16 de septiembre de 2015

La sociedad del despilfarro

La Tierra se ha convertido en una gran fuente de recursos para los humanos, muchos de los cuáles aún continúan creyendo que dichos recursos son ilimitados, pese a las teorías de los expertos en diversas materias que empiezan a advertir que no lo son y que la forma en que hacemos uso de ellos se parece más a un saqueo que a un derecho propio. Sin embargo, lejos de juzgar el modo de vida que se nos ha impuesto como antinatural y destructivo, son muestras de alarma y preocupación por el hecho de que el agotamiento certero de los recursos, principalmente los usados como fuente de energía, pueda amenazar seriamente la vida civilizada sumiéndola en el caos o en una época de dictaduras militares y barbarie. Su preocupación principal estriba en el hecho de saber que los recursos naturales que proporcionan todo lo necesario para la sociedad industrial y tecnológica son probablemente limitados -o al menos cada vez es más difícil y costosa su extracción- y que es un error por tanto explotarlos como si fueran ilimitados. (De esto se deduce también que si no se hubiera presentado este problema o si ya hubiera métodos alternativos de energía válidos para abastecer a la inmensa población urbana -las energías renovables se ha demostrado que no pueden serlo- nada habría de lo que preocuparse).

Es una cuestión de perspectiva pero también influye el alto grado humanista que llevamos cuando nos ponemos a examen. Si uno pone el énfasis en la cuestión de saber si los recursos son limitados o no, algo que afectaría seriamente la supervivencia de la civilización a corto plazo, solamente lo hará por un motivo humanista: está preocupado por lo que le pasará a la humanidad -en especial, la humanidad más desarrollada, la que vive principalmente en ciudades- cuando empiecen a faltar estos recursos, pero a la vez estará olvidando asuntos mucho más cruciales. No solo se olvida del futuro a medio y largo plazo que afecta a la humanidad, sino que, más grave aún, se está olvidando del presente y también del pasado, de lo que la especie humana ha sembrado y no solo hacia su propia especie sino hacia el resto de especies que pueblan el planeta y que en su mayoría, estaban mucho antes que nosotros. Se olvida de toda la destrucción que hemos dejado atrás y de la que se sigue dejando ahora, al margen de si los recursos son limitados o no.

Con todo, cabe decir que al sistema financiero actual, liderado por las grandes multinacionales y respaldado por los gobiernos y la banca, poco le importa si los recursos son limitados o no, sin duda van a seguir explotándolos como hasta ahora, pues al fin y al cabo, esa es su naturaleza.

En realidad, el debate no debería centrarse en el probable agotamiento de los recursos. Si la perspectiva con la que se analiza se hace de forma no humanista, nos daremos cuenta del enorme perjuicio ambiental que deja tras de sí la civilización en su empeño por despilfarrar los recursos. Pero vayamos por partes.

Cuando hablamos de despilfarro hablamos, en su propia definición, de gasto desmesurado de los recursos. Alguien podría preguntar en qué momento concreto de la historia empiezan a ser desmesurados, pero eso es algo difícil de precisar. Aún así, hay evidentes indicadores que nos dicen que si hubiera que establecer un momento, ese sería a mediados del siglo XIX con el inicio de la extracción de los combustibles fósiles destinados a la energía, en especial el del petróleo. Si bien la humanidad preindustrial ya había consumido una gran cantidad de recursos, la repercusión ambiental que dejaba era nimia comparada con la de la era industrial. Hasta ese momento, se usaban principalmente recursos renovables como los provenientes de humanos, vegetales, animales, agua, sol, viento, etc. Mientras que la extracción de recursos a priori no renovables -o renovables a muy largo plazo-, era insignificante.

El descalabro vino por tanto en la era industrial y en especial en la era de la extracción de los combustibles fósiles, necesaria para hacer que el sistema creciera y avanzara a marchas cada vez más rápidas, actuando en un círculo vicioso, pues a más extracción de energía, más posibilidad de crecimiento de todo, incluido de población y a más crecimiento de todo, mayor necesidad de extracción de energía. Es a partir de este momento cuando todas las gráficas se disparan: petróleo, gas, carbón, metales pesados, minerales, alimentos, población, industrias de todo tipo, etc., pero también, por desgracia, se disparan las agresiones al ambiente y las formas de vida: deforestación, degradación del suelo y del agua, contaminación, desertización, desequilibrio de los ecosistemas, exterminio de especies animales y vegetales, esclavitud,  pérdida de biodiversidad, etc. Es esta la época del gran desastre natural, un despropósito sin parangón alguno, una insensatez en toda regla.

