28 de agosto de 2014

Obsesión por la seguridad

La viciada mente del ciudadano medio civilizado, más hueca que nunca, apenas tiene espacio para el pensamiento ni el espíritu crítico. Así, se deja llevar continuamente por los cánones emocionales establecidos y los patrones de conducta que le sumergen a menudo en conductas paranoicas y desproporcionadas. Tal es el caso de lo que vamos a hablar ahora.

En su extraña evolución, el ser humano ha desarrollado un sistema basado en la competitividad, el ánimo de lucro, el crecimiento infinito y la creación de status. Es éste último aspecto lo que lleva a valorar las diferencias entre humanos desde un principio como un mal necesario pero que se debe abordar con el mayor rigor, la protección de las leyes e incluso el establecimiento de un código moral encaminado a afrontar la situación en defensa de dicho mal, hasta el punto de que el mal deja de serlo “para convertirse en un bien”. Cientos de miles de personas que se han tragado semejante maquinación durante la historia han hecho gala de ello, amasando grandes fortunas y haciendo si cabe las diferencias más grandes a medida que se ha ido avanzando ignominiosamente hacia mundos absurdos y degradados.

Por supuesto todo esto lleva aparejado un conglomerado alrededor que raya la obcecación más profunda y que exige su cumplimiento como un deber. Tal es el caso de la seguridad, de la misma forma que lo pueda ser la privacidad. Por desgracia, esto es el resultado de una lógica aplastante, pues un mundo como el actual sin seguridad no podría perpetuarse. Por añadidura, el requisito esencial es que la seguridad jamás podrá ser imparcial, pues entonces carecería de todo sentido. Es por tanto una característica ésta propia solamente de una sociedad masificada, competitiva y con enormes e insalvables diferencias económicas.

También, como no, mucho tuvo que ver la invención del dinero que en primera instancia propicia la aparición de las clases sociales y por consiguiente de las diferencias. Dado que el sentido de propiedad es algo inherente al dinero, el deseo de proteger dicha propiedad trae como resultado la imperiosa necesidad de forjar una institución que proteja el cada vez mayor número de  posesiones. Con el tiempo, la industria de la seguridad se convierte así en una de las más poderosas del sistema, ya que obliga de alguna forma a los propietarios, ya sean grandes o pequeños, a proteger sus posesiones frente a un posible enemigo que en la mayoría de los casos no es algo físico ni concreto sino que es motivado por las circunstancias creadas por el incremento de las nuevas necesidades.

El mejor ejemplo que ilustraría esto último podría ser la “supuesta necesidad” de las empresas de seguros, que aprovechando la ingente cantidad de situaciones eventuales que se dan en un mundo tan masificado como acelerado y tecnificado, se lucran de todo ello en sectores suculentos como el del automóvil, el hogar o la propia vida -por nombrar sólo unos pocos-, ante los posibles riesgos y eventualidades que pueden surgir y que surgen a diario entre individuos o entre individuos y sus posesiones, cada vez más complejas, pero al mismo tiempo más susceptibles de sufrir eventualidades, que son parte de las inevitables situaciones y conflictos cotidianos. Al respecto no es de extrañar pues que en muchos países la ley obliga incluso a los ciudadanos a la contratación de seguros mínimos dando la razón a la naturaleza de estas empresas y disparando así sus capitales a cifras astronómicas.

Los seguros privados son una parte más del conglomerado de la seguridad y aunque aparentemente traten de atrapar a todos los ciudadanos independientemente de su capital, lógicamente se benefician más con los capitales más grandes. Quizás, el extremo más desproporcionado de los seguros privados se ha dado en los EEUU, en donde a falta de una seguridad social que dé cobertura médica supuestamente gratuita a todos los ciudadanos, ha sustituido aquella por una serie de alimañas de seguros capaces de arruinar a los individuos más desfavorecidos y enfermos en pos de salvar su vida. A pesar de lo cuál, en el resto de los países la seguridad social ofrece cobertura médica general y cobertura laboral de forma restringida, lo cuál no impide que los seguros privados campen a sus anchas en el resto de los sectores más competitivos.

Cabe decir al respecto que la seguridad social no es más que una seguridad estatal y que solamente sirve para cubrir las necesidades médicas de los ciudadanos. En absoluto es un seguro médico gratuito porque para beneficiarse de él, es necesario trabajar para poder cotizar, o cualquiera se verá en serias dificultades para ser atendido. Así pues, el estado ofrece seguridad social para todos con la condición de obligarte a trabajar.

