21 de octubre de 2014

Objeción al aumento de población

Dentro de la idea general del progreso se incluye a su vez el progreso demográfico; esto es debido en gran parte a una serie de creencias ancestrales que han consolidado la idea de que el crecimiento de la población de un lugar determinado sin duda derivaría en un mayor progreso de todos y por tanto de mayor bienestar. En realidad, estos conceptos siempre han ido unidos en su formulación y posterior difusión por parte de los poderes establecidos en cada época, por lo que siempre se ha tendido a identificar mayor número de personas con progreso o con bienestar social, pero en la práctica, ¿es realmente así?

Ya incluso antes de que explosionara la economía productivista que permitió un aumento de población, los pueblos prehistóricos ya albergaban una clarísima tendencia a incrementar su número, quizás no por una cuestión de progreso que aún no tenía sentido dada la economía de supervivencia predominante, pero sí por cuestiones de defensa frente a las invasiones de grupos enemigos. De alguna forma esto permitió que tras los cambios que debían llegar, las generaciones fueran adaptando la idea del crecimiento poblacional hacia las nuevas formas de vida como algo normal.

Llegado el Neolítico y con él la rápida extensión de la economía productivista y del sedentarismo, la idea de progreso se empieza a fraguar en las personas como identificativo de seguridad y de bienestar del grupo. Sin embargo, el aparejado progreso/incremento de la población derivó inevitablemente en la instauración forzosa de jerarquías encargadas de controlar el cada vez mayor número de personas viviendo a la vez en determinado núcleo. El control se hizo gobierno y éste reportó indudablemente los privilegios de los que siempre han gozado los dirigentes en forma de posesiones y de dinero. Posteriormente, se forjarían las clases sociales y con ello, las diferencias.

Con el paso de los miles de años, la voluntad de las colectividades más importantes es reprimida por las circunstancias que motivan la idea del progreso, el incremento poblacional y las incipientes jerarquías. Los poderes de facto fueron por ende los primeros interesados en aumentar la población de forma indefinida para asegurar mayor progreso y no solo eso, decidieron difundir la creencia de que a mayor número de personas mayor bienestar. He aquí el gran engaño, pues no ha habido ninguna sociedad civilizada marcada por el progreso, lo que incluye a casi todas.

Así, el incremento de población es el fruto de una idea desarrollada por el poder, y debemos admitir por consiguiente que solo éste puede albergar un beneficio a corto plazo del triunfo de dicha creencia y nunca la propia población, convertidas hoy en día en masa autómata no pensante.

El recurso del instinto biológico en la especie humana carece totalmente de fundamento en tanto que dicha especie posee inteligencia y voluntad para controlar sus instintos más primarios, a diferencia de los animales. Resulta pues paradójico que el único animal que posee voluntad para controlar sus instintos es el único que se ha salido del equilibrio natural comportándose como un virus destructivo.

El hecho de que hayan existido en la historia sociedades capaces de controlar su voluntad para no crecer sirve para confirmar que es posible hacerlo. De entre las pocas excepciones de las sociedades que vaticinaron de alguna forma los problemas a los que se enfrentaría una sociedad demasiado poblada fueron los griegos y algunos pueblos no civilizados como los indios nativos americanos. Sin embargo, estas excepciones o bien duraron poco tiempo o bien fueron engullidas y relegadas al olvido por el avance de la civilización.

A nivel social, las creencias culturales difundidas por el poder sumado al instinto biológico ha supuesto la normalización del culto por los hijos, lo que ha conllevado con el paso de los miles de años al aumento de la población. Huelga decir que el avance de la ciencia contribuyó en el último siglo a aumentar la población más si cabe por alargar la media de la esperanza de vida.
Hoy la realidad es que tenemos un mundo hiperpoblado que avanza a trompicones en su obcecación, y cuyas consecuencias han sido nefastas para el planeta, los animales y para muchos humanos. Pero posiblemente lo peor aún está por llegar y nadie puede saber qué dimensiones alcanzará. No obstante, todavía se encuentra un gran número de defensores de la necesidad de crecer indefinidamente, lo que supone una insensatez por su parte.

Como personas que reflexionamos y cuestionamos lo establecido, no podemos aceptar de ninguna forma estas creencias sin fundamento alguno e ideadas con muy mala saña para justificar toda opresión y destrucción. Por ello, la objeción que se nos revela es la de no colaborar más al incremento poblacional siendo la única forma la del rechazo incondicional a tener descendencia. Más sencillo no puede ser.