Todo viene a causa del exceso de gasto de los recursos, necesario para justificar la idea del crecimiento y la afianzada ideología del progreso, esa que hace que los alarmistas traten de advertir a los gobiernos del peligro de desabastecimiento energético. Sin embargo, todos estos gastos, desde que empiezan, son casi siempre superfluos y no responden más que a una necesidad de justificar dicho crecimiento. No es necesario para esta reflexión abordar cómo empieza el despilfarro ni sobre qué base está asentado todo invento o innovación que justifique el gasto, sino demostrar lo absurdo de un sistema que fomenta el despilfarro mediante millones de actos cotidianos por parte de todos los individuos que lo sustentan.

Son dos los elementos clave para fomentar el despilfarro y justificarlo: en primer lugar, la cantidad de humanos despilfarrando, pues obviamente, a más personas en el globo, más gasto de todo. En segundo lugar, las técnicas que emplea el sistema para incentivar el consumo en exceso, y que contribuyen definitivamente al despilfarro. Es aquí donde nos vamos a detener, pues dichas técnicas serían las culpables de dicho despilfarro e incluso una de las causas del primer elemento, el del crecimiento poblacional que hará multiplicar siempre el total del gasto.

La obsolescencia programada es una ocurrencia oculta dirigida a incentivar el consumo, multiplicar los beneficios y en consecuencia aumentar el despilfarro irracional. Si la lógica nos dice que cualquier persona que quisiera fabricarse un objeto para sí mismo e incluso para un amigo o vecino, lo haría con el objeto de que durara el mayor tiempo posible, dicha lógica no cuadraba con el sistema industrialista y capitalista que se rige siempre por la eficacia y el rendimiento económico, motivando una economía en continuo movimiento. A pesar de que tardaron en darse cuenta, finalmente los expertos más ambiciosos tuvieron que aplicar de forma consciente que todos sus productos fabricados tuvieran una vida corta de tiempo con el objetivo de hacer una economía dinámica que a su vez justificara las ansias de crecimiento que llevaban años proclamando. Pero el mundo moderno no solo vendía productos físicos, también vendía servicios y para ello debían desarrollarse técnicas que incidieran directamente en la mente de los individuos incitándolos a gastar.

Las técnicas de persuasión están dirigidas a aumentar las necesidades reales de los individuos, promoviendo su deseo de comprar más y más objetos, de querer siempre acumular más y más cosas, dejándolos siempre insatisfechos y en última estancia, de hacerlos totalmente dependientes de ellas. La primera de dichas técnicas empieza con la educación, pues se hace importantísimo formar a los individuos desde edades tempranas hacia el mundo laboral industrial; es aquí donde comienza el proceso llamado socialización, un proceso necesario para que el niño aprenda a normalizar sus actos en relación a lo que la sociedad le exige. Cuando el individuo ya ha sido formado, las técnicas continúan de forma decidida mediante la propaganda política, que ayuda a crear ideologías y establecer pautas convencionales de conducta y la publicidad, encargada directamente de dinamizar de forma continua el consumo de los productos mediante campañas llenas de engaño y falsedad. Otras técnicas no menos eficaces son la moda, encargada de establecer tendencias cambiantes en la forma de vestir y de actuar o los fenómenos de masa, que se encargan de hacer de los individuos seres irracionales y estúpidos, fácilmente absorbidos por la masa alienante e irreflexiva.

La puesta en acción de las técnicas de persuasión y condicionamiento, junto a las técnicas de control voluntario de la vida de los productos han motivado la extensión de una ideología basada en estos principios e ideada por los expertos en el control de las masas, encargada además de arraigar en las mentes todo este proceso sistemático, aumentando la fidelidad al sistema y reduciendo a su vez las posibilidades de cuestionamiento y de reflexión. Se trata de la ideología del progreso que comenzó con la era industrial y que ha tenido su culminación con el desarrollo y visión futurista de la tecnología en todas sus vertientes. Como fenómeno en constante avance, la tecnología imprime al progreso una realización más compleja y una velocidad cada vez más rápida, haciendo individuos cada vez más imbuidos en el sistema y asemejándolos a máquinas robotizadas incapaces de pensar más allá de lo que el sistema les exige ni de evaluar las consecuencias de sus acciones y sus hábitos de vida.