Pero cuando el “enemigo de las posesiones” es supuestamente palpable y observable, la ley siempre protege a los más pudientes. Ese es el cometido principal de los cuerpos de seguridad del estado, creados de forma interesada y parcial no sólo para defender al propio estado ante posibles eventualidades o insurrecciones, sino también a los ciudadanos más ricos y que al mismo tiempo tienen un mayor acceso a los sistemas de seguridad que gestionan otro tipo de empresas privadas encargadas de dar cobertura de este tipo. Para justificar la supuesta necesidad de dichas empresas, el enemigo, que en este caso se trata de individuos físicos, ha sido creado con el transcurso de siglos de diferencias sociales, en lo que se ha llamado delincuencia, porque sin ella, ni los cuerpos de seguridad estatales, ni las empresas privadas que complementan dicha seguridad tendrían razón de ser.

En relación a esto, se da por sentado que la delincuencia siempre debe ser indentificada con la pobreza con el fin de aislarla y criminizarla al margen de las clases pudientes, creando una clase social marginal y peligrosa, pero al mismo tiempo necesaria para seguir justificando el castillo de la seguridad. Así, la delincuencia de tipo estatal o privada estará siempre en otro tipo de plano fácilmente tapada y protegida por las propias leyes y en segundo término, por el sistema judicial. Es en estos casos en donde se produce el mayor grado de psicosis social en pos de la seguridad, en donde millones de ciudadanos de multitud de países han desarrollado multitud de sistemas de seguridad con el fin de proteger sus posesiones de la inventada delincuencia, en vez de buscar la forma de acabar con la delincuencia. En muchas ciudades occidentales suele darse la paradoja de que conviven barrios pudientes de chalets privados altamente fortificados con muros, vigilancia constante, cámaras de seguridad, equipos de grabación, perros guardianes, alarmas, etc. identificados con riqueza y status junto a núcleos de chabolismo identificados de forma intencionada con la pobreza, las drogas y la violencia. En el resto de zonas urbanas, las personas tienden igualmente a invertir altas sumas de dinero para estar más seguros, independientemente de si al lado hay focos identificados de pobreza o no, pues al parecer “cualquier persona podría querer ser tu enemigo”.

Obviamente, no se podría esperar que en un modo de vida como éste, nadie estuviese interesado en buscar las causas del mal de la delincuencia, es decir, las diferencias sociales, porque para empezar, dicho mal es un bien camuflado que ofrece pingües beneficios a las empresas de la industria, que son las primeras interesadas en que continúe, y por otra parte, se trata de la indiferencia de muchísimos más, que son los consumidores fáciles de engañar, y que carecen de las cualidades necesarias para cuestionarse el porqué de estas cosas, “ni falta que les hace”.

La larga cadena que hace mover este sistema hace que en este caso, la seguridad impuesta por el poder corrompido sea un eslabón férreo que sólo podría ser roto con la previa destrucción de los precedentes. Para hablar en términos claros, la seguridad propiamente dicha sólo es necesaria en un sistema que inventa la delincuencia y la reduce a la miseria económica, un sistema que promueve las diferencias sociales y las normaliza, justificando con ello el conglomerado de la seguridad.

La posible transformación de un mundo que nada tenga que ver con el actual debe romper con esta serie de eslabones por orden, es decir, de nada serviría pretender acabar con la seguridad sin cuestionar previamente la llamada delincuencia, y ésta sin hacer lo mismo con las diferencias sociales. Continuando la serie de eslabones, buscando la raíz de raíces, tampoco puede pretenderse acabar con las diferencias sociales si no se hacen análisis exhaustivos sobre las complejidades de las sociedades de masas o sociedades de ficción, sobre el culto del progreso, la invasión tecnológica,etc. y que representan los pilares básicos de la civilización y/o del proceso de dominación humana.

11 de agosto de 2014

El miedo a la verdad

Poco o ningún valor se le da a la verdad en la era de la modernidad y aunque existen “atisbos de verdad” en determinados ámbitos como en las relaciones personales, en general es ocultada, despreciada y reprimida por la inmensa mayoría de la población. Además, el contexto social no hace nada por cambiar esta situación, sino todo lo contrario.