Otras formas secundarias de objeción aparte del rechazo a tener hijos, son las de promover la no descendencia por motivos altruistas y de respeto al medio natural, así como empezar a cuestionar todas las defensas de la superpoblación, vengan de donde vengan y criticar el culto por los hijos. Vencer el instinto reproductivo es un ejercicio que va más allá de la moral dada la situación actual de dominación humana, destrucción y caos. Se trata de una necesidad de extrema urgencia para contribuir a reestablecer el orden natural.

4 de octubre de 2014

El mal de la indiferencia

Los sustitutos dogmáticos que han creado las sociedades de consumo sumen al ciudadano medio en un mundo de ficción marcado por la obsesión de que la vida consiste en trabajar para divertirse a costa de todo. Así, los asuntos más trascendentales que afectan a individuos que nada tienen que ver con este modo de vida son relegados al olvido en una suerte de indiferencia tanto o más destructiva que el hecho de hacer desprecio. Además, y a pesar de que este sentimiento tan negativo guarda estrecha relación con el egoísmo más cerrado, la indiferencia padece de ausencia total de corrección.

En esencia, se podría objetar que un sujeto que muestra tendencia a la indiferencia no debería tampoco sentir interés por ninguno de estos sustitutos creados intencionadamente como forma alienante de las masas, pero precisamente hay que recalcar que esta intención logra sumir a la masa consumidora en tal indiferencia, ya que los sustitutos, además de que están fundamentados en el condicionamiento del individuo, no contemplan nunca materias reflexivas ni trascendentales, sino superficiales e inmediatas.

Por ello, al margen de los sustitutos de condicionamiento, la indiferencia sí que afecta a una gran mayoría de personas, que dicho de forma coloquial “pasan” de inmiscuirse en cualquier asunto  que no afecte a sus vidas. En este punto, egoísmo e indiferencia se confunden aunque a menudo van de la mano. Quizás una diferencia sea que, al menos en esencia, el egoísmo es más consciente, mientras que la indiferencia lo es menos, lo que acarrea, como decíamos, serias dificultades a la hora de corregirse. También debemos descartar cualquier interés por los asuntos políticos o económicos, ya que éstos se han convertido en poderosos instrumentos de control, condicionamiento y alienación, lo que supone que si existe interés, éste ya está de antemano condicionado en una dirección clara y por consiguiente no puede haber neutralidad.

Con todo esto queremos decir que este pasotismo hacia lo trascendental ha sido el fruto de largos años de obstáculos y que la indiferencia no resulta en modo alguno un estado neutral. El ciudadano medio se recrea continuamente en toda esta serie de sustitutos, sumergiéndose más y más en su dependencia, demostrando un apego dogmático, y en contraposición, padece indiferencia y egoísmo por las preguntas más elemantales de la vida, la filosofía, la forma de mejorar la conducta o el respeto por la vida ajena. Así, cualquier cuestionamiento moral es ahogado apenas entra en contacto con la vida desenfrenada de las masas.

En esta distorsión, los sujetos que más sufren la indiferencia generalizada son aquellos que menos pueden defenderse, los animales, los indígenas o los pueblos en proceso de civilización, que son rápidamente y antes de que nadie pueda plantearse nada en su favor, relegados al olvido más miserable cuando no son humillados o despreciados. Debemos incidir en que la indiferencia que queremos mostrar aquí no es en modo alguno no contextual, es decir, no es la que padece aquel sujeto que ni opina ni contesta, que todo le da igual y que nada parece interesarle, sino la de la masa que se deja adaptar o condicionar por la norma social.

Sea como fuere, la indiferencia neutral o la motivada por el contexto es el fruto de un carácter que tiende de forma recurrente a la falta de interés por reflexionar o a una educación demasiado orientada a la socialización y poco a la filosofía y el espíritu crítico. Por supuesto, la educación es la antesala para formar adeptos al sistema productivista y consumista, por lo que no se puede esperar gran cosa. Algunos intelectuales han llegado a decir incluso que antes prefieren una mente que juzga con desprecio que aquella que se abstiene siempre de inmiscuirse en asuntos de importancia social y menos de juzgarse a sí misma.

El resultado final de la indiferencia de las masas es ante todo una falta de sensibilidad, empatía y compasión por quienes más sufren, además de una negación de asumir el grado de responsabilidad que siempre existe. Por otra parte, es también un refuerzo del egoísmo en general y en muchos casos concretos, de la arrogancia y la soberbia humana.