El descubrimiento de las energías fósiles a bajo precio posibilitó el desarrollo global de los transportes y esto a su vez, en connivencia con un sistema mercantil que solo se interesaba en el rendimiento sin importar el gasto, fomentó y extendió que los productos se pudieran fabricar en cualquier lugar del planeta y ser enviados en pocas horas a la otra punta mediante el transporte de mercancías. Pero el transporte privado constituye uno de esos cultos a los que se ha sumado irreflexivamente el hombre moderno, impulsado a desplazarse innumerables veces a lo largo del día, ya sea por cuestiones laborales o de placer y creando una megaestructura de autopistas y carreteras que han invadido hectáreas de territorios no urbanizados -igualmente las líneas crecientes de trenes de baja y alta velocidad-. El crecimiento de las ciudades en extensión agranda las largas distancias motivando la supuesta necesidad del vehículo privado -respaldado por la poderosa industria automovilística que es quien crea la necesidad-  mientras que el sistema laboral no incentiva en ninguna parte los trabajos cercanos a los domicilios, por la misma historia de siempre, solo importa el rendimiento de las personas y sus capacidades laborales.  

Una de las industrias más irracionales la representa la industria agroalimentaria. La imposición del monocultivo frente a los cultivos tradicionales, junto al desarrollo de los transportes posibilitó la readaptación forzosa de variedad de cultivos a zonas lejanas de su lugar de origen y fuera de su temporada de crecimiento, en vez de fomentar el empleo del producto local y los productos de temporada, que por lógica implican un gasto de recursos incomparablemente menor. Además, el monocultivo deja notables estragos con la degradación del suelo y su empobrecimiento, dejándolo estéril en muchos casos. Por supuesto, todo esto degenera en un empeoramiento de la calidad del producto, puesto en condiciones antinaturales en su conservación y transporte, que luego repercute en el consumidor. La tecnología también cumple su papel con avances como el producto modificado genéticamente, el transgénico, justificado a veces como un método para paliar el hambre en el mundo, una paradoja difícil de explicar.

En relación a esto último se haya la industria de la ganadería usada como alimento y la pesca, que sigue incentivando un elevado consumo cuando ya se ha demostrado de sobra lo innecesario e irracional que supone comer carne y pescado, no solo por una cuestión de moral que juzga el régimen esclavista al que son sometidos los animales, sino por ser inmensamente más derrochador que cualquier forma de agricultura -a pesar de que sea industrial-.

Las industrias del entretenimiento han alcanzado a su vez un alto grado de poder, mayor incluso que la alimentación o el transporte, en su empeño por extender por todas partes el culto por el placer. Como ejemplo, la industria del turismo, que transporta millones de personas a diario a miles de kilómetros de sus casas, está enfocada a satisfacer caprichos vacacionales, un derecho del trabajador y concedido por las empresas, que favorece a ambos, ya que tras las vacaciones el trabajador vuelve dispuesto a seguir siendo una unidad productiva, descansada y renovada. Además, la industria del turismo contribuye en gran medida al esplendor del gran negocio de la aeronáutica, uno de los más crecientes de las últimas décadas -incentivado por la ausencia en el pago de impuestos por los carburantes-, y que más contribuye a la emisión de dióxido de carbono a la atmósfera.

En resumen, todas las industrias generan un gasto descomunal de recursos naturales y son responsables de la gran dependencia que afecta hoy al hombre moderno y urbano, devorador  sin escrúpulos de dichos recursos. Debido a esa dependencia total, si un día esos recursos faltaran, probablemente todo el sistema colapsaría como un castillo de naipes y se vendría abajo, amenazando su propio final y arrastrando consigo a millones de seres que nada tienen que ver con él. Tras esto y de haber supervivientes, muchas cosas podrían pasar, o bien algunos siguieran en su cerrazón de crear otra vez sistemas complejos de sociedad que llevaran de nuevo al despilfarro o bien otros, con más capacidad de aprendizaje, se reinventaran mediante formas de relaciones sencillas basadas en la moderación y el respeto por la madre Tierra.