Pero, ¿qué es realmente la verdad? De las numerosas definiciones que se le pueden atribuir escogeremos solamente una, la que es sin duda la más importante para el sentido del artículo en cuestión: “la verdad es la descripción real de un acto o de un hecho”. Por lo tanto, la verdad no puede ser una, sino tantas como actos o hechos puedan darse. Tampoco puede ser una interpretación ni opinión sobre un hecho, sino la descripción real del hecho. Es decir, la verdad -o las verdades- deben ser descritas únicamente de forma objetiva, nunca subjetiva. Se podrá objetar entonces que dado que todos los hechos son hechos porque son contados e interpretados por las personas, la verdad solo podrá ser subjetiva y además relativa, pero esto es erróneo. En primer lugar, si son descripciones subjetivas entonces estamos hablando de versiones distintas sobre los hechos. En segundo lugar, la verdad sobre un hecho sólo es relativa en tanto lo cuenten más de dos personas diferentes, pero a pesar de lo cuál, la verdad sobre un hecho sólo puede ser única, aunque nunca se sepa ni pueda contarse. De hecho, las verdades relativas son una justificación de las mentes más retorcidas para admitir que no existe la verdad y que por tanto, toda acción resulta explicable por las circunstancias. Hoy en día, impera la creencia de que la verdad absoluta no existe y que solo puede ser relativa. Esta creencia ha hecho mucho daño al conjunto de la humanidad, pero ¿de dónde viene?

Esta creencia se ha forjado gracias o a pesar de una sociedad cada vez más numerosa, complejizada, artificializada y materializada. Es lógico: cuantas más personas, más acciones, cuantas más acciones, más hechos, cuantos más hechos, más interpretaciones, cuantas más interpretaciones, más subjetividad, cuanta más subjetividad, más relativismo, cuanto más relativismo, más versiones, cuantas más versiones, más dificultad para hallar la verdad, y por tanto, más mentiras. Así, hoy en día, no solo se niegan las verdades absolutas, se niega la verdad y se escoge la mentira, el engaño, la estafa, la manipulación, la seducción, la persuasión, el condicionamiento, la sugestión, la incitación, etc,etc,etc.

La verdad absoluta existe desde el principio de los tiempos y se puede aplicar en cualquiera de los contextos que se quieran exponer, mientras que la verdad relativa es un invento forjado con el paso de los siglos que sirve para idear y justificar un código moral acorde con las circunstancias culturales, religiosas o sociales. Así, actos violentos, ya sean físicos o psíquicos, son justificados como relativos y por tanto aceptables dependiendo de la época en que son cometidos, o peor, de quienes los cometen.

Pero ante todo, esta creencia impera por una total falta de valor hacia la verdad. Normalmente suele suceder que cuando algo no es valorado, se reprime y se aparta al subconsciente. ¿Cuál sería, por tanto, el valor de la verdad? Normalmente algo que tiene valor en sí mismo lo tiene por cuestiones elementales, pero siempre se puede extraer fácilmente preguntándonos para qué sirve. En este caso, ¿para qué sirve ser fiel a la verdad? Supongamos que ante un acto de violencia de una persona hacia otra, alguien cuenta la verdad sobre el hecho y otro alguien cuenta la mentira. Para juzgar ese acto con absoluto rigor y honestidad es imprescindible saber la verdad de lo que ha ocurrido. Si por el contrario, prevalece la mentira, el juicio siempre será  incierto y en muchas ocasiones el resultado será falso. Con la verdad puede haber un juicio justo, siendo este el único camino hacia la posibilidad de aprendizaje o de cambio. Este ejemplo sería muy básico pero puede valer para cualquier hecho o acción que queramos tomar.

La verdad sirve también como una vía necesaria hacia el valor de la autonomía personal y la libertad individual. Es decir, para que la auténtica libertad de una persona pueda darse es necesaria e imprescindible la total fidelidad a la verdad, pues sin ella siempre existirá el riesgo de la mentira, del engaño y con esto, de la manipulación. Sin la verdad ante los hechos o acciones, ciertas personas podrán fácilmente manipular a otras y por tanto someterlas a voluntad. Sin embargo, con la verdad, a menos que lo hagan por la fuerza, no podrán hacerlo de la misma forma. Digamos que la verdad es un paso decisivo para que los individuos puedan valorar la libertad ante el riesgo de ser sometidos, pero no es el único. Hoy en día, como tampoco se valora la libertad auténtica -al margen de las falsas libertades inventadas por el progreso- pocos son los que se dan cuenta de que lo que nos venden por libertad está fundamentado en una gran mentira. De ahí que para que se dé la auténtica libertad es imprescindible la fidelidad a la verdad.

