juicio: juzgamos a políticos por mentirnos y a banqueros por robarnos; las campañas antitabaco nos recuerdan que dejemos de fumar, los grupos ecologistas nos advierten una y otra vez con razón que nuestros hábitos de consumo y de vida atentan gravemente contra el medio natural, los defensores de los animales afirman que éstos no son recursos y que por tanto comerlos es inmoral, además de que no es necesario; las empresas  aprovechan su poder para juzgar -más bien prejuzgar- quién vale para trabajar en sus filas y quién no; éstas mismas entidades lucrativas bombardean a los ciudadanos con miles de anuncios publicitarios para hacer de ellos máquinas consumidoras; el gobierno fomenta el fútbol para tener al pueblo sumido en el fanatismo, mientras a la vez hace falsas campañas contra las drogas; desde pequeños nuestros padres nos dicen cómo tenemos que vestir y con quién tenemos que juntarnos y de mayores lo hace la televisión y la moda. Todos y cada uno de nuestros actos está condicionado por factores externos y uno de ellos es el juicio y en muchos más casos, el prejuicio.

Ahora bien, ¿son todos los juicios iguales? ¿hay juicios buenos y juicios malos? Hay que hacer una clara distinción: no es lo mismo juzgar a alguien que juzgar sus actos. De hecho, el único juicio válido es el que se dirige a los actos y no a las personas. Es un error juzgar a alguien por un acto, a menos que  sean actos reiterados y enfermizos que deriven de una patología. De hecho, en los ejemplos anteriores, hay claramente juicios que se dirigen a cierto tipo de actos como el de los ecologistas o defensores de los animales mientras que hay otros que se dirigen exclusivamente a las personas como dando a entender que no pueden mejorar ni cambiar. La diferencia es la siguiente: el juicio que se dirige a cierto tipo de actos es un juicio con carácter instructivo. Este tipo de juicio tiene un fin corrector y transformador y nunca es sentencioso ni castigador. Se espera con él la reacción de quien lo recibe y la posibilidad de un cambio en su actitud. Por el contrario, el juicio global hacia una persona es sentencioso porque no da ninguna oportunidad de cambio y lo cataloga como una persona que no puede ni debe cambiar. En la vida real, la inmensa mayoría de los juicios que se dan son juicios de este último tipo.

La frase bíblica a la que hemos hecho referencia arriba ha hecho mella en muchas personas y aunque no literalmente, se nos recuerda una y otra vez fuera de contextos religiosos. Ya hemos demostrado con argumentos que los juicios dirigidos a ciertos actos o actitudes son, para llamarlo con rigor, juicios honestos y revolucionarios. Que tampoco nadie se confunda, la capacidad de juicio que pueda tener cualquiera nada tiene que ver con el concepto tradicional de justicia ni mucho menos con el sistema judicial, sistema inventado por el estado para defender su perpetuación (pero, ¿quién juzga al estado?), sino que es una cuestión de moral y de necesidad de cambio. Todos y cada uno de los grandes cambios sociales considerados avances de la humanidad como la abolición de la esclavitud, la emancipación de las mujeres, los negros o los homosexuales, o la más lenta concienciación ecologista y animalista han sido posibles gracias a que previamente los afectados recurrieron a la necesidad de juicio y lo aplicaron socialmente, de lo contrario todo permanecería estático.

Ahora bien, la consecución de dichos cambios está sometida casi siempre a un proceso de presión y represión social tan fuerte que a menudo su desarrollo es despreciado y olvidado. Además, se da un proceso de incongruencia social cuando en la vida cotidiana se realizan miles de juicios pero se tiene pavor o rechazo a la hora de llamarlo por su nombre. De hecho, en una sociedad que se ha vuelto tremendamente arrogante y orgullosa de sí misma y su existencia, a nadie le gusta ser juzgado, por lo que el “respeto mutuo” que se ven obligados a llevar en un supuesto orden convivencial entre desconocidos, les lleva a la conclusión de que tampoco deben juzgar a nadie directamente de la misma forma que no deben saltarse un semáforo en rojo.

El mayor problema a la hora de emitir juicios en una sociedad tan complejizada es que todo el mundo parece refugiarse en el recurso de la inocencia, ya que “siempre son otros los que cometen las atrocidades y nosotros estamos libres de pecado”. Pero esta interpretación de la realidad comete dos distorsiones graves: la primera es que se trata efectivamente de una emisión de juicio sentencioso, del tipo más común, y la segunda es la ausencia de autojuicio, la necesidad de preguntarse a uno mismo si realmente nuestros actos cotidianos están libres de pecado. Esto ocurre porque la cadena de los actos de las personas es tan larga, compleja y diversa que todos se ven a sí mismos como una parte ínfima del todo, lo que les lleva a no sentirse responsables de nada, cuando en el fondo es la suma de todas estas millones de partes las que acarrean consecuencias nefastas y actos criminales. ¿Acaso no es el consumismo enfermizo de millones de personas lo que hace demandar una mayor producción y por tanto de esquilmación del medio? ¿Acaso no es la demanda de una tecnología más perfeccionada y rápida lo que acarrea más guerras en África y más esquilmación del medio? ¿Acaso no es la demanda de carne lo que perpetúa el mayor régimen esclavista de todos los tiempos y una vez más, mayor esquilmación del medio? Desde luego que es más fácil echar la culpa a otros que hacer una práctica honesta de autojuicio.

Por otro lado, en el lenguaje social la palabra juicio tiene una fuerte carga de significado y a menudo es tomada de forma peyorativa por los prejuicios que ya hemos mencionado, en estos casos se suele recurrir normalmente a otros términos como el de la crítica, pero ¿qué es la crítica sino un juicio más tolerado -siempre eso sí que sea constructiva y bien argumentada-?

A modo de resumen debemos recordar que a la hora de analizar lo que debería ser la capacidad de juicio, se deben hacer una clara distinción entre un tipo de juicios y otros, que ni mucho menos son iguales, que tienen objetivos diferentes y que si unos tienden al conformismo, el pasotismo y la indiferencia, otros son transformadores por su carácter trascendental. Repetimos que los primeros suelen ser sentenciosos, juzgan a la persona y la catalogan, nunca esperan respuesta, digamos que son más prejuicios que juicios, mientras que los segundos son dirigidos a los actos de cada uno y siempre esperan una respuesta o reacción por parte de quienes los reciben. Cabe añadir que para que alguien pueda juzgar los actos de los demás, y antes que nada, es necesario que primero se pregunte si debe juzgarse a sí mismo por los suyos.

Para finalizar, es importante justificar el título de este artículo diciendo que juzgar de la única forma honesta que existe sólidamente argumentada no solo es necesario y moral, sino urgentemente indispensable si queremos salvar al medio natural y las formas de vida que lo componen. Debemos juzgar nuestros actos desde ya si queremos la conservación del medio y la posible integración futura del ser humano en él. Por supuesto, a quien todo esto le dé igual, no tiene nada más que buscar en este blog, puede seguir consumiendo frenéticamente productos nocivos e idiotizando su mente viendo partidos de fútbol o programas televisivos.