Estas dos razones fundamentales que se derivan de la fidelidad a la verdad sirven para explicar su enorme valor, un valor que sin embargo no se tiene en cuenta, y de ahí que el sometimiento del fuerte sobre el débil haya sido una tónica que se ha repetido innumerables veces en las sociedades de la historia. De hecho, es lamentable admitir que las personas que forman la masa de la sociedad actual han tendido a preferir ser sometidos mediante el engaño sin pararse nunca a pensar porqué son sometidos, sin decidirse nunca a buscar la verdad. Ésta preferencia irracional ha contribuido definitivamente a forjar la idea de justificar la necesidad de una élite que someta a la mayoría. Puesto que a las masas les da igual si les mienten o no, es más, si con la mentira les prometen una vida colmada de deseos y supuesta felicidad, a pesar de que en la mayoría de los casos se queda en simples promesas, es decir, engaños, mientras que con la verdad solo recibirán castigo y aislamiento, sin duda, las masas elegirán su adhesión hacia la élite y por tanto a un mundo plagado de mentiras.

Procesos como estos, propios de una sociedad de masas controlada por una élite poderosa son una clarísima explicación de que dicha sociedad funciona con medias tintas y falsas verdades, con el consentimiento y justificación de la mayoría hacia la élite y la inmensa totalidad de adaptación hacia un mundo tremenda e injustamente falso. Todos los días, a todas horas se repiten actos de alabanza y apología a la mentira e indiferencia a la verdad, y nadie se inmuta, dejando como resultado un mundo inconmensurablemente cruel y despiadado. Ocultamientos a la verdad como las trágicas consecuencias ambientales y exterminio de especies por culpa del consumo frenético, ocultamientos a la verdad como la esclavitud y holocausto que padecen millones de animales, ocultamiento a la verdad que esconde el avance tecnológico, ocultamiento a la verdad que esconde la publicidad, ocultamiento a la verdad que esconde la dominación histórica de la humanidad justificando el proceso de civilización y el exterminio de las sociedades no civilizadas y un largo etcétera.

Pero no es el ocultamiento a la verdad la cúspide del problema, sino como hemos dicho antes, la falta de valor de la verdad, pues ¿de qué sirve decir la verdad si casi todo el mundo permanece indiferente a ella? Cuando estos ocultamientos son rebasados gracias a la valentía de unas pocas personas, cuando la verdad sale a la luz, cabría esperar una reacción mundial que jamás se produce precisamente por esto: la verdad se ha vuelto relativa en todas partes y por tanto justificable cultural, moral o religiosamente, es decir, circunstancialmente, y la relación que existe entre verdad y juicio o verdad y libertad son a su vez ignoradas o explicadas por dicha relatividad.

Para corroborar lo extraño que resulta la especie humana y sus inabarcables contradicciones, podemos argumentar que la verdad asoma de su represión en las relaciones más íntimas y personales en las que muchísima gente valora que su pareja o sus amigos le sean fieles, es decir, le sean sinceros, le cuenten la verdad y no los engañen nunca; una exigencia extendida que colma el egoísmo de cada cuál, reclamando verdad para nosotros pero sólo para nosotros. Esta racionalización que podemos llamar “atisbos de verdad” y que demuestra que la verdad no es que esté perdida, sino que está reprimida en el subconsciente, se quedan en nada si no se aplican al conjunto de la sociedad y hacia un altruismo que se extienda hacia todo ser vivo. ¿Por qué valoramos tanto la fidelidad a la verdad en nuestras relaciones más íntimas mientras que al mismo tiempo permitimos que nos avasallen con anuncios publicitarios, que representan uno de los atentados más graves a la verdad? ¿Por qué exigimos sinceridad hacia nosotros y al mismo tiempo giramos la cabeza cuando alguien nos cuenta verdades incómodas que suceden lejos de nuestras casas y que nos ponen en entredicho?

La respuesta está en el miedo ancestral que experimentamos hacia la verdad y por tanto hacia extraer la esencia de su valor. Mientras sigamos anclados en un mundo ficticio persiguiendo sueños inalcanzables al margen de la realidad, la verdad seguirá en el subconsciente reprimida sin permitir al ser humano salir del atolladero en el que se encuentra y en el que ha metido de forma inconsciente a todo ser viviente.